Dios mío, qué cosa más injusta la edad. ¿Seré un viejo elegante, bien peinadito, almidonado, abriendo la boca frente a las chicas que salen del colegio, con el labio tembloroso, con los bolsillos llenos de piropos y caramelos, enredando mi paso incierto con pasos adolescentes que no me hacen caso? ¿O un tipo sin afeitar y con el cuello de la camisa torcido, sin atender a las manchas de la ropa y a la mugre en las uñas, inmóvil en una esquina intentando acordarse de su nombre? ¿Responderé a anuncios de bodas enviando fotografías de veinte años atrás, cuando aún tenía pelo, llevando un ramo de flores patético rumbo a la cita en la confitería con una mujer de párpados huérfanos que me envió una fotografía de treinta años atrás y bebe infusión de manzanilla por el piñón de la boca, con un broche en forma de mariposa en el cuello y el análisis del azúcar en la sangre en rojo? ¿Viviré con un perro que se parece a mí y a quien, como es mi caso, sólo le falta hablar? ¿Rumbo a la confitería para un café con leche, una tostada y la servilleta de papel sobre la corbata, sujeta por dedos inseguros, lleno de migas y de timidez? ¿Qué se le puede decir a una mujer de párpados huérfanos por encima de la tetera, viuda de un comandante de la Marina, con la miniatura polvorienta de un barco
Bebo inclinado hacia delante para no ensuciarme, si mi hija estuviese aquí
(por más que la limpie polvorienta y ella limpia, ella limpia, juro que ella limpia)
en la cómoda de la sala? El sobre del azúcar cae mitad en el vaso mitad en el plato, bebo inclinado hacia delante para no ensuciarme, si mi hija estuviese aquí
-Se va a ensuciar, señor
no preocupada por mí, riñéndome
-Otra gota en el chaleco, ¿lo ve?
con una ferocidad impaciente, pero la dentadura no ayuda y además me tiembla el pulso quién sabe por qué, al cuello estirado le cuesta mantenerse, pobre, me levanto un poco de la silla impulsándome mediante arduas roldanas, la mujer de la mariposa se levanta de la silla impulsándose también mediante arduas roldanas, mientras palpitan de angustia las alas de la mariposa, y entonces nos vamos al parque con un pastel de arroz envuelto en la servilleta de papel de la tostada, las palomas a nuestro alrededor
(a ella le gustan las palomas, a mí me parecen estúpidas pero no digo nada, claro)
y yo soportando a las palomas, heroico, si en vez de vivas me las entregasen fritas, con un poquito de arroz y un trago de tinto para regarlas, tengo la impresión de que se me escurre saliva por el lado derecho del mentón
(la certidumbre de que se me escurre saliva por el lado derecho del mentón sólo de pensar en el arroz)
compruebo con la manga y es realmente saliva, qué cosa más injusta ser viejo aunque más no sea por esta dificultad en retener dentro de mí todo lo que no es sólo leído, gotitas avariciosas por la vejiga en lugar de la orgullosa, interminable curva del chorro de antaño cuando acertaba en una chapita de cerveza a dos metros, compruebo la saliva con la manga mientras la mujer de párpados huérfanos va desmigajando el pastel y, a propósito de mis migas, montones de migas en la ropa que no me atrevo a sacudir para que no crea que hay intenciones poco honestas en mí y de todos modos qué intenciones poco honestas puedo tener, si fuese, Dios mío, una cuestión de virtud y qué virtud dado que me distraigo horas seguidas con las chicas en ropa interior de las revistas del quiosco, cómo quedaría la mujer de párpados huérfanos en ropa interior y con la mariposa al cuello, imagino los encajes, algo en mí, qué extraño, comienza a reaccionar y al final, qué disgusto, no es eso, es un calambre, un calámbre, cómo se dice, cómo se escribe, calambre, calámbre, calhambre, me pierdo meditando, renuncio y no hay reacción alguna
(¿calhambre?)
ni la ropa interior surte efecto, qué cosa, sustituyo a la señora por una de las chicas o por dos al mismo tiempo para darle más potencia al motor de arranque y nanay de la China, de manera que le pido un trocito del pastel de arroz
-¿Me deja un trocito de su pastel de arroz?
y comienzo a deshacérselo a las palomas que detesto con la esperanza de que no unas pocas, sino decenas, centenares, millares, millones de palomas se me acerquen hasta cubrirme por entero y escuche muy lejos, a mi lado, en el banco, a la mujer de párpados huérfanos preguntándome, con una vocecita apagada
-¿Adónde se ha ido, señor Antunes?
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