La vida en la República Popular de Polonia era aburrida. Ya sé que no es el principal reproche que puede hacérsele, que hay al menos una docena más, pero que era aburrida es un hecho. Aburrida y gris, gris y monótona. Todos los periódicos informaban sobre los mismos sucesos con las mismas palabras. En las tiendas, dondequiera que fueses, siempre había los mismos productos, si es que había. Las complicaciones para tramitar el pasaporte acababan por deslucir (al menos, en mi caso, así era) cualquier ilusión de viajar al extranjero. Imaginemos el caso siguiente. A un padre de familia se le ocurre de pronto llevar a su esposa e hijos a comer a un restaurante un domingo. Dulce iniciativa, e inofensivo placer -se diría-. Por desgracia, la familia empieza a vagar por la ciudad hasta que desiste en su empeño, porque en los locales donde hay mesas libres ya no queda nada para comer, y donde sí queda, no hay mesas libres. ¿Y qué me dicen de nuestras excursiones veraniegas? Pasamos por un pequeño pueblo desconocido y nos entran ganas de quedarnos allí un par de días. Bien, pero ¿dónde? O bien no hay ningún hotel cerca o, cómo no, lo hay, pero había que reservar la habitación con algunos meses de antelación. Porque vivíamos en un sistema en el que el individuo debía saber ya en febrero qué le apetecería hacer en mayo. Nada de caprichos imprevistos, nada de fantasías, nada de locuras románticas, porque simplemente no era posible realizarlas. Cuando cruzo la Plaza Mayor de Cracovia en un día agradable y animado siempre me acuerdo de que, hasta hace poco, estaba triste y sucia, sucia y sin vida. Siempre encontrabas merodeando por allí grupos de excursionistas de la República Democrática Alemana aguardando el toque de trompeta bajo la lluvia con el rostro alzado, porque, lloviera o no, el hejnał formaba parte de la visita. Se me ha quedado grabado en la memoria el guía de uno de esos grupos con un silbato colgado del cuello, que usaba a todas horas para que la gente no se dispersara. Aburrimiento forzoso, aburrimiento pegajoso. Sólo en ese contexto puede entenderse qué significaba en aquellos tiempos Przekrój, con Marian Eile como redactor jefe, por qué era tan leído y por qué se agotaba tan rápido. Simplemente porque Eile proporcionaba pequeñas sorpresas a la gente, la arrastraba a diversiones no programadas por los de arriba y se esforzaba por ampliar su campo visual. Siempre que podía, trataba de aparentar que no había oído el silbato. Hasta los contenidos ideológicos con los que la revista compraba su existencia se redactaban en tono algo menos insistente que en el resto. Sin ese tributo político, Przekrój no hubiera sido posible, sólo alguna revista como Ogoniok, con sus poetas, dibujantes y chistes... pero a la polaca. El relato de Andrzej Klominek, empleado de Przekrój bajo la dirección de Eile, será todo un manjar para los amantes de los libros de recuerdos. En su mayoría son sucesos, anécdotas, confesiones personales. Bueno, y algo de historia, que se interrumpe con los infames sucesos de 1968, cuando Eile se vio obligado a dejar la redacción. Lo único que no entiendo es qué pasa con la distribución, porque no veo el libro en las librerías. El ejemplar que tengo se lo he pedido al autor.
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miércoles, 12 de julio de 2017
CON EL SILBATO COLGANDO DEL CUELLO (Wislawa Szymborska)
La vida en la República Popular de Polonia era aburrida. Ya sé que no es el principal reproche que puede hacérsele, que hay al menos una docena más, pero que era aburrida es un hecho. Aburrida y gris, gris y monótona. Todos los periódicos informaban sobre los mismos sucesos con las mismas palabras. En las tiendas, dondequiera que fueses, siempre había los mismos productos, si es que había. Las complicaciones para tramitar el pasaporte acababan por deslucir (al menos, en mi caso, así era) cualquier ilusión de viajar al extranjero. Imaginemos el caso siguiente. A un padre de familia se le ocurre de pronto llevar a su esposa e hijos a comer a un restaurante un domingo. Dulce iniciativa, e inofensivo placer -se diría-. Por desgracia, la familia empieza a vagar por la ciudad hasta que desiste en su empeño, porque en los locales donde hay mesas libres ya no queda nada para comer, y donde sí queda, no hay mesas libres. ¿Y qué me dicen de nuestras excursiones veraniegas? Pasamos por un pequeño pueblo desconocido y nos entran ganas de quedarnos allí un par de días. Bien, pero ¿dónde? O bien no hay ningún hotel cerca o, cómo no, lo hay, pero había que reservar la habitación con algunos meses de antelación. Porque vivíamos en un sistema en el que el individuo debía saber ya en febrero qué le apetecería hacer en mayo. Nada de caprichos imprevistos, nada de fantasías, nada de locuras románticas, porque simplemente no era posible realizarlas. Cuando cruzo la Plaza Mayor de Cracovia en un día agradable y animado siempre me acuerdo de que, hasta hace poco, estaba triste y sucia, sucia y sin vida. Siempre encontrabas merodeando por allí grupos de excursionistas de la República Democrática Alemana aguardando el toque de trompeta bajo la lluvia con el rostro alzado, porque, lloviera o no, el hejnał formaba parte de la visita. Se me ha quedado grabado en la memoria el guía de uno de esos grupos con un silbato colgado del cuello, que usaba a todas horas para que la gente no se dispersara. Aburrimiento forzoso, aburrimiento pegajoso. Sólo en ese contexto puede entenderse qué significaba en aquellos tiempos Przekrój, con Marian Eile como redactor jefe, por qué era tan leído y por qué se agotaba tan rápido. Simplemente porque Eile proporcionaba pequeñas sorpresas a la gente, la arrastraba a diversiones no programadas por los de arriba y se esforzaba por ampliar su campo visual. Siempre que podía, trataba de aparentar que no había oído el silbato. Hasta los contenidos ideológicos con los que la revista compraba su existencia se redactaban en tono algo menos insistente que en el resto. Sin ese tributo político, Przekrój no hubiera sido posible, sólo alguna revista como Ogoniok, con sus poetas, dibujantes y chistes... pero a la polaca. El relato de Andrzej Klominek, empleado de Przekrój bajo la dirección de Eile, será todo un manjar para los amantes de los libros de recuerdos. En su mayoría son sucesos, anécdotas, confesiones personales. Bueno, y algo de historia, que se interrumpe con los infames sucesos de 1968, cuando Eile se vio obligado a dejar la redacción. Lo único que no entiendo es qué pasa con la distribución, porque no veo el libro en las librerías. El ejemplar que tengo se lo he pedido al autor.
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