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sábado, 2 de agosto de 2014

YO, HACE SIGLOS (una crónica de António Lobo Antunes)


Me sentaba en el suelo y oía la tierra, los grillos que cosían el silencio zurciendo piedras y sombras, zurciendo las nubes contra el tejado de la casa y la voz de mi abuela en una de las habitaciones de arriba, de modo que en cuanto los grillos se callaban todo estaba bien, las cosas en armonía unas con otras, mi respiración con ellas y entonces cerré los ojos y por un momento sin tiempo fui feliz. Al abrir los ojos comenzaron los olores: el de septiembre a través de las vides, el de los bueyes de regreso desde más allá del pinar, el de una piedra de mica que apretaba en la mano, el perfil de la sierra dibujado a lápiz en el límite de las copas. Y el de mi cuerpo también, un olor inacabado de niño, gestos inacabados, manos que intentaban aprender el contorno de una naranja y los poros de la arcilla. El olor tan diferente, incomprensible, de los muertos, con fosas nasales enormes en la almohada del ataúd, el ramito de olivo con agua bendita con el cual se dibujaban señales de la cruz sobre el difunto. Después, con lentitud, se cerraba una tapa

-¿Dónde está la nariz?

y el cementerio se llenaba de hierbas y de losas. Tapaban el ataúd con una veneración de flores y el misterio comenzaba. ¿Adónde fue? ¿Dónde se encuentra? Por debajo de las hojas sólo raíces, bichos menudos, un agua áspera que helaba, los huesos del perro pero no juntos, con un musgo de tinieblas. ¿En qué lugar

decidme

ladraría ahora? Me parecía oírlo por la noche, junto a las hierbas, un sonido breve desatento conmigo que escapaba hacia la estación de tren si lo llamaba. De manera que tenía la esperanza de que, así quieto, lo vería entrar en la habitación husmeando sombras, entreteniéndose contra los muebles, ovillándose por fin en los flecos de la alfombra, la piel de las costillas hacia abajo y hacia arriba, exhausto.

No preguntaba nada porque sentía que ninguna respuesta correspondía a la pregunta, que las personas se distraían

-¿Qué?

con el reloj de péndulo que dilataba el asombro. El corazón de cada una de ellas un reloj de péndulo también, extraños mecanismos pausados de los que estaban hechos, palabras que pasaban a donde mi cabeza no llegaba, rápidas, complicadas, duras. Todo palabras. Adultos hechos de palabras, bocas que modelaban sonidos perfectos, inútiles. Y yo a mí

-¿Quiénes son éstos?

estas camisas, estos vestidos, estas gafas sesudas que de vez en cuando se inclinaban

-¿El niño no come?

antes de regresar a sus extrañas frases.

En la loza de mi plato un elefante saltaba a la comba, en el cristal de mi vaso una abeja con los ojos pintados y el elefante y la abeja me confirmaban

-No eres mayor

me confirmaban

-Nunca serás mayor

hasta que la sopa sumergía al elefante y la leche volvía a la abeja menos nítida, un insecto inservible que no me acusaba. Mis pies no llegaban al suelo, mi mentón a la altura del mantel; gafas más distantes, mayores, tosían con autoridad en la cabecera

-Come

gafas que, si yo fuese los grillos, zurciría párpado a párpado hasta dejarlos ciegos frente a mí y que observasen sólo a los demás. Al quitarse las gafas la cara de mi abuelo se quedaba desnuda, con las marcas de las plaquetas que le enrojecían la piel. La arruga del sombrero no desaparecía nunca, lo dividía en dos mitades, la superior sólo pelo, la inferior boca, manos, servilleta, un pedazo de pan que desaparecía en las encías, pausado, importantísimo. El pan que yo comía sin importancia alguna, pan y nada más que pan. Se plegaba en la lengua, se ablandaba. El castaño saludaba a la ventana y nadie más lo veía. La lámpara encendida no brillaba en el techo, brillaba en los tenedores, en los frascos de medicina de los adultos, en la Última Cena en relieve de la pared, a la que las campanas, los domingos, le otorgaban una profundidad de pasillo sagrado. A las nueve me mandaban acostar y sus conversaciones, en la sala, ampliaban el mundo. El gallo, atolondrado, cantaba a deshoras, inventando un horizonte a partir del gallinero. ¡Todo tan despacioso, tan espeso ! Ramas, el autobús en la carretera, una fruta que no paraba de caer. Después me dormía y los años aprovechaban para atropellarse unos a otros: habría de despertarme viejísimo, con unas gafas sólo mías, para ordenar

-Come

¿a quién? No había nadie a quien yo pudiera darle órdenes. Así que me dije a mí mismo

-Come

y me admiró no convertirme en adulto. Durante siglos no me convertí en adulto. Después no sé qué sucedió y me quedé de este modo, como ahora. Pero eso ocurriría una vez transcurridas muchas semanas, tantas que no sé decir si ocurrió en realidad. Creo que no: si me quedo quieto allí están los grillos cosiendo el silencio, zurciendo las nubes contra el tejado de la casa, por un momento sin tiempo soy feliz.

Me hago señas en el espejo

-Adiós, buen hombre

y, apretando una piedra de mica en la mano, me alegran los bueyes de regreso desde más allá del pinar.

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