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lunes, 4 de agosto de 2014

FELIZ AÑO NUEVO, SEÑOR ANTUNES (una crónica de António obo Antunes)


Ahora, que es de noche, el ruido incesante de los coches en la autopista. ¿Hacia dónde van? Una infinidad de luces amarillas, faros distantes, casas reducidas a sombras, con las ventanas iluminadas pendientes del vacío, puntitos rojos parpadeando en lo alto de una loma, y es gracioso porque no hay loma, sólo hay puntitos. Allí están ellos, eternos, como esta noche eterna en que aumenta el ruido de los coches. En la Beira oigo a los animales de la tierra, minúsculos, pertinaces. Mi editor francés, Christian Bourgois, está enfermo de cáncer. Me pidió que lo visitase y estuve una semana con él, en París. Sufría mucho, no podía tragar, casi no podía andar, hablaba con dificultad y ni una queja siquiera. Flaco, con la cabeza rapada. Ni una queja. Le dije a su mujer

-Tu marido tiene mucho valor

me respondió

-No es valor, es elegancia

y comprendí que el valor es la forma suprema de la elegancia. Debo de haber comprendido bien, creo, porque cuando un amigo, en Oporto, dijo que a mí me gustaba la gente humilde, refiriéndose a los soldados que estuvieron conmigo en la guerra y vinieron para verme, le respondí

-No son gente humilde, son príncipes

y son auténticos príncipes porque eran valientes. También sin una queja. Cuando fuimos al Este, la última camioneta de la columna llevaba la caja cerrada. Fuimos a ver qué había, levantando la lona: transportaba nuestros ataúdes. Así, a hurtadillas, sin elegancia alguna. Nuestros ataúdes. Como estaban destinados a príncipes eran ataúdes baratos. Les ponían una corbata y una chaqueta a los muchachos y los metían bajo tierra para que hablasen de la Patria con las orugas. Christian bebía un sorbo de sopa de un cuenco, apartaba el cuenco

-No puedo

y se quedaba largo rato intentando recobrar el aliento. El ruido incesante de los coches en la autopista. Una infinidad de luces amarillas. Y yo acordándome de aquel borracho que gritaba

-Ay, vida, no me mereces.

Si al menos hubiese un intermedio de silencio y, en el intermedio de silencio, en cualquier punto de la oscuridad, una risa. Una risa al menos, aunque fuese del tamaño del sorbo de sopa de Christian. Pero una risa. Esta historia de los ataúdes se me grabó con tanta fuerza que a veces, frente a un semáforo en rojo, me parecía que el último automóvil de la fila, que intentaba descubrir en el espejo retrovisor, los llevaba. Aún hoy no estoy seguro de que no los lleve en realidad.

Qué gracioso: da la impresión de que en lugar de escribir voy hablando a la deriva: aferro cualquier sombra a mi alcance, según viene, y la pongo aquí. Ahora, por ejemplo, veo el pozo de la casa de mis padres, que mandaron tapar con miedo a que nos cayésemos dentro. Al principio, recuerdo, tenía sólo una reja: observaba y, en el fondo, veía mi reflejo estremeciéndose y el cielo por detrás. Creo que fue la primera vez, al reparar en mí fuera de un espejo, que me convencí de que existía más allá de la familia, individual, único. Que tenía que construirme a mí mismo, sin ayuda. Y comencé a negarme, sistemáticamente, a que los demás me moldeasen: esto entre tropiezos, debilidades, miedos, los perros de toda clase que se abalanzan de repente en el camino. Las últimas palabras que Christian Bourgois me dijo, al marcharme, fueron

-No te preocupes por mí

y se quedó mirando la sopa en el cuenco. Antes habían sido

-No creo en el alma, no creo en otra vida, no creo en Dios.

A la salida de su casa el gran espacio de los Invalides, aquellos árboles bien educados, aquella grandeza sin misterios. Y mis pasos, solo, por la Rue Vaneau, hasta la casa donde vivía André Gide, con la placa en la fachada. La impresión de divisarlo a través de la ventana, con sus sombreros inverosímiles. La pequeña taberna donde almorzaba a veces, atento a las apuestas de las carreras de caballos, la señora gorda y coja que me servía el plato. Mujeres que se asemejaban a pájaros, viejos frioleros. El hotel, antiguo, con las tablas gimiendo bajo mis pies. Tantas horas escribiendo en la habitación de la quinta planta donde me quedo siempre, con el televisor, sin sonido, que me hace compañía. El pintor José David mostrándome sus cuadros: la lengua le salía por el medio del bigote y humedecía el papel del cigarrillo de un extremo al otro, como si tocase la gaita gallega.

-No te preocupes por mí

y las gafas sobre el cuenco. Qué desesperada, amigos, puede ser la elegancia. Nunca levantéis la lona de una camioneta para no dar de bruces con vuestro ataúd.

Casas reducidas a sombras, ventanas iluminadas pendientes del vacío. Al abandonar el edificio de Bourgois, en la Rue de Tayllerand, miré hacia arriba y todo estaba apagado: ¿habría dejado de existir cuando entré en el ascensor? Prometí volver en enero o, mejor dicho, me pidió que volviese en enero: ¿aún seremos los mismos? ¿La placa de Gide seguirá fija en su fachada? Con mi editora italiana, Inge Feltrinelli, bailamos en más de una ocasión el Singing in the Rain en la calle: yo era un Gene Kelly mediocre, ella una Cyd Charisse estupenda. Además, ha hecho unas fotografías formidables de escritores: hay una de Hemingway durmiendo el sueño de los justos en el suelo de su sala. Otra de Gary Cooper, gordo como un coche, empuñando un vaso. (Éste no escribía, que yo sepa, pero para el caso da lo mismo). Y Moravia. Y Ginsberg con su amante. Bailábamos y cantábamos. E imité a Groucho Marx. Y Louis Armstrong. Y Tony Benett. Hasta un taxi se paró a aplaudir. Bajando de Montmartre, de la casa de Dalí, donde ahora vive Valerio Adami. Vuelvo en enero de 2005: feliz año nuevo, señor Antunes. ¿Hacia dónde van los coches de la autopista, dígame? Lo sé: van en columna hacia el este de Angola con un grupo de príncipes dentro: Boaventura, Alves, Licínio, Matosinhos: aún seguimos nosotros por aquí, los ataúdes no nos han pillado, no clavaron en ellos la medalla con el número mecanografiado y el grupo sanguíneo que llevábamos al cuello. Tantos cabellos canosos, qué extraño: nos disfrazaron de señores pero, en el fondo, ninguno de nosotros ha cambiado. No te preocupes por mí, exigió Christian, con un olfato tan certero para descubrir talentos. Tranquilo, que no me preocupo: cuando no haya más coches en la autopista me levanto y me voy a la cama. Sin mirarme al espejo, claro, porque en el espejo está Gene Kelly bailando. Y Groucho Marx revirando los ojos. Y los labios, magullados por la trompeta, de Louis Armstrong. Y Tony Benett arrancando con la orquesta: a todos vosotros, que me hicisteis feliz, que Dios Nuestro Señor os dé salud y buena suerte. Y me quedo aquí levantando a escondidas, con miedo, sin elegancia alguna, la lona de la última camioneta.

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