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jueves, 14 de agosto de 2014

28-12-2003 (una crónica de António Lobo Antunes)


Un día algo gris, con nubes feas, como si lo hubiésemos fotografiado con el dedo en la lente, y yo sentado aquí, comenzando esta crónica. Ahora hay un hilo de luz, tiemblan las hierbas del balcón. Ventanas vacías, sombras geométricas en las casas. Ropa colgada. Las personas viven así. ¿Por qué viven así? Todo tan quieto, una vieja sube una persiana, da la impresión de que me mira sin verme, desaparece en el interior de la casa. Viven así, encajan, en el asiento trasero, sillitas para sus hijos: no parecen alegres. Están de vuelta por la noche, los alzan de las sillitas con muy poca paciencia. Un muchacho pasea a un perro, se detiene frente a un escaparate, rascándose. El perro aprovecha para rascarse también, se rascan de la misma manera, uno y otro, deben de haber discutido entre ellos sobre cómo se hace, comparando técnicas, hasta llegar a una conclusión

-Es así

y una vez que se ha rascado el muchacho enciende un cigarrillo. Para mi sorpresa el perro no fuma, interesado en un neumático al que el muchacho no presta atención. No lo huele solamente: lo rodea, lo pondera, se demora pensando, da la impresión de que hay muchos neumáticos importantes en su pasado. El muchacho abandona el escaparate y mira el cielo con expresión de duda: ¿lloverá, no lloverá? Lleva zapatillas y una gorra. Hace quince o dieciséis años, a lo sumo, lo sentaban en una sillita en el asiento trasero. La sillita debe de estar todavía al fondo del garaje donde se acumulan cajas, una bicicleta oxidada, trastos viejos. La sombrilla de la playa, descolorida, con una de las varillas suelta. Las hierbas del balcón, que nadie ha sembrado, siguen temblando. Casi todos los perros tienen un aire de preocupación, parece que no han logrado resolver el problema de las damas

(las blancas juegan y ganan)

del periódico: allí van ellos, a través de los días, con su disgusto. La vieja de la persiana aparece con una plancha en la mano. Conocí en el hospital, hace mucho tiempo, a un hombre que mató a su mujer con un plancha parecida. Creía que ella se acostaba con otros. El hombre era un policía jubilado. Medio inválido, la mujer medio inválida también. Al referirse a ella decía

-Esa puta

y mostraba los dientes con expresión de odio. No sabía el día de la semana, no sabía dónde estaba. Sabía que su mujer era

-Esa puta

y no le hacía falta ninguna noción más. No le impusieron ninguna condena: la diabetes lo condenó a una trombosis y el tipo comenzó a tener dos mitades diferentes que no se ajustaban bien, un ojito medio vivo, un ojo apagado. Después se apagó también el ojito medio vivo y la cama quedó vacía. Cuando me apague yo, no me pongáis ninguna estilográfica en el bolsillo, no me hace falta: escribiré con el dedo.

Ventanas vacías, sombras geométricas en las casas, antenas parabólicas. El jefe de la Pide en Gago Coutinho, Angola, radioaficionado, tenía una. Aleccionaba a los prisioneros metiéndoles la picana eléctrica en las partes naturales, que era su forma de convencer a las personas de que tenía razón. La esposa, una española, se divertía colaborando en estos raciocinios. El muchacho del perro desapareció rascándose, el neumático sigue allí. ¿Qué habrá de especial en esa rueda, según los criterios del animal? Todo tan quieto. Un palacete a la derecha, con una palmera, grúas a lo lejos. ¿Por qué se vive así? El policía esperó en la cocina a que su mujer volviese de las compras, las pobres cosas de la bolsa se desparramaron por el suelo. El jefe de la Pide, gordo, me invitaba a cenar. Me trataba de señor oficial, alardeaba de las sutilezas culinarias de su esposa, que no era gorda como él, era delgaducha, con una boca sin labios. El único momento en que me habló del general Franco se santiguó llevada por la devoción y se besó el pulgar. Una señora respetuosa, creyente. ¿Qué tendría que ver Dios con el pulgar? Menos nubes feas ahora, la grúa comenzó a moverse, pero en realidad estoy pensando en la tierra color ladrillo de África. El enfermero negro en su casa con columnas. Señor Jonatão. Noches sin fin, con el motor a gasóleo de la electricidad en funcionamiento. Y mi compadre António Miúdo Catolo riéndose en un talud. Sus dientes blanquísimos. Euá, señora de las posibilidades, danos aguardiente de palma, que no moriremos nunca.

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