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lunes, 4 de agosto de 2014

GRAN BORGES (una crónica de António Lobo Antunes)


Nunca he coleccionado nada, nunca he juntado papeles, nunca he guardado manuscritos: vivo del viento. No tengo tarjeta multibanco, ni tarjeta oro, ni tarjeta de visita: llevo el dinero en el bolsillo como los comerciantes de ganado y los camellos de la droga. No me importa lo que visto ni lo que como, nunca he bebido, no voy a cenas, y debo de ser aburridísimo porque no me aburro. De niño jugaba casi siempre solo: sigo jugando solo dentro de mi cabeza, observando las cosas que se hacen y deshacen continuamente en ella. No formo parte de ninguna asociación, de ningún movimiento, de ninguna cofradía, de ningún partido. Casi no hablo y, en rigor, casi no oigo. Me gustan algunas personas, algunos lugares, algunos libros. No odio a nadie, no envidio a nadie: no porque sea un buen chico sino porque no tengo tiempo. Escribir es un acto que raramente asocio al placer y que, no obstante, me lleva la mayor parte de las horas: desconozco por qué soy un hombre que junta palabritas y las coloca unas tras otras con una furiosa y mansa paciencia obstinada. Y ya no tengo nada más que decir a mi respecto.

Todo lo que he dicho antes es verdad y, no obstante, no soy para nada así. ¿Qué seré entonces? Para mí mismo, principalmente una sorpresa. Contemplo las cosas asombrado. Me conmuevo escondiéndome todo dentro de mí, calladito, y a veces por una pequeñez. Junto al sitio donde escribo mis libros he descubierto a un amigo: un viejo borracho, sin trabajo, que parece moverse como si anduviese bajo el agua, silencioso y lento. Cuando viene a la superficie sus gestos flotan. Sus ojos también, navegando en el frasco de líquido amarillo de su cara, ora más arriba, ora más abajo, burlones al azar. Habla con una voz de burbujitas de acuario, cada burbujita una sílaba: allí van surgiendo unas tras otras hasta formar una especie de frase. Cuando se calla las junto, las pongo en orden y esta vez era

-He dejado de echar vino al gaznate

y apenas se sostenía en sus piernas. Usa el pelo hasta los hombros, a la antigua, no exactamente pelo, un himno a la caspa y a la grasa. Y una corbata que se asemeja a una corbata de ahorcado. Más burbujitas: espero que acabe para ordenarlas. Mientras las ordeno él espera, pidiendo auxilio a una pared y a un automóvil estacionado para mantenerse de pie. Las burbujitas

-¿Necas aquí no hay para ayuda una?

les cambio el orden, pruebo con ésta aquí, la otra más adelante, y resulta

-¿No hay aquí una ayuda para Necas?

frotándose con el índice y el pulgar y con uno de los ojos del frasco en un guiño cómplice. El ojo que queda, desinteresado de nosotros, sigue a una mulata que alquiló una habitación en el edificio con azulejos en la fachada y que tiene los cabellos desgreñados y nalgas de alcatraz. Un acceso de burbujas la persigue

-Guapetona

mientras la mulata surca el asfalto con una majestad de petrolero zarpando del puerto. Al desaparecer, el ojo que se dedicaba a la mulata se apaga de tristeza, sin trabajo. Ni cuando le entrego una moneda se anima, hundido en el fondo del frasco con una orfandad sin remedio. ¿Amarrará la corbata a una rama de tipa, a una viga? No: echa el himno a la caspa hacia atrás, con la manita incierta, lanza burbujas hacia una barra de taberna cercana

-Una copita para mí y otra para el señor

un individuo vestido con un mono, allí dentro, lo apoya

-Gran Borges

junto con dos compañeros con un cigarrillo en la boca, uno de ellos, que hojea con asco un periódico deportivo, concluye sentando cátedra

-Estos tipos no juegan nada bien

cierra el periódico con una palmada rencorosa y busca consuelo en el vermú. Coge la copa con el meñique estirado, pues le quedan unos restos de elegancia que no llega a empañarse porque se rasque las partes con la mano libre. El gran Borges me informa, mediante las burbujas

-Piojos tío a aquel tiene no acerque se que

o sea

-No se acerque a aquel tío que tiene piojos

la mano que se dedicaba a rascarse las partes extiende el dedo de en medio y encoge las falanges a derecha e izquierda de ese dedo, manteniendo la elegancia del meñique estirado del vermú, me quedo pensando cuál de sus dos manos será la más sincera, gran Borges, a quien el vino le ha devuelto energía, promete

-Te queda tal peste en los dedos que te pasas ocho días escupiendo

Yacutin

se aparta solemne atrayéndome por el brazo

-A ver si se vuelve un bruto como estos paletos, señor

y tres pasos después me olvida dedicado a acechar el fondo de la calle en el afán del regreso de la mulata. No él solo, claro: acechamos ambos el fondo de la calle en el afán del regreso de la mulata, que además de los cabellos desgreñados y de las nalgas de alcatraz se adorna con pendientes que son círculos de cobre del tamaño de platos soperos. Lamentablemente, en lugar de la mulata aparece una mujer con un bastón solo, remando en la acera una vez a la izquierda y otra vez a la derecha como los gondoleros. El gran Borges se pone a pensar y concluye

-Ha envejecido muy pronto la mulata

se instala en la acera, derrotado, y yo he dejado de existir. Allí está él en medio de las palomas y de los cubos de basura, con la nariz sobre el pecho, resollando. Duerme donde le pilla el sueño: en un escalón, en el umbral de una casa, a la sombra de una camioneta cualquiera. Tal como yo no tiene tarjeta multibanco, ni tarjeta oro, ni tarjetas de visita. Tal como yo no guarda manuscritos ni va a cenas. Tal como yo no forma parte de ninguna asociación, de ningún movimiento, de ninguna cofradía, de ningún partido. Por tanto, si me hiciese el favor de moverse un poquito hacia allá podríamos dormir juntos.

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