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jueves, 14 de agosto de 2014

¡! (una crónica de António Lobo Antunes)


La Praia das Maçãs de nuevo, la casa de mis padres de nuevo. Todos los años me prometo a mí mismo

-Éste es el último

y no sé, sinceramente, qué me hace volver. ¿Qué echo de menos? Nunca me he sentido especialmente feliz aquí, las personas de las familias con las que se trataba mi familia no me interesan, estoy escribiendo un libro y me paso los días en la habitación, por la noche la neblina se disipa dentro de mí y me entristece: ¿qué me hará volver? Mis hermanos, que me gustan mucho, la luz, que me gusta también, y no es eso, Dios mío, no es eso. ¿Mi infancia? El niño que dejé de ser se convirtió en un antepasado y, en cierta medida, en una criatura enigmática, distante, de la cual soy hijo o nieto, de la cual conservo unos rasgos: el orgullo, la paciencia, la soledad. La sonrisa, tal vez. Ya de niño se me antojaba extraño haber nacido de mis padres: heredé poca cosa de ellos, creo yo, cualidades, defectos, parecidos físicos. La violenta inseguridad de mi padre y la aspereza de mi madre me impacientaban: tuve que construirme solo, no contra ellos sino de espaldas a ellos, y creo que me vino bien: me hizo libre. Les estoy agradecido porque no me dieron nada, a no ser la materia con la que me modelé. Pensándolo mejor, creo que heredé su austeridad, su desprendimiento. No me resulta difícil marcharme, en cualquier momento, sea a donde sea, sin necesitar maleta. Lo que me hace falta cabe, literalmente, en los bolsillos de los pantalones. ¿Por qué vuelvo entonces a Praia das Maçãs? Tuve momentos duros aquí, los fines de semana de invierno, con Zezinha y Joana cuando eran pequeñas. No voy a hablar de eso. Tuve momentos buenos, claro: novias, partidos de hockey sobre patines, la alegría, difícil de explicar, de los goles, el día de mis dieciocho años, dos meses antes de la muerte de mi abuelito, que trajo la botella de oporto de su abuelo, de Belém do Pará, con el nombre en la etiqueta, Bernardo António Antunes, guardada durante mucho más de un siglo

-Para que nos la bebamos cuando seas mayor

y que al final, para su terrible disgusto, estaba estropeado. El abuelo de Belém do Pará era el abuelo vizconde, como le decíamos todos, un miñoto al que embarcaron hacia Brasil siendo todavía un chiquillo, acabó haciéndose rico en el Amazonas, y había recibido ese título del rey don Luis. Llevo su anillo en el dedo: soy el heredero de nada, porque las fortunas de la Amazonia se esfumaron con el caucho de Singapur. Sospecho que el rey don Luis no le dio el título: se lo vendió. Pobre abuelo vizconde, al que no he visto siquiera en una foto. He visto fotos de mi abuelo, pequeñito, en Belém. Del vizconde nanay, salvo este anillo, claro, y una botella de oporto irrecuperable. Tomamos una copa heroica, entre estilográficas. Pero aquí no viene eso a cuento; sí viene a cuento la Praia das Maçãs y yo. Si me preguntasen

-¿Te gusta la Praia das Maçãs?

vacilaría. Y no obstante, me doy cuenta, se repite en mis libros. Como Nelas, pueblo muy querido, al que vuelvo siempre que puedo. ¿Si me gusta la Praia das Maçãs? No tengo nada en común con las personas que veranean aquí, ni las saludo siquiera

(-António es tan malcriado)

porque no las veo, si las viese no tendría paciencia, veo los pinos, el mar

(con ellos tengo paciencia)

los habitantes de esta tierra que me conocen desde siempre

(con ellos tengo paciencia)

ando un poco a pie, por ahí, al azar, en una pausa del libro, paso por la casa de mi tía Bia como si ella no se hubiese muerto, me apetece entrar en la sala, sentir que estamos juntos, los dos en silencio frente al televisor apagado. No la he olvidado, tía, no voy a olvidarla. ¿Qué más? En mi familia no somos especialmente divertidos ni habladores, una implacable discreción cubre el afecto, no se hacen preguntas personales, no se comenta la vida de nadie. Qué gracioso: duermo en mi cama de adolescente, no duermo ni mejor ni peor que en cualquier otra cama y, en general, nunca me acuerdo de los sueños. ¿Qué me hará volver? Creo que vuelvo por mis hermanos. Por cierto mirlo en el pinar. Por el olor que despiden las olas. Por esa criatura de la que soy hijo o nieto y a quien, a ése sí, le debo lo que soy. Para que el aire de la playa le dé un buen color. Para reencontrar sus aspiraciones confusas, la fiebre de sus entusiasmos, sus ingenuas certidumbres. Allí está él contando las olas, midiendo versos con los dedos, poemas que consideraba buenos y no valían un pimiento. Después se daba cuenta de que no eran buenos y volvía a empezar. Tenía una fe en sí mismo que me confunde y, en cierto modo, me conmueve. Qué digo en cierto modo, me conmueve de verdad. Me acuerdo de que él pensaba

-Aunque me deje la piel en esto, lo conseguiré

y se dejó la piel en esto: se convirtió en mí. ¿Mereció la pena? Me acuerdo de que él pensaba

-No escribir es estar muerto

y hasta en la guerra, todos los días, siguió escribiendo. Creo que vuelvo, en definitiva, por mis hermanos, por él y por mí. No se me escapó, ha sido a propósito: vuelvo por mí también. Por el hombre que soy ahora. Con la profunda humildad que surge, inevitablemente, del orgullo, ese orgullo que mencioné al principio. Ahora que mi padre ya no está, lo veo leyendo bajo una copa. Veo leyendo a mi madre. Oigo al mirlo. Aún sacan la mesa de ping-pong del garaje. Pedro enciende un puro. Los ojos azules de Miguel, los más azules de todos nosotros. Las nubes de Sintra. Yo pedaleando en Tomadia. Es curioso: me cuesta marcharme. Siento que me aburro y me cuesta marcharme. La correspondencia más breve que existe fue la que se entabló entre Víctor Hugo y sus editores. Había enviado Los miserables, los editores no le hicieron ningún caso y Víctor les preguntó, en una hoja de papel:

¿?

Tiempo después llegó la carta esperada. Decía:

¡!

y se acabó la correspondencia. De modo que si me preguntasen

-¿Te gusta la Praia das Maçãs?

sería capaz de responder así:

¡!

Sólo que desconozco el sonido que corresponde a los signos de exclamación. ¿Cuál será?

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