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jueves, 14 de agosto de 2014

EL BUEN AFILIADO (una crónica de António Lobo Antunes)


Cuando era un niño, en el colegio, nos obligaban a algo llamado Mocidade Portuguesa, que incluía uniforme, marchas, discursos patrióticos y estupideces de esa clase. Nos llamaban "afiliados", y había un librito, u opúsculo, o folleto, con el dibujo de un ahijado feliz, con el brazo en alto, al estilo nazi

(la Mocidade Portuguesa incluía saludos con el brazo en alto, al estilo nazi)

y, junto al afiliado feliz, las palabras "Mandamientos del buen afiliado". Diez, claro. Como los de la Biblia. Me acuerdo del séptimo, "El buen afiliado es aplomado, limpio y puntual", pero mis problemas residían en el primero, que aún hoy me asombra. Rezaba así: "El buen afiliado se educa a sí mismo a través de sucesivas victorias de la voluntad", y yo me quedaba repitiendo aquello con un esfuerzo de comprensión que me quemaba las neuronas, sólo parecido a la perplejidad que el sacerdote introducía en mi mollera al proponer

-Meditemos ahora en la Pasión del Señor

se inclinaba, con los ojos cerrados, meditando, y yo me sentía el peor de los imbéciles porque no era capaz de meditar en nada y, mucho menos, en la pasión, fuera de quien fuese. Y yo me inclinaba, yo cerraba los ojos, pero la meditación no venía. Venían el sueño, el aburrimiento, la imagen de una chica con trenzas, pero meditaciones nanay de la China. Allí estaba el Señor en la cruz, por detrás del cura, todo sangre, todo corona de espinos, todo sufrimiento, acribilladísimo por los clavos, y lo que una pobre alma de seis años podía compartir con Dios era su incomprensión y su tedio. ¿Para qué tanta oscuridad, tanto drama, tanta tristeza, cuál era la intención de endilgarme horrores de castillo fantasma, cuál era el motivo de que me impidieran la alegría y la esperanza? Tenía frío, tenía sueño, tenía miedo. El diablo, con llamas y tridente, me alarmaba. Y, para colmo, debía tomarme toda la sopa para que el Señor no llorase: que el Señor derramase lágrimas por un caldo verde excedía mi entendimiento. Y ¿cómo podía amar a un Dios paradójico que, terrible en los castigos, enviaba pestes y mataba a primogénitos, que unía, a estas características de asesino en serie, llantos convulsivos de dolor si yo osaba rechazar la sopa? A la Mocidade Portuguesa le pareció estupendo añadir, a esta perplejidad, aquel primer mandamiento vigoroso y tremendo: "El buen afiliado se educa a sí mismo a través de sucesivas victorias de la voluntad", yo que trastabillaba con el educarme a mí mismo y, más aún, con las sucesivas victorias de la voluntad. ¿Qué debía hacer para educarme a mí mismo? ¿Cómo diantre se consiguen sucesivas victorias de la voluntad? ¿Qué son victorias? ¿Qué es voluntad? Decidí comenzar por lo de aplomado, limpio y puntual, que se me antojó más fácil. Con algún esfuerzo lograba ser limpio y puntual, aplomado lo encontré en el diccionario, todas cosas, por otra parte, con las que el buen afiliado se encontraba en sintonía con el Señor, al que me imaginé, por tanto, de uniforme, con el brazo en alto al estilo nazi. Tal vez el Señor fuese aquel viejo de treinta o cuarenta años, que dirigía la Mocidade Portuguesa, que nos vigilaba, en el centro del patio de recreo del colegio, con ojitos severos, los pies en escuadra, marcial, duro, que se había educado a sí mismo, limpio, puntual, aplomadísimo, con sucesivas victorias de la voluntad en su haber. Tal vez el Señor fuese aquel viejo o, mejor dicho, el Señor era aquel viejo. El grano en la barbilla disminuía un poco su majestad, sobre todo porque no paraba de rascarse, pero nadie es perfecto y yo aceptaba el acné divino con alguna dificultad, aunque con comprensión. Aceptaba el acné divino, aceptaba la uña del meñique atormentándolo, aceptaba el tic que le arrugaba la mejilla, y me alegraba que no hubiera sopa en los alrededores para no estimular sus lágrimas, puesto que me horrorizaba la hipótesis de que el Señor se echase a llorar delante de los afiliados, en pelotones impecables, confesando

-No soy aplomado, limpio y puntual

admitiendo

-No me educo a mí mismo a través de sucesivas victorias de la voluntad

inclinándose, con los ojos cerrados, en una meditación larga, sin enviar pestes ni matar a primogénitos, mientras nosotros, los afiliados, los buenos afiliados, de uniforme, gorra, cinturón, todos aquellos petates, marchábamos delante de él, en el patio del colegio, con un tambor y una corneta al frente, el brazo en alto en un saludo viril, nosotros, los afiliados felices, que recitábamos los Mandamientos a coro, tan limpios, tan puntuales, tan aplomados, y trasponíamos el portón camino de la plaza de José Fontana, con su templete y su castañero, más allá de las palomas municipales que huían despavoridas a causa de nuestra determinación bélica.

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