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miércoles, 13 de agosto de 2014

EXPLICACIÓN A LOS PAISANOS (una crónica de António Lobo Antunes)


Estaba hablando por teléfono con el pintor Júlio Pomar y, después de decirnos cuánto nos echábamos de menos

(yo, tan huraño como soy, nunca distinguí entre la amistad y el amor)

nos pusimos a hablar de trabajo. Júlio es de las rarísimas personas a las que les confío lo que hago, porque existe entre nosotros, desde el primer momento, una complicidad absoluta que no necesita de palabras, un principio de vasos comunicantes que se ha convertido en un milagro de sintonía mental. Así que voy y le digo

-Nunca empiezo un libro antes de tener la certeza de que no seré capaz de escribirlo.

Y de inmediato, sin pausa alguna, Júlio va y responde

-¿Y cómo les explicamos esto a los paisanos?

Su frase

-¿Cómo les explicamos esto a los paisanos?

me ha quedado grabada. Tal vez se pueda explicar afirmando, por ejemplo, que la principal dificultad con el libro que estoy escribiendo consiste en que pensé demasiado en la novela, sin haber dejado espacio para que la novela se pensase a sí misma. Y, cuando uno piensa, piensa por fuera, mientras que cuando el libro se piensa a sí mismo

(y uno allí, vigilante)

se piensa por dentro. La obra es autónoma y no admite intromisiones del autor, por lo menos durante las dos o tres primeras versiones. Hay que sentir que estamos a un lado de la valla, que la mano atraviesa pero los ojos no, y no estamos seguros de dar en el blanco del papel. Y eso no debe preocupar porque, de cualquier manera, lo que no ha dado en el blanco de la página no merecía estar en ella. Es necesario comprender que no es importante entender lo que se hace, puesto que lo que se hace se entiende y articula y se basta de acuerdo con sus propias reglas, que no son las nuestras

(afortunadamente)

y nos necesita sólo como una especie de intermediarios entre dos instancias que se nos escapan y no nos hacen ni caso. Me siento a la mesa y me quedo esperando: es así como trabajo. Poco a poco una especie de ola o lo que sea se va apoderando de mí. Mi tarea consiste en quedarme quietito, aceptando esa ola o lo que sea. Y entonces llega la primera palabra. Llega la segunda. Una furia mansa se adueña de uno y la mano comienza a moverse desde ese lado invisible. Claro que a veces entra la cabeza, pero acaba saliendo así como entró. Los capítulos se van construyendo despacio, con una ciega sucesión inevitable. El material confluye, se junta, cambia de color, de textura, de dirección, toma forma, concierta, penosamente, sus varios elementos, a medida que la cabeza, que ya no entra en él, desarrolla una actividad paralela, siguiéndolo de lejos, como un perro de rebaño sin darle gran importancia a la voluntad de las ovejas pero, a pesar de todo, con una importancia que las ovejas sienten. Horacio llamaba a esto "un bello desorden precedido del furor poético". Lo que queda, en esas primeras versiones, es un magma: por debajo del magma está el libro. Y ahora sí, ven aquí, cabeza, y ayúdame a limpiar, a sacar el libro metido allí abajo, a secarlo, a sacudirlo, a darle forma. Y entonces píratelas, cabeza, otra vez, pero mantente al alcance de la mano, porque vas a serme útil. Quien inicia un trabajo sabiendo lo que va a hacer hace mal. Lo hace idéntico al anterior. Hace lo previsto. Hace lo que espera la pereza del lector. Escribir

(o pintar, o componer)

es ser zahorí. Caminar con la vara, buscando, hasta que la vara se inclina y anuncia

-Aquí

y entonces uno se detiene y cava. Y todo está, allí al fondo, esperando. Escribir

(o pintar, o componer)

consiste en llevar hacia arriba. Si cogemos lo que está arriba hacemos lo que se ve en las librerías y en las galerías, que presentan lo obvio. Lo obvio tiene éxito mientras el hoy es hoy. En cuanto el hoy es ayer se vuelve rancio. Las librerías venden libros rancios, las galerías exponen cuadros rancios. Claro que tranquiliza comprar cosas con fecha de caducidad. Claro que no son buenas, y eso, por extraño que parezca, es tranquilizador también. Si tenemos delante a Tolstói a la izquierda y el periódico a la derecha, comenzamos siempre por el periódico. El problema es que el periódico de la semana pasada es el periódico de la semana pasada y Tolstói el periódico de todas las semanas, de modo que el periódico de la semana pasada se tira y Tolstói queda. Ahora bien, Júlio, ¿cómo les explicamos esto a los paisanos? Esto no se explica: acabarán por entenderlo solos. Nelson, nuestro común editor, me decía en el último encuentro:

-Pero tú quieres que te lean.

Y yo, para mis adentros:

-Claro que es eso lo que quiero. Pero sólo según mis reglas.

Quiero que el lector esté conmigo. Que venga conmigo. Que sea zahorí también. Por eso rechazo antologías, colecciones, embajadas, grupos: prefiero estar solo, al azar en el campo, con mi vara. Ella ha de inclinarse, y mis lectores y yo con ella, mientras los otros discuten, allá arriba, disertando sobre los ayeres, alabándose, envidiándose. Es que, honestamente, sólo hay grupos donde hay flaquezas individuales.

-La novela portuguesa...

Qué novela portuguesa, o americana, o española. Dejaos de patrañas: sólo pueden llegar a ser buenos

(y nunca es seguro)

los libros que comienzan con la certeza de que no seremos capaces de escribirlos. Sólo esa lucha contra la resistencia del material, de las frases, de los colores, nos puede permitir, con alguna suerte pacientemente conquistada, entrar, aunque más no sea por un momento, en el corazón de la vida. Y sólo así el arte es, no sólo nuestra condenación, sino la única posibilidad de salvarnos, es decir, dejar que repose la cabeza en paz, cuando llegue la hora, sin vergüenza ni remordimiento. ¿Crees, Júlio, que les habremos explicado esto a los paisanos?

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