Elige un relato al azar

Ver una entrada al azar

viernes, 1 de agosto de 2014

EL LIBRO ESTABA ACABADO (Marcel Proust)

Una vez leída la última página, el libro estaba acabado. Había que frenar la loca carrera de los ojos y de la voz que los seguía en silencio, deteniéndose únicamente para volver a tomar aliento con un pro­fundo suspiro. Entonces, para conseguir con otros movimientos calmar los tumultos desencadenados en mí desde hacía tanto tiempo, me levantaba, me ponía a andar a lo largo de la cama, con los ojos todavía fijos en algún punto que en vano hubiéra­mos buscado dentro de la habitación o fuera de ella pues estaba situado a una distancia anímica, una de esas distancias que no se miden por metros o por le­guas, como las demás, y que es por otra parte im­posible confundir con ellas cuando se mira a los ojos «perdidos» de aquellos que están pensando «en otra cosa». Entonces, ¿qué es lo que pasaba? Aquel li­bro, ¿no significaba nada más? Aquellos seres a los que habíamos prestado más atención y ternura que a las personas de carne y hueso, no atreviéndonos nunca a confesar hasta qué punto los amábamos, e incluso cuando nuestros padres nos sorprendían le­yendo y parecían reírse de nuestra emoción, cerran­do el libro con una indiferencia afectada o un abu­rrimiento fingido; aquellas personas por las que habíamos temblado de emoción y sollozado, no vol­veríamos a verlas, no volveríamos a saber ya nada de ellas. El autor, desde hacía ya algunas páginas, en el cruel «Epílogo», había tomado buen cuidado en «distanciarlas» con una indiferencia inusitada en quien sabía con qué interés se les había seguido pa­so a paso hasta aquel momento. El empleo de cada hora de su vida nos había sido narrado. Y al final, súbitamente: «Veinte años después de estos aconte­cimientos podía encontrarse por las calles de Fougéres a un anciano todavía erguido, etc.» Y la boda en la que se habían empleado dos volúmenes para darnos a entrever su posibilidad deliciosa, alarmándonos y acto seguido regocijándonos ante cada obs­táculo que se interponía en su camino pero que des­pués era salvado, nos enteramos que había sido celebrada a través de una frase intrascendente de un personaje secundario, sin llegar a saber a ciencia cierta cuándo, en aquel asombroso epílogo es­crito al parecer desde las nubes por una persona in­diferente a nuestras pasiones anteriores que había suplantado al autor. Nos hubiera gustado tanto que el libro continuara y, en el caso de que esto fuera imposible, saber alguna cosa más de todos aquellos personajes, conocer algo de sus vidas, emplear la nuestra en cosas que no fuesen tan ajenas al amor que nos habían inspirado y cuyo objeto de pronto nos faltaba, no haber amado en vano, durante una hora, a unos seres que mañana no serían más que un nombre sobre una página olvidada, en un libro sin relación con la vida y sobre cuyo valor nos ha­bíamos equivocado completamente puesto que su función aquí en la tierra, ahora lo comprendíamos y nuestros padres nos lo hubieran hecho saber, si hu­biera sido preciso, con una frase desdeñosa, no era en absoluto, como habíamos creído, la de contener el universo y el destino, sino la de ocupar un lugar bastante limitado en la biblioteca del notario, entre los fastos anodinos del Diario de Modas Ilustrado y la Geografía de Eure-et Loir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario