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jueves, 14 de agosto de 2014

LLEGA UN MOMENTO (una crónica de António Lobo Antunes)


Y llega un momento en que se empieza a convivir con la muerte como si fuese una amistad antigua: alguien que anda por ahí, en una silla cualquiera, sin molestarnos, amable, casi simpática, mirándonos por encima de las gafas con una revista en las rodillas. Llega un momento en que la muerte es una persona de la familia, una pariente no muy cercana a la que se invita cuando hay un lugar libre en la mesa: la vemos, en el extremo del mantel, modesta, borrosa, comiendo con nosotros, sonriendo cuando nos reímos, asintiendo discretamente, marchándose antes que los demás

-No se molesten, no se molesten

y al llegar al ascensor ya no la encontramos, intentamos acordarnos de su nombre y lo hemos olvidado

-Lo tengo en la punta de la lengua

buscamos en el álbum y es aquella persona en la última fila de las fotos en grupo, medio borrada por el tiempo o con demasiada sombra en la cara, se distingue un trocito de blusa, el peinado compuesto, casi nada. Llega un momento en que la muerte comienza a convivir con nosotros, se vuelve diaria, íntima, existe en el espejo cuando nos afeitamos, en nuestros gestos, en la manera de meter la llave en la puerta, entrar en casa, encender la luz, el sofá y los muebles de repente allí y la muerte a nuestro lado, calladita, usando nuestro cuerpo, nuestra tos, nuestra voz, pesándonos por dentro

-Algo que comí a mediodía y me ha quedado aquí

llega un momento en que la muerte es el agua en un desagüe, el crujido de una cómoda, un adiós tras los cristales, allí arriba, en la ventana, una especie de noviembre que entristece las tardes, la sonrisa con la que se responde a las preguntas, los extraños, en la cafetería, tan distantes, una muchacha que nos atraviesa con la mirada, la vejez que llegó de repente

(-Ya soy viejo, qué curioso)

el azúcar en la sangre, las molestias del hígado, el colesterol, la bilirrubina, el alma, quién sabe por qué, abollada no sé dónde, latiendo al descubrir una chaqueta que no nos sirve en el armario, chaqueta que aún ayer

(o sea hace veinte años)

usábamos, llega un momento en que suena el timbre de la calle

(-¿Quién será?)

y nadie en el portero, nadie en el cuadradito donde aparece, en blanco y negro, la imagen en miniatura de quien toca, pensamos

-¿Quién será?

y entonces entendemos, buscamos un rinconcito del sillón

(no el sillón entero, un rinconcito)

por temor a que, a pesar de que no hay nadie, las tablas se curven bajo un peso, los flecos de la alfombra se enreden, parezcan oírse palabras y no haya palabra que valga, llega un momento en que la muerte ni

-hola

siquiera puesto que no nos decimos

-hola

a nosotros mismos, en vez de

-hola

anochece, nosotros ante el espejo cuando nos afeitamos y en el cristal no se ven más que azulejos, el estante con unos frascos que ya no vamos a utilizar y que tal vez quiera el marido de la asistenta, ayudándonos a ahorrar en la bolsa de plástico de la basura, llega un momento en que la muerte es esto bajo los párpados, estas arrugas, este cuello, recuerdos pequeñitos de repente importantísimos, memorias de las que se burlaría alguien que observase desde fuera y para nosotros tan dulces, llega un momento en que no gritamos, no protestamos, nos quedamos mudos, sumisos, esperando, suspendidos dentro de nosotros como cigüeñas con la pata levantada, llega un momento en que no hacemos ni una pregunta, no respondería ninguna voz si la hiciésemos, llega un momento en que me llamo António Lobo Antunes y llamarme António Lobo Antunes no tiene sentido, quién es ése, quién fue ése, escribía ¿no?, ¿qué escribía?, creció en una casa con una acacia, desapareció un día, no volvió, debe de andar por algún sitio, pero no interesa, llega un momento en que no llega nada, su cuerpo solamente, lo que fue su cuerpo, en un pasillo de hospital, camino de la sala de operaciones o algo así, tal vez tan cargado de sufrimiento que ni repara en el sufrimiento, no lo cojan de la mano, no conversen con él, déjenlo, en qué pensará, qué deseará, llega un momento, señoras y señores, en que la muerte no es una persona de la familia, la parienta aquella no muy cercana a la que se invita cuando hay un lugar libre en la mesa, llega un momento en que somos nosotros aquella parienta en el extremo del mantel, nosotros los que nos marchamos antes que los demás

-No se molesten, no se molesten

nosotros en la última fila de las fotos en grupo, borrados por el tiempo, con demasiada sombra en la cara, llega un momento en que no somos la cara, somos la sombra en la cara, llega un momento en que se acabó la cara, se acabó la sombra, llega un momento en que la casa queda vacía, un libro leído a medias, la estilográfica sobre la mesa, inútil, llega un momento en que el teléfono insiste, desesperado, en que los ojos se secan, llega un momento en que no hay momento, en que la bolsa de suero deja de gotear, en que el espanto no se transformó aún en disgusto, en que una cosa me sustituye, una cosa con ropa mía que se inmoviliza en una caja, llega un momento en que este sol se queda sin mí después de empujar al perro atropellado hacia el arcén de la carretera.

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