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miércoles, 9 de julio de 2014

LA SORPRESA DEL ROSCÓN (Elvira Lindo)

Con lo bien que estabas tú en Guinea, me dice mi madre. Y no es que quiera yo ser mal pensada, pero cuando tu madre una vez y otra y otra te dice, con lo bien que estabas tú en Guinea, qué es lo que piensas. Pues qué vas a pensar, que está deseando que te vuelvas a Guinea. Se lo dije así mismo el año pasado por estas fechas, le dije: “Pero qué coño con lo bien que estaba yo en Guinea. Mejor di, con lo bien que estabas tú cuando yo estaba en Guinea”. Con estas mismas palabras se lo dije. Y ella se puso a llorar y me dijo: “Hija mía, qué palabras más feas, decirle coño a tu madre, en tu casa no habrás oído tú que nadie te hable así, ¿dónde habrás aprendido tú a dirigirte a tu madre de esa manera?” Y le contesté: “En Guinea”. Y bueno, para qué más, un docudrama que montaron allí entre mi padre, mi madre, que me dije a mí misma, ya es que ni la Nochevieja quiero pasar en mi casa. De verdad que no me compensa. Mira, esa es una cosa que en Guinea no tenías que pensar, porque celebrabas allí esas noches con tus compañeras, con el padre Alfredo, que se bebía dos copas y enseguida estaba a ver lo que pillaba. Si yo he visto unas cosas...Pero lo bueno de estar en Guinea es que, realmente, no tenías que estar con la familia. Los llamabas por teléfono, mi madre se ponía a llorar: “Ay, hija mía, qué lejicos que estás, qué pena me da de tenerte allí en Guinea. Dios quiera que vuelvas pronto. Aquí tengo a tu hermano, a tus sobrinos, sólo me faltas tú”. Y a mí se me hacía un nudo en la garganta porque con la distancia se te agranda el amor hacia los tuyos. Qué me iba a imaginar yo que, después de tirarme quince años en Guinea, me vuelvo y me encuentro con los Monster. Eso de los Monster se lo puso Jose Mari, que a todo el mundo le sacaba su punta. A veces con gracia y otras sin ninguna. En eso de los Monster yo personalmente encontré que dio en el clavo.
Es que claro, vives quince años fuera y acabas idealizando a la familia. Pero vuelves y en dos días se te quita la venda. Ya te digo: los Monster. Ahora tampoco quiero caer en la cosa de idealizar Guinea, porque acabé de Guinea no te digo hasta dónde. Yo es que había idealizado mucho el tema de las misiones. Ya ves tú, con veinte años que me fui. Y mi madre llorando (si no es por una cosa es por otra): “Ay, hija mía, qué miedo me da que te vayas a Guinea con tanto negro”. Pero ahora me doy cuenta que mientras me decía eso me estaba haciendo la maleta. Es que con los años la he ido pillando el truco. Y no es que me hartara de Guinea porque me fuera allí mal, no, pero oye, hasta las misiones tienen un límite. En quince años digo yo que una ya se habrá ganado el cielo. Además que por dentro me notaba que en el fondo en el fondo yo tenía más marchilla que para pasarme allí la vida tocando la guitarra en misa para que los niños cantaran “El cóndor pasa”. Que por cierto fui y le dije a la superiora (que era chilena): “No es muy normal, me parece a mí, que tengamos aquí a unos niños guineanos cantando el Cóndor pasa y el Cumbayá, tal vez deberíamos adecuar nuestro repertorio al entorno socio-cultural en el que viven”. Y no veas cómo se puso la tía, me dijo que si yo tenía algo en contra de las culturas indígenas de América Latina, que si lo que pretendía es que les enseñarámos canciones de los colonizadores españoles. A partir de ese momento, me dije, sigue con el cóndor y no te metas en líos. Quiero decir con esto que entre nosotras también había sus tensiones. Pero en general, digamos que si le tuviera que poner nota del uno al diez a Guinea, le pondría un siete y medio. Un siete con setenta y cinco.
Pero digo que yo me notaba que me faltaba vidilla allí en Guinea, porque la marcha en Guinea es nada, cero, para entendernos. Y en esas que llega un equipo de televisión española a hacer un reportaje en profundidad, un reportaje humano sobre la navidad en la misión nuestra, y sobre la escolarización que teníamos allí para las mujeres y todo ese tema. Venía una reportera, una que se llama Carmen, no me preguntes qué más porque soy muy mala para los nombres. Y me acuerdo que nos dijo la tal Carmen: vosotras hablais naturales, como si nadie os estuviera viendo, porque al fin y al cabo este reportaje, con un poco de suerte, lo van a emitir en la segunda cadena a las dos de la madrugada. Pero la superiora (la chilena), esa estaba con niño con zapatos nuevos, todo el día Carmen por aquí, Carmen por allá. Loca por salir en la tele. Loca perdida. Y con esta Carmen venía el cámara, que se llamaba Jose Mari. Jose Mari Cifuentes. Me acuerdo del nombre porque cómo no me voy a acordar si me casé con él. En la tele le conocen más por Storaro. Que yo creí al principio, cuando lo tenía idealizado, que se lo llamaban por admiración, y resulta que cuando se me quitó el velo de la cara supe que se lo llamaban de cachondeo porque tiene fama de sacar a la gente con cara de muerto.
Pues mientras la superiora (Alfonsina) se pasaba el día con Carmen (Carmen no-sé-qué), yo acompañaba a Jose Mari a encontrar buenas localizaciones, decía él, para que el reportaje quedara potente. Yo veía que de vez en cuando él se me quedaba mirando fijo. De esto que no sabes cómo interpretarlo. Pero no era el primer hombre ni el segundo que me miraba, aunque él creyera que sí. Es que a un hombre le hablas de una monja, y piensa: monja, sinónimo de gilipollas. Y eso no es. Jose Mari siempre pensó que había sido el primero. Le daba morbillo. Es que yo tenía entonces treinta y cuatro años pero, no es por presumir, parecía que tenía diez menos, una cara así como infantilona, el pelito corto, toda vestida de blanco, con mi batita, y que de tipo no he estado nunca mal, eso es objetivo. Total que en una de las localizaciones, una localización que estaba un poco apartada, Jose Mari miró el paisaje, me miró a mí. Y fuimos uno.
La que me montó Alfonsina cuando le dije que me volvía con el equipo de televisión a España. El reportaje lo han emitido diez años después, o sea, esta Nochevieja por la 2 a las tres de la mañana. Yo lo vi desde el Albergue Infanta Elena. Pensé, anda, que a buenas horas. Me vi allí tan joven tocando la guitarra y cantando con los niños “El Cóndor pasa”. Era unas horas después de que Jose Mari y yo volviéramos de lo que a partir de ese momento llamamos: nuestra localización.
La cosa es que volvimos de Guinea y yo me salí de monja. Me dejé el pelo largo y me depilé las cejas, que era lo que más ilusión me hacía, depilarme las cejas, que ahora casi me las tengo que pintar, porque de tanto meterles la pinza ya no me crecen. Y nos casamos. A mis padres mucha gracia no les hizo. Yo les intentaba convencer, que si ahora voy a veros más, que si tengo derecho a una vida normal. A ellos les hacía mucha ilusión que yo fuera monja. Y que estuviera en Guinea. Llegaron las navidades y oye, unas caras largas. Hasta mi cuñada estaba como de morros por verme allí con Jose Mari, que ya la pillé en la cocina a solas mientras ordenábamos los langostinos en la fuente y le digo, y a ti qué te pasa, qué te hecho yo, a ver, para que me pongas esa cara; y me suelta, que cómo les va a explicar ella a los niños, sobre todo al mayor, que estaba preparándose para la comunión, que la tita de Guinea se ha vuelto de las misiones con un tito. Y en esto que entra mi hermano y nos ve allí a las dos enzarzadas y se mete y me dice, Corina, es que las cosas se hacen más despacio, que parecía que estabas loca por pillar a uno (por cierto que ese uno, Jose Mari, estaba mientras en el salón con mis padres viendo el especial Nochevieja sin dirigirse la palabra). Y ya se me nubló la vista, perdí el control, le tiré el langostino que tenía en la mano y le dije: “pero tú eres un facha preconciliar, yo tengo otra idea del servicio a Dios, yo he dedicado quince años de mi vida a los demás. Creo en la teología de la liberación”. Y él me dijo: “De la liberación, eso es lo que a ti te va, la liberación”. Y cogió el langostino que se le había quedado enganchado en el jersey y se lo comió. Estas fueron mis primeras navidades en España. Quince años echando de menos a la familia y a los dos días no digo hasta dónde estaba de ellos. Corrí el peligro de empezar a idealizar a Alfonsina pero me contuve porque, realmente, no quería volver a Guinea ni atada.
Me hice la siguiente pregunta: ¿hay que ser monja necesariamente para ofrecer un servicio a los demás? No, esa fue mi respuesta. Y empecé a montar junto con otras compañeras de la parroquia tan filantrópicas como yo un albergue para gente de la calle. Jose Mari, que es un tío que se las sabe todas, porque lleva toda su vida en el sindicato en la tele y es así muy politiquillo, me dice, “esto lo que teneis que hacer es nombrar presidenta de honor a una infanta o alguien así, que a ellos les gusta toda esta movida, y esa gente te da un publicidad de la hostia”. Jose Mari no es malo. Es bruto, brutote. No le puedes pedir matices. A mí realmente jamás me llegó, ni por físico, ni por sensibilidad, ni por inteligencia, a la altura del talón. Y eso lo ve cualquiera. Y él lo veía todo como negocio, no se daba cuenta de que yo siempre he sentido la necesidad de proyectar mi generosidad hacia los demás. Pero le hicimos caso y le pusimos al Albergue “Infanta Elena”, y si hay en el mundo subvenciones nosotros las conseguimos todas, de la comunidad de Madrid, del Ministerio de Asuntos Sociales, hasta una que nos ha dado este año Fraga por ser Doña Elena Duquesa de Lugo. O sea, que Jose Mari no es listo pero es pillo. Un tonto pillo.
Los primeros años, para Navidades, me quedé en Nochevieja en el albergue, porque me parecía que siendo yo la directora era como un deber simbólico. Y porque toda esta gente de la calle empieza la cena muy bien pero a la mínima se te desmadra y la única que sabe poner orden es Corina (yo). Y Jose Mari eso no lo entendía. Me hacía reproches. Que si vaya Navidades, la Nochebuena con los Monster y la Nochevieja me dejas a mí solo con mi familia, y mi familia está empezando a decir que esto me pasa por haberme casado con una monja, que las monjas aunque se salgan de monjas llevan el sacramento en la sangre. Es que los padres de Jose Mari, mis ex suegros, nunca vieron bien que su hijo se casara con una monja. Y por el otro lado, mis padres no vieron bien que Jose Mari no fuera cura. Eso me decía mi madre llorando: “Ay, hija mía, lo que yo le digo a tu padre, si por lo menos se hubiera casado con uno de esos curas que se salen de curas pero que se ve que son personas de orden”. Ese comentario me lo hicieron siempre, desde que me casé, pero ya cuando me separé de Jose Mari es que no paraban de repetírmelo.
Jose Mari se separó de mí. El día de Año Nuevo de hace dos años vuelvo del Albergue a casa a eso de las seis de la mañana, después de recoger toda la guarrería de la cena, porque hay que ver cómo me deja esta gente el salón, eso hay que verlo, las peladuras de las gambas por el suelo, el vino derramado por las sillas, las servilletas metidas en los vasos, uno que vomita. Lo único que queda en su sitio, gracias a Dios, el retrato de la Infanta Elena. Llegué a casa lo que se dice rota. Y me encuentro a Jose Mari despierto en el sofá y me dice: “Corina, tenemos que hablar”. Yo ya en la cara se lo vi, porque la cara de los hombres no tiene misterio. Me dijo, Corina, yo estoy muy harto de que me dejes solo todas las Navidades, de que prefieras pasar la noche con unos individuos que ni te van ni te vienen, y que reiteradamente, eh, Corina, reiteradamente, me vea yo solo en mi casa sin saber cómo explicarlo, porque tú Corina, no has dejado las misiones, tú has dejado Guinea físicamente, Corina, pero las misiones no las has dejado, y yo me casé para que mi mujer tuviera una única misión en la vida, yo, así que esto se ha terminado. Adios, Corina.
Yo le juré y le perjuré que ya no volvería a pasar, pero Jose Mari ya tenía la maleta hecha. Como los hombres no tienen misterio yo supe que había gato encerrado. Cómo que había. Que Jose María se había líado aquella misma noche con su cuñada. Cuidado, era una cuñada viuda, tampoco hay que pensar que Jose Mari era un psicópata, pero de cualquier manera liarte con la cuñada viuda en casa de tus padres tiene delito. Claro que un tío que se ha líado con una monja previamente ha puesto ya el listón muy alto a nivel, digamos, de perversiones. Eso me lo dijo mi hermano, que es un ordinario, pero íntimamente le di la razón: un hombre que ha dado el paso de liarse con una monja es capaz de lanzarse sobre cualquiera. Jose Mari se justificó diciendo que eso había pasado por haberle dejado solo, que yo tenía que haber tenido más psicología, y que a ver, te ves cenando con unos padres que se van enseguida a la cama, unos sobrinos que dicen adios, adios, y se largan de marcha, y la cuñada se te pone a llorar, y Jose Mari decía que de consolar a una viuda que llora a tirársela hay un paso. Yo le dije, pues no será tan fácil, a ver si es que tu cuñada estaba muy desesperada. “Pues como tú en Guinea”, me dijo. Y eso me dolió porque me pareció muy basto, muy soez.
El año pasado fue el primero que me vi sola en casa de mis padres en Nochebuena. Ya en la cocina me bebí dos copitas de vino de aguja por entonarme un poco porque me temía lo peor. Me estaba entreteniendo en pelar los langostinos porque mis padres hacen un ruido espantoso chupando las cabezas y lo paso fatal, es un ruido que me ataca los nervios, y pensé, les quito las cabezas y muerto el perro se acabó la rabia. Entra mi cuñada y ya lo primero que me sentó mal fue que me dijera: “Déjales las cabezas, que a papá le gusta mucho chuparlas”. A papá. Es que no la soporto. Es una tía ñoña, retorcida, lo peor. Y me dirás que hace llamándole papá a su suegro. Primer momento de tensión. Yo seguí sin hacerla el menor caso pero la tía se ve que estaba dispuesta a montarla. Se pone ella a chupar las cabezas que yo estaba tirando y me dice: “Mira, te quería preguntar, cómo crees que podemos decirles a los niños que te has separado, porque, claro, esto ya es mucho para ellos”. Bueno, no me reí porque creo que tengo un control sobre mí misma, pero, de verdad, hay que ver a mis sobrinos. Mi sobrino mayor lleva cacho clavo que le traspasa la lengua, un piercing de esos, que antes de ponerse el clavo ya parecía tonto, pero ahora con el clavo es que te habla como con frenillo, entra por la puerta y la chupa ésa que lleva va dejando una peste a porro que tienes que ser tan tonta como mi cuñada (que ésa parece que el piercing se lo han hecho a ella en el cerebro) como para no verlo. Y el otro, el más chico, tiene quince años, y ése al contrario, ése ha salido a mi hermano, ése de listo se pasa, es igual que su padre pero con el rollo de la globalización, que a mí cuando me ve me quiere el niño dar la charla y me dijo un día que si la religión era el opio del pueblo y que si éramos los continuadores del colonialismo. Le dije, a mí me vas a dar la charla, idiota, que no sabes ni lo que estás diciendo. Y mi hermano, ya ves tú, que es un facha, en vez de darme la razón a mí, va y me dice que qué poco conocimiento tengo, ponerme a discutir con un niño como si estuviéramos los dos al mismo nivel. Bueno, pues a estos dos angelitos es a los que mi cuñada no quería decirles que yo me había separado. Alucinante. Luego en la cena mis padres cogieron una perra porque los langostinos no tuvieran cabeza y mi cuñada, si ya se lo he dicho yo, y mi padre, a un langostino le quitas la cabeza y le quitas la gracia. Y al final mi madre acabó llorando porque se acordaba de Jose María. ¡De Jose María! Pero si le tenían una manía que no le podían ni ver y además le echaban la culpa de todo lo que ponían por la televisión, como si el tonto de Jose María pintara algo en la tele. Ya ves tú, Storaro. Y luego el rollo ese tan manido de que si me hubiera casado con un cura habría sido de otra manera porque los curas sí que entienden a las monjas y el cura no se hubiera enfadado porque yo me quedara en Nochevieja en el Albergue y encima el cura no se hubiera líado con la cuñada. Y yo les dije, oye, a ver si os creeis que todos los curas son unos santos. Pero no quise entrar en el tema porque mis padres son muy creyentes y si cuento lo que sé les doy la puntilla.
Así que este año llegué a la conclusión de que no volvía a mi casa en los días señalados, que cenaran solos, que ellos se entienden estupendamente. Les avisé a nuestros sintecho que este año además de la fiesta de Nochevieja tendrían cena en Nochebuena. Se lo dije cien veces. Puse carteles en las habitaciones. Les pregunté uno a uno. Porque los conozco y sé que te dicen que sí y luego es que no, o te dicen que no y luego es que sí. Sobre todo se lo dije repetí varias veces a Isidro, que es el que tienen ellos así como lidercillo del grupo. Isidro es un ingeniero de telecomunicaciones de unos cincuenta y tantos que un buen día empezó a faltar al trabajo, empezó a quedarse en los bares, a irse con unas y con otras, le echaron del trabajo, a su mujer se le hincharon las pelotas y le puso en la calle. De vez en cuando aparecen por el Albergue los hijos que son unos chicos estudiosos, del PP, con una pinta extraordinaria (y mira que a mí el PP no me va), y le dejan un dinero para que vaya tirando y, nada, Isidro se lo gasta y tan feliz. Tenemos casos de gente desgraciada de verdad, pero el caso de Isidro concretamente es el de un tío que tiene un morro que se lo pisa. La psicóloga que le trata nos dijo que todo es producto de una depresión, que el hombre nunca quiso ser ingeniero de telecomunicaciones, que él tiene un temperamento más libre, más artístico. Ya. No tiene morro ni nada ése. Pero de cuándo va a tener Isidro una depresión si no tiene conciencia ninguna, si les coge el dinero a sus hijos y le falta tiempo para gastárselo con todos los colegas estos que vienen por aquí, que le llaman el Ingeniero. Pues al Ingeniero le dije yo que a las nueve los quería aquí a todos.
Me confirmaron quince la asistencia. Dos de mis compañeras me dijeron que se quedarían a ayudarme a poner la mesa y que luego se iban a sus casas. Ya se sabe que la Nochebuena es una fiesta muy familiar y yo no podía pedirles que se quedaran conmigo. Total que a las nueve de la noche ellas se van y yo me quedo en una mesa larga como de esas de colegio, con el techo adornado de serpentinas, unos entremeses encima de la mesa y la Infanta mirándome desde su retrato, impertérrita. Allí no llegaba nadie. Ni a las nueve, ni a las diez, ni a las once. A todo esto yo me comí mis entremeses y me bebí lo menos un cartón de vino blanco, que se me puso el cuerpo como si me hubiera comido el cartón también. Ya caliente, tuve una inspiración y me tiré a la calle. Fui derecha a la Plaza de la Villa de París y allí estaban todos esos desagradecidos con una juerga que tenían que había que verlos. Olía a vinazo desde la puerta del Tribunal Supremo, claro que es verdad que yo también olía vinazo. De pronto reconozco a Camila y al Pipi (bueno, uno que le llaman el Pipi), y les digo, ¿pero a vosotros no os había citado yo a las nueve?, y nada, como si no registraran, y ya les pregunto, ¿y dónde está Isidro?; y me dicen: ¿quién es Isidro?; coño, el Ingeniero. Ah, me dicen, ahí está.
Ahí estaba, en un banco, soltándoles un rollos a unos cuantos sobre la expansión del Islam a través de Internet que ya me dirás. Le digo: “Isidro, ¿qué te dije?”. Y empezó, ay, Corina, perdona, es que han venido estos amigos que son de León y no quería hacerles el feo, pero ahora mismo que me voy contigo, de verdad, no te enfades, Corina, que se me ha hecho un poco tarde, pero ahora cenamos, y ya verás que bien, Corina. Eché a andar de vuelta al Albergue y lo sentía hablar detrás de mí con misma cantinela todo el rato, dando tumbos, porque a veces le oía maldecir porque se había tropezado. Yo quería ir muy digna pero también me sentía dar tumbos.
En ese estado llegamos al Albergue. Le dije que me tenía que ayudar a recoger y a guardar la comida, y me dijo que antes quería cenar. Yo le mandé a la ducha porque estaba de verdad que daba pena, con el pelo pegado a un lado de la cara por el sudor y la corbata esa que lleva siempre toda llena de lamparones. Protestó pero se fue a duchar. Isidro no está mal, quiero decir, que es un hombre al que si lo lavas y lo vistes bien se le nota que ha tenido una educación, que sabe llevar una corbata, y que si le quitas la mugre de la calle, tiene su punto. Tampoco está mal de tipo, tiene un buen cuerpo. Lo sé porque un día entré a la zona de duchas a dejar unas toallas en un momento en que se suponía que no debía estar nadie allí y me lo encontré recién duchado como Dios lo trajo al mundo. Y en esos casos, aunque no quieras, miras. Y yo miré, no voluntariamente sino por un acto reflejo, y tengo que decir que me sorprendió positivamente.
Bueno, pues ya digo que se metió a lavarse como de mal talante, pero se metió, porque sabe que si no está a buenas conmigo ya puede decir la Comunidad de Madrid lo que quiera, el Ministerio o su santa madre, que yo le pongo de patitas en la calle. Salió de la ducha, muy peinado, con una camisa que yo le dejé. Me pidió una corbata porque este hombre ya puede estar en la calle tirado en un banco pero él tiene que llevar su corbata. Hace tiempo le llevé unas cuantas de Jose Mari que andaban por casa. A Jose Mari la corbata le ponía más cara de paleto si cabe. Se sienta a la mesa, se pone a comer y a beber, educado, sin malos modos como los otros, y yo que lo veo, con la camisa tan blanca y con la corbata oscura me lo quedo mirando. Y él se levanta, viene hasta mi sitio y me dice, Corina, si no me das un beso voy a pensar que no me has perdonado, anda, Corina, dame un beso.
Un beso. Ya, un beso. Y lo que no es un beso. Pero nada, fue cosa de visto y no visto: ay, Corina, te voy a hacer disfrutar lo que no está escrito, ya verás, Corina. Tres minutos, ni más ni menos. Ya se sabe lo que hace el alcohol con la fisiología masculina. Para qué contar lo que ya sabemos.
Al día siguiente tenía yo un remordimiento de conciencia... De esto que piensas: de verdad, qué curriculum me estoy haciendo. Y además, para nada, porque si el riesgo me llevara a tener grandes experiencias, está feo decirlo, pero a Jose Mari del cero al diez le doy un cuatro. Un cuatro veinticinco. Lo que ocurre es que las experiencias sexuales según pasan los días las vas idealizando, igual que idealicé a mis padres cuando no los veía, Guinea cuando pasó el tiempo, a Jose Mari cuando lo conocí, a Alfonsina incluso...Y me empecé a obsesionar con el Ingeniero y es como si borrara aquellos bochornosos tres minutos y me quedara sólo con la imagen de verlo con la camisa blanca y la corbata bajo el retrato de la Infanta. Cada vez que lo veía por un pasillo me asaltaban tentaciones, pero claro, lo que pasa, cuando quieres que vengan a cenar estos pájaros no vienen y cuando te gustaría que no estuvieran para quedarte a solas con uno no se menean del sillón. Además, a consecuencia de las fiestas, hemos tenido a más de uno con gastroenteritis. Un asco.
Viendo el panorama, ayer, día cinco de enero, víspera de Reyes, le digo a Isidro en un aparte: “Si quieres, puedes venir a mi casa a merendar, que voy a comprar un roscón”. ¿Por qué se lo dije? Ni yo misma lo sé. Pero que conste que tengo conciencia de haber pisado uno de los escalones más bajos de mi vida. Si no el más bajo. Eso sí, le advertí: a mi casa no vengas ya cargado porque no te abro la puerta, y no le digas a nadie que vienes que ya sabes dónde te mando y se te acaba el chollo.
Aquí estaba, a las seis. Yo le cité a las cinco, pero bien, había contado con una hora de retraso. Venía un poco cargado, pero no borracho. Bien, también contaba con eso. Y también se había duchado. Las cosas como son. Fuimos al salón, nos sentamos en el sofá y los preámbulos duraron dos o tres minutos, el tiempo que se va en decir, qué casa tan bonita y qué bien funciona la calefacción, ¿es central? Hoy la cosa ha ido aceptablemente bien. Unos veinte, veinticinco minutos. Puntuando del cero al diez, pongamos que le doy un siete. Siete y medio. Hemos acabado y eso sí, el tío como loco se ha tirado a la botella de coñac, que la tengo yo en la mesita licorera al lado del sofá. Le digo, hala, vete bebiendo una copa y voy a preparar el chocolate y el roscón. No sé, por hacer un poco el ritual navideño. Le he oído decir desde el salón: “A ver si me toca la sorpresa”. Y lo decía en un tono tan alegre que he pensado: mira que si yo a este hombre le reformo. ¿Cuánto he tardado en añadirle el chocolate al roscón y en preparar la bandeja? Diez minutos, a lo sumo. Vuelvo con el roscón y el cuchillo y veo que el tío se me ha recostado en el sofá y está durmiendo como un cerdo. Miro la botella y veo que se me ha bebido lo menos media. Me he sentado al calor de las faldas de la mesa camilla. Por reflexionar, por hacer recuento de la vida y ver en qué momento ha empezado uno a equivocarse para desembocar en esto que es, sin duda, éste sí, el escalón más bajo. Y aquí me veo, con el roscón muerto de risa y con el cuchillo en la mano, que estoy por clavárselo y de perdidos al río.

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