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miércoles, 30 de julio de 2014

LA CASITA CHINA (Narciso de Alfonso)


El fotógrafo de todo lo que sea habitable nos ha dejado abierta su ventana indiscreta delante de una casa elemental, sencilla, que tal vez sería la más apropiada para vivir cuando ya se ha vivido mucho, demasiado, casi todo.
Cuando uno ya está cansado de llevarse puesto y se siente, por fin, un hombre de mundo –pero del otro mundo-. A cierta altura de la vida, que no es paralela al número de años, hay que tener un coeficiente intelectual negativo: no bajo ni profundamente bajo, que eso se llama retraso mental, sino negativo, que es con el que se entiende lo irreal y lo irracional, esas movidas pordioseras que se escapan a la relación causa y efecto -que es una de nuestras peores pesadillas-.
Se trata de una humilde casita tierna donde podrían vivir Hansel y Gretel si no fueran dos niños falsos, los personajes ñoños de un cuento.
Es una casita donde se puede ser feliz más tiempo o más veces –más veces en menos tiempo-; puede ser el lugar del extravío: allí donde se puede vivir cuando uno se pierde y no quiere volver a encontrarse: cuando ya sólo queda la conformidad de no entender nada, de ver la misma lluvia lavando los mismos árboles.
Cuando ya no se necesitan más que cuatro paredes, una certeza de orden y tres medidas de cebada por un denario. El puzle social nos enseñó su última combinación, que no era buena; escuchamos la voz de los gansos salvajes, fuerte y excitante como la voz ronca de una mujer, y supimos que había llegado el tiempo de buscar nuestro lugar en la familia de las cosas, que es lo que nos trajo a esta casita.
Todavía tenemos que aprender lo que no nos enseñaron en la escuela, y buscar la aprobación del universo entero, y tal vez, ya al final, cortarnos las trenzas y juntar las manos, quedarnos puros y orejones, sin nudos en los pies, canturreando en voz baja y sonriendo a la nada, sin hacer antigüedades.

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