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martes, 15 de julio de 2014

CUANDO NO TENGAS UN LUGAR DONDE LLORAR (Luis Sepúlveda)


Cuando no tengas un lugar donde llorar, acuérdate de mis palabras y anda a casa de Mamá Antonia.

Es muy fácil dar con ella; bastará con que indagues entre los hombres del muelle y, sin mayores preámbulos, te dirán cómo llegar hasta la vieja casona de madera.

Es probable que el pórtico te sorprenda y te haga sentir confuso. Pensarás que te has equivocado y que te encuentras ante la casa del arzobispo, pero no te detengas, sigue adelante, cruza la mampara ignorando los rostros andróginos de los querubines que adornan las paredes y llama sólo una vez al timbre del mesón. Te atenderá un ser salido de las profundidades.

Es un hombre extraño, desde luego. En los bares del puerto comentan que un tranvía le cortó las dos piernas cuando huía de un marido celoso y que reptando llegó a desaguar su tragedia a casa de Mamá Antonia. Se dice también que ésta se compadeció del medio hombre agonizante y que, luego de pagar la cauterización de los muñones, mandó que le construyeran una tarima dotada de un complicado sistema de resortes que lo saca del sueño con el ruido del timbre y que lo impulsa hacia la altura como a un monigote de espanto. Son muchas las cosas que se dicen en los bares del puerto, pero tú sabes cómo es la lengua de los estibadores.

El medio hombre sacará un ajado libro de registro. Anotará en él tu nombre, edad, ocupación conocida y finalmente preguntará por el motivo del llanto. Si esto último no lo tienes del todo claro o si te faltara, no te preocupes. Parte del servicio de la casa es proporcionar buenos motivos para llorar a gritos, o en silencio. Eso queda a tu entera elección.

El medio hombre brincará sobre un pequeño carrito y te conducirá por un oscuro pasillo hasta que encuentres una puerta abierta. Verás que en la habitación hay una cama, una silla y un espejo.

Te sentirás nervioso, eso es más que seguro, pero debes confiar, confiar en Mamá Antonia es lo único que importa. Serás atacado por un incontenible deseo de fuga y, cuando quieras hacerlo, verás que el umbral de la puerta está ocupado por una mujer gorda, enorme, de tales dimensiones que apenas logra pasar al interior del cuarto.

Sin decir una palabra avanzará jadeando hasta tu encuentro, te empujará a la cama, se arrojará sobre ti y te besará en la boca introduciendo su lengua hasta tus amígdalas. Cuando sientas que te ataca el primer ahogo, se echará a un lado y comenzará a desvestirse sin dejar de mirarte. No te alarmes. Te mirará con odio. Con un odio incontenible que aumentará sus jadeos. Ella es Mamá Antonia.

Verás un desorden de carnes oscuras. Un universo de tetas grandes como zapallos, pezones casi tan voluminosos como un puño cerrado, un tonel del que nacen dos piernas inmensamente gruesas y, entre ellas, bajo pliegues de grasa, alcanzarás a ver el vello ralo de un pubis secreto.

Comprobarás también que esa masa de carne está en perpetuo movimiento, que bastaría con un buen puñal para abrir esa bolsa y esparcir a ese ser gelatinoso por toda la habitación. Ella no dirá palabra alguna. Simplemente gemirá mientras te asedia, luego aullará como los lobos, contorneándose en una desaforada ceremonia de invitación hacia su cuerpo.

Te sentirás arrinconado, y desde tu lugar, la pieza tiene cuatro esquinas y no importa cuál elijas para refugiarte, la verás sudar, chorrear incansablemente, oirás que de entre sus piernas proviene un sonido de sapos reventados, verás sus ojos blancos, su lengua de proporciones inenarrables colgándole entre los labios y, por el chirrido de sus dientes, comprobarás la magnitud de sus orgasmos, y sabrás que es incansable mirando cómo su mano derecha va y viene perdiéndose entre las piernas.

Serás tú quien gemirá entonces, acobardado ante tu propia excitación, pero no te preocupes, recuerda que nada es obsceno si proviene del deseo.

Arrojarás tus ropas en desorden y te lanzarás sobre la mole jadeando también como un perro. Tendrás la sensación de hundirte por doquier en esa carne sudorosa y caliente. Besarás, morderás, buscando hacer daño, causar dolor, dolor que libere, golpearás buscando con tu sexo el orificio secreto, te engañarás sintiendo que la verga, torpe y ciega, arremete y se vacía sin conseguir colmar tu deseo creciente. Querrás hacer algo más, el maldito algo más de la vergüenza, recordarás que tienes lengua y, al intentar introducirla entre las dos columnas de sus piernas, Mamá Antonia te arrojará a un lado, pues le estorbas en el alud de placer onanista que se avecina.

Ahora sí te incorporarás aterrado, ahora sí, asqueado. Buscarás tu imagen en el espejo, pero ésta nunca aparecerá. Sólo Mamá Antonia existirá en su luna, sólo la mole gimiente, ahogada a ratos por su propia saliva.

Te vestirás apresurado, intentarás abrir la puerta descubriendo que está cerrada desde fuera, gritarás llamando al medio hombre para que te saque, le ofrecerás dinero, tu reloj de pulsera, todo lo que llevas encima a cambio de que te abra la puerta, mas los gritos de Mamá Antonia serán más poderosos que los tuyos y sin darte cuenta estarás llorando, hincado, arañando la superficie de madera.

Llorarás ignorando el tiempo. Pasarás del llanto frenético al pausado, casi silencioso, del inocente, y, cuando estés cansado, girarás la cabeza descubriendo que Mamá Antonia está vestida, sentada sobre la cama mirándote compasiva. Ahora llorarás de vergüenza, ella te llamará a su lado y acariciará tu cabeza, te sonará los mocos, te secará las babas, te preguntará si ya te sientes mejor, o si prefieres llorar otra vez. Si te decides por repetir, no te preocupes, de todas formas es cortesía de la casa el proporcionar a la salida una gota de limón en cada ojo y un cubito de hielo para deshinchar los párpados.

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