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viernes, 25 de julio de 2014

FELIZ NAVIDAD, SEÑOR ANTUNES (una crónica de António Lobo Antunes)


A veces, como ahora, es así: me siento frente al papel y no sale nada, las palabras se niegan, las cosas que circulan por mi cabeza no se fijan ni bajan hasta la mano, así que sigo sentado, a la espera, en este trabajo de paciencia, viendo quién es más porfiado, si mi cabeza, si yo. Cosas que circulan por ella: un gato caminando sobre un muro, de patitas delicadas, como si cada una fuera el índice de un niño que prueba, a escondidas, el cuenco de natillas, el perfume que las señoras de edad dejan en los ascensores, tan espeso que se puede cortar con cuchillo y en el cual se adivinan latas de bizcochos vacías, fotos de mayores difuntos, collares de perlas falsas, vestigios que, sumados, y de la misma forma que a partir de un huesillo se logra imaginar todo el esqueleto de un animal extinguido, permiten reconstruir dinosaurios de desilusión; mujeres malqueridas que, a pesar de todo, siguen sonriéndoles a los días, solas en la playa de sábanas de la cama de matrimonio donde no vibra ni la ínfima conchilla de una esperanza y no obstante continúan sonriendo, con el futuro encerrado entre los paréntesis de la boca; la vieja que hace un mes encontré en un jardín de Lisboa compartiendo un pastel de arroz con las palomas. Me dijo

-He comprado la comida del almuerzo en el Pingo Doce

es decir, un segundo pastel de arroz y una botella de plástico de agua, dijo

-Las palomas tienen más hambre que yo

y, al levantarse, arrastraba una pierna, apenas conseguía andar. De vez en cuando se apoyaba en un tronco y casi me enfadé con Dios. Allá iba ella por Príncipe Real, bajo los árboles, con una bufanda llena de migas: a la altura del Bairro Alto la dejé de ver. No era una persona triste: parecía haber vencido a la muerte. Intelectuales de ojo avizor, cargados de libros, discutiendo cosas inteligentes en una mesa al lado de la mía. No me gusta discutir cosas inteligentes. Ni estúpidas. No me gusta discutir nada, pero las opiniones de las personas con ideas rotundas me asombran y aquellos que piensan por mí me divierten. Uno de los intelectuales me reconoció, cuchicheó con los colegas y me miraron todos a una, sobre docenas de tazas de café. Apagaban cigarrillos apresurados en los posos, como si en cada cigarrillo hubiese un argumento definitivo, vital. Me horrorizó la hipótesis de ser leído por tipos tan necios, decididos, tremendos. Hombres de barba lúcida, mujeres con anillos tortuosos en los pulgares, cabellos teñidos de color naranja que dolían en los ojos. ¿Qué desearían ser cuando fuesen grandes? La vieja que había comprado el almuerzo en el Pingo Doce estaría en algún cuchitril, en otra parte: ninguna paloma llegaba allí. Ganas de preguntarle qué opina ella del posmodernismo. La botella de agua de plástico abollada. El chal que daba pena. No me mienta, ¿qué opina usted, sinceramente, del posmodernismo? ¿Del cine experimental japonés? ¿De los valores humanísticos implícitos en las ciencias exactas? ¿La habrían olvidado las palomas en sus fraques sucios? De vez en cuando la vieja apoyada en un tronco: no meditaba, recobraba fuerzas. Unos niños, tenebrosos de gritos, corriendo entre las sillas: han de pasar directamente de los gritos al análisis del posmodernismo, que es otra forma de gritar. Yo soy solamente un individuo simple que hace libros, casi un iletrado. Leonardo da Vinci se presentaba de esa forma:

-Leonardo, iletrado

y entiendo muy bien lo que quería decir. António, iletrado, y métanse el cine experimental japonés por el culo.

Hoy es día de Navidad. Ahora escribo esto en el coche, con el papel apoyado en el volante, en la estación de servicio de Oeiras. Surtidores de gasolina, una muchacha con chaqueta larga regañando a su hijo, banderas que no paran de tremolar al viento, un automóvil con un barco (tengo la impresión de que es un barco) en el techo, hojas que hacen cabriolas, un individuo digno paseando al perro con esos collares que se estiran y se encogen, y la extraña sensación de que es el perro quien lo pasea a él: dentro de poco el señor digno se anima, alza el zapato contra un neumático, husmea, concentrado, el neumático siguiente, alza el zapato de nuevo y el perro aprovecha para responder la llamada del móvil. ¿Qué opinan ustedes dos de los valores humanísticos implícitos en las ciencias exactas? ¿Alguna noción, alguna revisión crítica, alguna, como dicen los necios, idea creativa? La muchacha de la chaqueta larga se recoge el cabello hacia atrás con un movimiento súbito del cuello y con ese movimiento, y a pesar de la chaqueta, se queda desnuda. Dentro de poco se siente la noche a ras de tierra murmurando confidencias, misterios, conversando con nosotros. ¿De qué? Los surtidores de gasolina se iluminan, la muchacha, que ha renunciado a recogerse el pelo, vestida de nuevo. Me apetece un pirulí de fresa. Me apetece nacer. El perro abre la puerta trasera de un jeep para que suba el señor digno, se instala al volante, desaparece. ¿Un pirulí de fresa o de limón? De limón, listo, de esos transparentes, que se ve el palito. Me apetece tener el mentón pegajoso. Que me limpien la boca

(-Estáte quieto)

con el pañuelo, que me pidan -¡Ten cuidado con los asientos, anda!-, la sonrisa de las mujeres solas en la playa de las sábanas tiembla como un pabilo de aceite en el oratorio cuando una corriente de aire trae los chopos de la hacienda, junto con las congojas del molino del riego chillando, chillando. La sonrisa, casi apagándose, se inclina, se dobla, vuelve a ponerse derecha, resiste: las marcas de las comisuras de la boca la aumentan, dos dientes la redondean, la infancia, por un instante, regresa y ninguna amargura, ningún miedo. En la mesilla de noche libros, un aparato de radio, la fotografía de los hijos, la blusa escurriéndose de la colcha, amontonándose en el suelo, deshabitada, la cadena de oro que se dilata y disminuye según respiran. Los ricitos más claros de la nuca, aquellos tendones de atrás que es tan bueno morder. Cuando el pirulí de limón se acaba podemos hacer como si el palito fuera un puro. Yo lo hago, y luego la voz de nadie, a mi lado -¿Tú no vas a crecer nunca?- No voy a crecer nunca: me compro un pastel de arroz, elijo un banco de Príncipe Real y me pongo a echarles migajas a las palomas. Son capaces de tener más hambre que yo.

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