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sábado, 24 de junio de 2017

UNA EJECUCIÓN (George Orwell)



Ocurrió en Birmania, una mojada mañana durante la estación de las lluvias. Una luz enfermiza, como de papel de aluminio amarillento, se colaba sobre los altos muros y llegaba hasta el patio de la cárcel. Estábamos esperando cerca de las celdas de los condenados, que eran unos cobertizos semejantes a pequeñas jaulas para animales cerrados frontalmente por barrotes dobles. Cada celda medía alrededor de diez pies cuadrados y se hallaban completamente vacías a excepción de un tablón para dormir y un jarro con agua. En algunas de ellas se agazapaban, agarrados a los barrotes interiores, unos hombres morenos y silenciosos, envueltos en sus mantas. Eran los condenados, que serían ahorcados entre la próxima semana y la siguiente.

Sacaron de su celda a un prisionero. Era un hindú, un hombre delgado e insignificante con la cabeza afeitada y unos ojos vagos y acuosos. Tenía un bigote espeso y saliente, absurdamente grande para su pequeño cuerpo; parecía más bien un bigote como los de los actores cómicos de las películas. Seis altos carceleros hindúes lo custodiaban y lo preparaban para la horca. Dos de ellos se mantenían firmes con rifle y bayoneta calada, mientras que los otros le ponían unas esposas y pasaban una cadena a través de las esposas para sujetarlo a sus cinturones, además con una soga le ataban los brazos apretadamente contra su costado. Luego se apiñaron alrededor suyo, posando sus manos sobre él de forma cuidadosa, como acariciándolo. Parecía como si quieran asegurarse de que se encontraba allí. Eran como hombres que sostienen en las manos un pescado todavía vivo y que puede saltar de regreso al agua. Pero el hombre no oponía resistencia; sometía sus brazos a la soga como si apenas se diera cuenta de lo que ocurría.

Dieron las ocho, y un toque de corneta desoladoramente débil en el aire húmedo, llegó flotando desde los distantes cuarteles. El superintendente de la cárcel, que se hallaba apartado del resto de nosotros, con aire pensativo, pasando su bastón por la arena, levantó la cabeza al oír el sonido. Era un médico militar, con un bigote gris que parecía un cepillo y de voz áspera.

-¡Por Dios, dese prisa, Francis! -dijo irritado- Ese hombre ya tendría que estar muerto a esta hora. ¿No está listo todavía?

Francis, el jefe de carceleros, un grueso dravida que llevaba uniforme de dril y anteojos dorados, agitó su negra mano.

-Sí señor, sí señor -balbuceó-. Todo está satisfactoriamente preparado. El verdugo está esperando. Procedemos enseguida.

-Bueno, a toda marcha entonces. Los presos no pueden desayunar hasta que terminemos esto.

Nos encaminamos al patíbulo. Dos guardias marchaban uno a cada lado del condenado, con los rifles al hombro; otros dos marchaban junto a él, sujetándolo por brazos y hombros, como empujándolo y sosteniéndolo al mismo tiempo. Los demás, los magistrados y los otros, los seguíamos. De pronto, cuando habíamos recorrido diez yardas, la procesión se detuvo en seco sin que mediara ninguna orden o advertencia previa. Había ocurrido una cosa horrible: un perro, venido quién sabe de dónde, había aparecido en el patio. El animal se acercó hasta nosotros brincando y ladrando fuertemente. Saltaba a nuestro alrededor sacudiendo todo su cuerpo, loco de alegría al encontrar tanta gente. Era un perro muy lanudo, medio Airedale, medio callejero. Correteó durante un momento a nuestro alrededor y luego, antes de que nadie pudiera detenerlo, se fue derecho sobre el prisionero, tratando de lamerle la cara. Todos nos quedamos estupefactos, demasiado sorprendidos para intentar apartar al perro.

-¿Quién dejó entrar a ese maldito animal? -dijo enojado el superintendente- ¡Que alguien se lo lleve!

De la escolta salió un guardián que intentó, con bastante torpeza, sujetar el perro, pero éste saltó y se puso fuera de su alcance, tomando todo como parte del juego. Un joven carcelero euroasiático cogió un puñado de piedrecillas y trató de alejar al animal arrojándoselas, pero el perro las esquivó y vino de nuevo hacia nosotros. Sus ladridos resonaban contra los muros de la cárcel. El prisionero, sujeto por guardianes, miraba sin curiosidad, como si ésta fuera otra formalidad de la ejecución. Pasaron varios minutos antes de que alguien se las arregló para agarrar al perro. Entonces le sujetamos pasando mi pañuelo a través de su collar, y proseguimos nuestra marcha mientras el perro intentaba soltarse y se quejaba.

Faltaban unas cuarenta yardas para llegar a la horca. Miré la espalda desnuda y morena del prisionero, que marchaba delante de mí. Caminaba desgarbadamente al llevar los brazos atados, pero muy decididamente, con ese balanceo de los hindúes, que nunca enderezan las rodillas. A cada paso se movían sus músculos, los cabellos de su cabeza se movían arriba y abajo, y sus pies dejaban huellas impresas en la tierra húmeda. Y en un momento, a pesar de los hombres que le sujetaban los hombros, se hizo levemente a un lado para evitar un pequeño charco del camino.

Es curioso, pero hasta ese instante yo nunca me había dado cuenta de lo que significa matar a un hombre que tiene salud y es consciente. Cuando vi al prisionero hacerse a un lado para evitar el charquito comprendí el misterio, el indescriptible error de arrancar una vida humana cuando se halla en todo su vigor. Aquel hombre no se estaba muriendo, estaba tan vivo como nosotros. Todos los órganos de su cuerpo funcionaban: los intestinos digiriendo los alimentos, la piel renovándose, las uñas creciendo, los tejidos formándose. Todo ello trabajando sin sentido. Las uñas aún estarían creciendo cuando él se hallara sobre la plataforma, cuando estuviera cayendo por el aire con una décima de segundo de vida por delante. Él seguía viendo la grava amarillenta y los muros grises, y su cerebro todavía recordaba, preveía, razonaba..., sí, razonaba incluso acerca de los charcos. Él y nosotros formábamos un grupo de hombres que caminaban juntos, viendo, oyendo, sintiendo, comprendiendo el mismo mundo. Y en dos minutos, tras un brusco chasquido, uno de nosotros no estaría más... una mente menos, un mundo menos.

La horca se levantaba en un pequeño patio separado del cuerpo principal de la prisión y cubierto de una maleza alta y espinosa. Era una instalación de ladrillo, como tres paredes de un cobertizo, cubierta con tablas y por encima de éste dos vigas y un travesaño del cual colgaba la soga. El verdugo, un convicto de cabellos canos vestido con el uniforme blanco de la prisión, esperaba debajo. Cuando entramos nos saludó inclinándose servilmente. A una orden de Francis los dos guardianes, que sujetaban al prisionero más fuertemente que nunca, en parte le condujeron y en parte le empujaron hacia la horca, ayudándole torpemente a subir la escalera. Entonces subió el verdugo y colocó la soga alrededor del cuello del condenado.

Nos quedamos esperando, a cinco yardas de distancia. Los guardianes habían formado un tosco círculo alrededor del patíbulo. Y entonces, cuando el lazo corredizo estaba colocado, el prisionero comenzó a llamar a gritos a su dios. Era un grito fuerte y reiterado, "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!", no urgente y temeroso como un rezo o una llamada de auxilio, sino continuo y rítmico, casi como el tañido de una campana. El perro contestó con unos lamentos. El verdugo, de pie sobre el tablado, tapó el rostro del condenado con un saquito de algodón parecido a los de harina. Pero seguía oyéndose, a través de la tela, el grito que persistía, una y otra vez: "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!".

El verdugo bajó y sujetó la palanca, listo para actuar. Parecieron transcurrir minutos. El constante y apagado grito proseguía sin cesar: "¡Ram!, ¡Ram!, ¡Ram!". El superintendente, con la barbilla inclinada sobre el pecho, removía lentamente la tierra con su bastón; tal vez estuviera contando los gritos, concediendo al prisionero un número determinado de éstos, cincuenta quizás, o cien. Todos habían cambiado de color. Los hindúes se habían puesto grises como un café malo, y una o dos de las bayonetas temblaban. Mirábamos al hombre amarrado y encapuchado sobre la plataforma, y escuchábamos sus gritos... Cada uno de ellos representaba otro segundo de vida. Todos teníamos el mismo pensamiento: "¡Por favor, mátenlo pronto, acaben de una vez, terminen con ese ruido abominable".

De pronto el superintendente se decidió. Levantó la cabeza e hizo un rápido ademán con el bastón.

-¡Chalo! -exclamó casi ferozmente.

Se produjo un ruido estridente, y luego un silencio mortal. El prisionero había desaparecido por la trampa y la soga se enroscaba sobre sí misma por el peso que tenía más abajo. Solté al perro y éste se encaminó enseguida hacia la parte posterior de la horca, pero cuando llegó allí se detuvo bruscamente y luego se retiró a un rincón del patio, donde se quedó entre los arbustos, mirándonos con temor. Dimos la vuelta a la parte descubierta de la horca para inspeccionar el cuerpo. Éste se balanceaba con los dedos de los pies apuntando al suelo; giraba muy lentamente, inerte como una piedra.

El superintendente alargó el bastón hasta tocar el cadáver desnudo y moreno, que osciló levemente.

-Perfecto -dijo.

Se alejó de la horca y exhaló un profundo suspiro. La expresión de enfado había desaparecido de pronto de su rostro. Echó una mirada a su reloj de pulsera.

-Las ocho y ocho minutos. Bueno, eso es todo por esta mañana, a Dios gracias.

Los guardianes retiraron las bayonetas de los fusiles y se alejaron. El perro, tranquilo y consciente de haberse portado mal, se marchó tras ellos. Salimos del patio donde se levantaba la horca, pasamos después ante las celdas de los condenados con los prisioneros que esperaban, y entramos en el gran patio central de la prisión. Los convictos, custodiados por carceleros armados con lathis, ya estaban recibiendo el desayuno. Se hallaban sentados en cuclillas, formando largas filas; cada hombre tenía un cazo de estaño, mientras que dos guardianes con baldes les servían arroz con cucharones. Después de la ejecución, aquella parecía una escena doméstica y alegre. Experimentábamos un enorme alivio ahora que la tarea estaba terminada. Un impulso de cantar, de echar a correr, de bromear. A un mismo tiempo todo el mundo empezó a charlar alegremente.

El muchacho euroasiático que caminaba a mi lado volvió la cabeza hacia el camino por donde habíamos venido, sonriendo como persona entendida.

-¿Sabe usted, señor? Nuestro amigo -dijo refiriéndose al ahorcado-, cuando supo que se había desechado su apelación, se orinó sobre el piso de su celda. De miedo que tenía. Por favor, señor, sírvase uno de mi cigarrillos. ¿No le resulta estupenda mi nueva pitillera de plata, señor? De un vendedor ambulante, dos rupias y ocho annas. De clásico estilo europeo.

Algunos se rieron, aunque nadie pareció estar seguro del motivo.

Francis caminaba junto al superintendente, parloteando sin cesar.

-Y bien, señor, todo ha transcurrido muy satisfactoriamente. Terminó así... ¡flik! No siempre es así, ¡oh! ¡no! He conocido casos en que el doctor tuvo que ir hasta la horca y tirar de las piernas del prisionero para estar seguro de la muerte. ¡Sumamente desagradable!

-¿A tirones, eh? ¡Qué feo! -dijo el superintendente.

-¡Oh! Es peor cuando se ponen tercos, señor. Un hombre, recuerdo, se agarró a los barrotes de su celda cuando fuimos a buscarlo. No podrá creerlo, señor, pero se necesitaron seis carceleros para sacarlo, tres tirando de cada pierna. Nosotros razonábamos con él. "Buen hombre", le dijimos, "piensa en todas las molestias y retrasos que nos estáss causando". Pero, ¡nada! ¡No hacía caso! Fue de lo más fastidioso.

Descubrí que me estaba riendo a carcajadas. Todos se reían. Hasta el superintendente sonreía indulgentemente.

-Será mejor que salgamos todos a tomar un trago -dijo muy animado-. En el coche tengo una botella de whisky; nos vendrá bien.

Traspasamos las grandes verjas dobles de la prisión y salimos al camino.

-¡Conque tirándole de las piernas! -exclamó de pronto un magistrado birmano, estallando en una carcajada.

Todos volvimos de nuevo a reírnos. En ese momento la anécdota de Francis parecía extraordinariamente cómica. Nativos y europeos bebimos juntos, amigablemente. El cadáver se hallaba a cien yardas de nosotros.


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