La señora Laurapaola se hallaba indispuesta en la cama, algo sin importancia, cuestión de tres o cuatro días, había dicho el médico. Hacía tiempo que sufría estos molestos achaques, pero sus familiares no se lo tomaban muy en serio sosteniendo que era una maniática, e incluso el médico decía que no había motivos para preocuparse.
Por la tarde, mientras estaba medio adormilada, la doncella le anunció al padre Quarzo, del vecino convento de los franciscanos, donde Laurapaola iba asiduamente a confesarse. ¿Por qué habría venido?
—Buenos días, querida hija —dijo el padre Quarzo al entrar—. Pasaba por aquí, estaba haciendo un recorrido en favor de mis pobres niños jocomelíticos, pensaba llamar a su puerta también. Y me dicen que usted… ¡Pero eso no puede ser! Vamos, vamos, ánimo, quiero verla sana y diligente como siempre. ¡Una señora moderna y activa como usted! Pero, a propósito… ¿Cómo es que ya no veo a aquella simpática viejecita que me abría siempre la puerta?
—Ay, no me hable, padre —dijo Laurapaola—. Demasiado vieja, ya no entendía nada, no hacía nada a derechas, he tenido que despedirla.
—¿Cuánto hacía que estaba con usted?
—Quien sabe, desde que nací siempre la he visto en esta casa. Y creo que ya entonces llevaba aquí varios años.
—¿La ha despedido?
—¿Y qué iba a hacer? Por fuerza, padre. Esta casa no es un asilo de ancianos…
—Entiendo, entiendo —dijo el padre Quarzo—. Pero cuénteme, hija mía, ¿qué ha hecho este verano?
Entonces Laurapaola empezó a referir los acontecimientos del verano, el viaje a España, las corridas, la boda de su joven cuñada en Arezzo, luego el crucero en barco, hasta Chipre y Anatolia.
—En agradable compañía, supongo…
—Desde luego, padre. Éramos ocho, si le contase qué días, qué alegría, qué sol, nunca me he divertido tanto.
—O sea que su marido, por fin, se tomó unos días de descanso, ¿no es así?
—Ah, no. Mi marido no soporta el mar. Y además tenía un montón de cosas que hacer, no sé qué congresos en Francia y en Suecia.
—¿Y los niños?
—¡Oh, mis hijos! Se quedaron en el colegio en Suiza, un verdadero paraíso, sabe usted, para ellos aquello son vacaciones todo el año.
Hablaba y hablaba, la nueva casa en Porto Ercole, las clases de yoga («Hasta espiritualmente, padre, uno se siente transformado, ¿sabe?»), el próximo viaje a Saas Fee, la última subasta de cuadros, hablaba y hablaba, todo su rostro aparecía encendido.
El padre Quarzo escuchaba. Sentado, permanecía rígido como una estatua. Ya no sonreía.
—Hija mía —dijo al fin— , ya ha hablado bastante, no querría que se fatigase —se levantó cuan largo era—. Ahora le daré la absolución.
—¿Cómo?
—¿No la quiere, hija mía?
—Oh, no, padre… Al contrario, gracias… Pero no comprendo…
—In nomine Patris et Filii —empezó el padre Quarzo, con expresión severa. Y también ella entrelazó sus manos.
Así Laurapaola supo que había llegado su hora.
—Buenos días, querida hija —dijo el padre Quarzo al entrar—. Pasaba por aquí, estaba haciendo un recorrido en favor de mis pobres niños jocomelíticos, pensaba llamar a su puerta también. Y me dicen que usted… ¡Pero eso no puede ser! Vamos, vamos, ánimo, quiero verla sana y diligente como siempre. ¡Una señora moderna y activa como usted! Pero, a propósito… ¿Cómo es que ya no veo a aquella simpática viejecita que me abría siempre la puerta?
—Ay, no me hable, padre —dijo Laurapaola—. Demasiado vieja, ya no entendía nada, no hacía nada a derechas, he tenido que despedirla.
—¿Cuánto hacía que estaba con usted?
—Quien sabe, desde que nací siempre la he visto en esta casa. Y creo que ya entonces llevaba aquí varios años.
—¿La ha despedido?
—¿Y qué iba a hacer? Por fuerza, padre. Esta casa no es un asilo de ancianos…
—Entiendo, entiendo —dijo el padre Quarzo—. Pero cuénteme, hija mía, ¿qué ha hecho este verano?
Entonces Laurapaola empezó a referir los acontecimientos del verano, el viaje a España, las corridas, la boda de su joven cuñada en Arezzo, luego el crucero en barco, hasta Chipre y Anatolia.
—En agradable compañía, supongo…
—Desde luego, padre. Éramos ocho, si le contase qué días, qué alegría, qué sol, nunca me he divertido tanto.
—O sea que su marido, por fin, se tomó unos días de descanso, ¿no es así?
—Ah, no. Mi marido no soporta el mar. Y además tenía un montón de cosas que hacer, no sé qué congresos en Francia y en Suecia.
—¿Y los niños?
—¡Oh, mis hijos! Se quedaron en el colegio en Suiza, un verdadero paraíso, sabe usted, para ellos aquello son vacaciones todo el año.
Hablaba y hablaba, la nueva casa en Porto Ercole, las clases de yoga («Hasta espiritualmente, padre, uno se siente transformado, ¿sabe?»), el próximo viaje a Saas Fee, la última subasta de cuadros, hablaba y hablaba, todo su rostro aparecía encendido.
El padre Quarzo escuchaba. Sentado, permanecía rígido como una estatua. Ya no sonreía.
—Hija mía —dijo al fin— , ya ha hablado bastante, no querría que se fatigase —se levantó cuan largo era—. Ahora le daré la absolución.
—¿Cómo?
—¿No la quiere, hija mía?
—Oh, no, padre… Al contrario, gracias… Pero no comprendo…
—In nomine Patris et Filii —empezó el padre Quarzo, con expresión severa. Y también ella entrelazó sus manos.
Así Laurapaola supo que había llegado su hora.
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