Mi madre y yo no somos ricos: está la pensión del viejo y lo que ganamos en la peluquería, de las nueve de la mañana a las siete de la tarde, haciendo permanentes a las divorciadas que maquillan las ventanas del barrio con cortinajes de satén y se pasan el día pintándose las uñas frente a la telenovela mientras no llegan, con Mercedes y palillo, los contratistas que pagan las permanentes, los cortinajes y las uñas, susurrándoles promesas de anillos de esmeralda bajo sus sombreros tiroleses.
No somos ricos: comemos fuera los domingos, vamos al cine, compramos cualquier cosa para la cena en el centro y como no tengo novia ni hago nada por tenerla conversamos el uno con el otro, en verano, chupando un helado de vainilla en la terraza en medio de la aflicción de los gorriones. Y estábamos en esto, más o menos felices, juntando dinero para unas vacaciones en España, cuando Edilson empezó a visitarnos.
No sé dónde lo descubrió mi madre, porque andamos siempre juntos y yo nunca lo había visto en Marvila: un mulato con chaqueta roja y corbata amarilla se nota a la legua, para colmo cantando sambas con la guitarra sobre las rodillas, y mi madre haciéndole caricias en el mentón, que fue como los encontré al volver de mi visita al médico de la Caixa, que me estaba tratando con inyecciones la hernia en la columna. Yo aterrado, con el paraguas en la mano, mi madre con falda nueva y una voz como de quien se desmaya o despereza –Edilson yo lleno de celos pensando Me voy a morir –Mucho gusto pensando Me voy a morir pero reparando en que Edilson tenía a lo sumo veinte años, podía ser su nieto, pensando Si los vecinos se enteran qué vergüenza, pensando Se acabaron las vacaciones en España, y mi madre despreocupada de mí –¿Te apetece un whisky, Edilson?
Edilson con su pataza en la rodilla de ella, sin vergüenza en la cara –Ya, además borracho y mi madre como si yo no existiera, como si la fotografía del apuntador no estuviera allí, en la mesita al lado del sofá, junto al florero con la flor de tela, mi madre toda sonrisas (y yo capaz de matarla)
–¿Un cubito de hielo? mi madre de organdí azul, mi madre con un sostén de ballenas, mi madre con el collar de cierre de plata de las bodas al cuello, pendientes largos, un lunar postizo en la mejilla, Edilson, afinando la guitarra –Dos con gomina en los rizos del pelo, calcetines a rayas, botas de charol, mi madre a mí, con un grito de tiza que chirría en una pizarra –Trae inmediatamente el hielo, Aníbal, no te quedes ahí pasmado abrí el frigorífico y el balcón de la cocina daba a los contenedores del río, se veían las grúas y no veía las grúas, se veían las gaviotas y no veía las gaviotas, se veía Seixal y no veía Seixal, saqué el cuchillo del cajón para separar los cubos que no querían soltarse, se veía un barco y no veía el barco, el agua del grifo no separaba los cubitos, los golpeé con el mango del cuchillo (se veía Seixal y no veía Seixal) y nada, probé con el agua caliente y nada, y mi madre desde la sala, con un grito de tiza que chirría en una pizarra –¿Ese hielo es para hoy, Aníbal? y yo capaz de matarla, señor juez, yo capaz de matarla, durante cuarenta y un años fuimos más o menos felices, comíamos fuera los domingos, íbamos al cine, comprábamos cualquier cosa en el centro para la cena, chupábamos helados de vainilla en la terraza en medio de la aflicción de los gorriones, se veían las grúas y yo no veía las grúas, nunca tuve novia, mi madre –Suelta el cuchillo, Aníbal, qué broma más tonta ni hago nada por tenerla, mi madre, llevándose las manos a la cara –Edilson mi madre, de organdí azul
–Edilson se veía un barco y no veía el barco y al llevarme a la comisaría ni siquiera protesté, no me diga que aquélla era mi madre, no era mi madre, mi madre no tenía nada en común con las divorciadas del barrio y nunca en la vida usaría un lunar postizo en la mejilla, mi madre, que era una señora, nunca en la vida se pondría un sostén de ballenas.
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