Era noche cerrada. Las nubes se amontonaban en el horizonte como un rebaño entumecido que espera los dedos rosados del alba.
En esa hora incierta elevó su voz al cielo.
—La tenacidad es un rasgo deseable en muchas actividades pero no en el amor —dijo el filósofo—. El insistidor rara vez seduce, a lo sumo desgasta. Su virtud no es la conquista elegante sino la voluntad de perpetuar un asedio tan prolongado que, por hambre, sed o aburrimiento, la plaza finalmente se rinde ante él.
El filósofo aguardó que sus palabras atravesaran la negrura, pero la luna, con un brillo fatigoso, casi indiferente, se asomó entre las nubes.
Desde entonces fueron muchos los sabios que ascendieron a la colina para persuadir a la luna; pero ésta continuó saliendo, noche tras noche, con la íntima convicción de que algún día el girasol la miraría.
Esto es poesía:
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