Fueron a ver la piedra esa misma tarde, acompañados por el médico Patak. El conde ya había dado instrucciones al posadero Matías de despertarlo muy temprano al día siguiente porque la jornada de viaje hasta Kolosvar era larga y quería llegar antes de que anocheciera. También el posadero judío, con sus ademanes ceremoniosos, había insistido en las bondades de la aldea:
–Una breve estancia en Werst no le caería a usted mal, señor conde. Aunque este pueblo no puede competir con París, su clima y los paisajes de los alrededores son lo más adecuado para la convalecencia de su señoría.
–No sé quién le dijo que estoy convaleciente, nunca me he sentido tan en forma.
La piedra a la que se refería el alcalde Koltz, situada en un recodo del camino principal, era un trozo alto y negro de basalto que parecía haberse desgajado con las lluvias de la pared del cerro. El conde no vio nada notable en él y cuando el alcalde Koltz le pidió su opinión, dijo:
–Es de basalto.
–Un basalto muy especial, señor conde, el basalto de Werst, único en su tipo. Mire las vetas, no encontrará otras semejantes en ninguna parte. Esa piedra bien vale la pena de que permanezca unos cuantos días con nosotros para estudiarla con todo detenimiento.
–No soy muy amante de las piedras.
–Entonces le interesará la Cueva del Sonámbulo, una de las grutas más hermosas que pueden verse por estos parajes.
Anduvieron medio kilómetro hasta entroncar con una vereda que se internaba en la espesura siguiendo el flanco rocoso del cerro. Llegaron a una abertura angosta cubierta por la vegetación y ahí entró el alcalde Koltz.
Lo que vio el conde no fue una gruta sino una entrante en la montaña, un nicho de respetables proporciones, un refugio ideal para un hombre durante una tormenta, nada más.
–Observe las rugosidades de la roca. Algo digno de verse.
–Ya veo...
–Se la conoce como la Cueva del Sonámbulo –intervino el doctor Patak– porque aquí, a veces, un hombre del pueblo, un sonámbulo...
El conde no pudo oír la letanía del doctor; un desgarre en el costado derecho lo obligó a apoyarse en la pared de la cueva.
–¿Le pasa algo?
Negó con un gesto de la mano y cuando volvió a enderezarse le lloraban los ojos. Ninguno de los dos hombres hizo el menor comentario. Después, mientras iban de regreso al camino principal, el doctor Patak exclamó:
–No hay nada mejor que el clima de Werst para aliviar las dolencias del hígado.
–Nada mejor –le hizo eco el alcalde Koltz.
Llegando a la calzada el conde se detuvo:
–Gentiles señores, les ruego que me disculpen pero tengo que poner fin a este hermosísimo paseo. Mañana me espera un viaje largo y fatigoso.
El doctor Patak sonrió:
–Entendemos, pero no puede marcharse de Werst sin ver la Mosca de Frick. Sí, oyó usted bien. Frick es uno de los pastores de la aldea. Hay una mosca en su casa que es preciso ver, lleva años viviendo en la cocina. Puede afirmarse que se trata de una mosca domesticada, la primera en su género. Le ruego que nos acompañe, la casa del pastor no queda lejos.
Llegaron en cosa de dos minutos a una modesta construcción de piedra con los muros sin encalar y el establo en la parte trasera. Varios niños aparecieron detrás de la figura de Frick cuando se abrió la puerta. Inmediatamente se abrieron las puertas de las otras casas y varios curiosos penetraron detrás del doctor para ver al ilustre visitante y sólo se detuvieron al llegar al umbral de la cocina del pastor, formando un muro de orejas y ojos. En el centro de la cocina el alcalde Koltz señaló un puntito en la pared junto al fregadero.
–Ahí la tiene. Es Adelaida.
Los presentes guardaron silencio. El conde se acercó despacio para no asustar al insecto. La mosca apenas se movía. Era una mosca común y corriente. Se preguntó cómo podrían saber el dueño de la casa y las otras personas que era siempre la misma. El pastor pareció adivinar su pensamiento porque se acercó y le dijo en voz baja, pero no tanto como para que no lo oyeran todos:
–Es inconfundible: observe las estrías del abdomen, las nervaduras de las alas transparentes; un dibujo raro, único en su género. Mi tía Adelaida, que en paz descanse, tenía en el rostro unas arrugas parecidas, por eso le pusimos su nombre a la mosca.
La mosca pareció adivinar que la miraban y empezó a moverse en redondo para lucir sus encantos. Era tanto el silencio que tal vez se hubiera oído el roce de sus patas contra la pared. El conde no podía creer en tanta absurdidad. Ahí estaba en medio de esa gente contemplando una mosca en un muro. Sus padres lo mandaban a codearse con la mejor sociedad de Europa y a sólo tres días de comenzado el viaje él perdía el tiempo en esa tosca casa, rodeado de campesinos, mirando una mosca. Un cierto recogimiento reinaba en la cocina. Tal vez fue ese silencio o el dolor del hígado la causa de que una súbita tristeza se apoderara de su ánimo. Creyó percibir un vago acomodamiento interno para hacer lugar a esa presencia que afloraba entre sus órganos y pensó que hay piedras que, rodando y rodando, llegan a encontrar un alvéolo exacto y definitivo y que de algún modo misterioso han de percibirlo cuando ocurre. Así su mirada: se había petrificado como si contemplara un majestuoso paisaje y no un minúsculo ser vivo.
Esa noche en la posada no pudo dormir por las punzadas en el hígado. Soñó todo el tiempo con la mosca. Era ella la que le causaba las punzadas. Se le metía en el cuerpo por la boca y lo martirizaba lentamente. Después su hígado aparecía pegado a la pared de la cocina, junto al fregadero, todos lo miraban.
–Mire esas estrías –decía el doctor Patak, y él ponía atención, preocupado. De pronto aparecía la mosca, que volaba hasta posarse sobre el hígado y empezaba a chuparlo y conforme lo chupaba se iba hinchando hasta adquirir unas dimensiones monstruosas y las estrías de su abdomen se dilataban mostrando unas feas callosidades internas.
El posadero, cuando fue a tocar a su puerta al amanecer, lo encontró despierto y sudado y fue a llamar al doctor Patak, quien acudió, palpó el hígado, recetó un jarabe de su invención, puso en duda la conveniencia de proseguir el viaje con aquel dolor en el costado y habló de una jornada de reposo.
–¿Otro día aquí? –el conde volteó hacia la ventana con el rostro tenso. Los otros dos contuvieron la respiración.
–No quise ofenderlos –balbució.
Se vistió, bajó a desayunar y pidió que le trajeran el jarabe.
Después del desayuno lo llevaron a pasear por los pastizales junto al río.
–Observe, señor conde –dijo el alcalde–, la particular curvatura del pasto.
El conde, que cada tanto se palpaba el flanco adolorido, recogió dos hilos de hierba, los observó por ambos lados, los miró a contraluz y dijo perentoriamente:
–Las estrías de esta hierba son diferentes de esta otra. Forman con el tallo un ángulo más agudo.
El doctor Patak y el alcalde Koltz se acercaron presurosos.
–Sí, hay una diferencia –dijeron.
El conde recogió otra hierba, la miró de la misma manera y dijo:
–En esta otra las estrías están más separadas, como si esta hierba necesitara respirar más hondamente, como si padeciera insuficiencia pulmonar.
–Ya veo, ya veo –dijo el doctor Patak.
El conde dejó caer los tres hilos de hierba y miró la amplia extensión de los pastizales que tenía enfrente. No vio una extensión homogénea sino un hervidero de pulsaciones, de luchas individuales, de agresiones y resistencias. Vio la enemistad y el caos generalizado que reinaban ahí y presintió la miseria que significa arraigar, tener raíces y luchar para no perderlas. El doctor Patak y el alcalde Koltz también miraron. Frente a ellos apareció una superficie plana que olía a estiércol. Vieron que el conde acababa de arrancar un fleco de hierba y se acercaron nerviosos. Fue el alcalde quien dijo:
–Ese fleco se parece a la escoba de la viuda Hermod. Una escoba única en su tipo. Valdría la pena que usted la viera. La casa de la viuda Hermod queda a dos pasos.
Llegaron en cinco minutos. La viuda Hermod estaba dando de comer a las gallinas. Los hizo entrar, trajo la escoba, se disculpó y regresó al gallinero. Los tres hombres se sentaron en la cocina a mirar la escoba. El conde fue separando las cerdas con los dedos; las convocaba un momento, las encerraba en un breve paréntesis de paz, luego las devolvía a la voracidad de las otras, viendo cómo naufragaban al instante. La escoba era profunda y vasta como un océano.
Esa noche la molestia del hígado le arrancó unos bramidos en el insomnio. El doctor llegó al amanecer, llamado por el posadero.
–Este hígado necesita reposo.
–Me prometió que podría partir hoy.
–No se lo aconsejo. Kolosvar queda lejos.
–¡Kolosvar queda lejos, Kolosvar queda lejos! ¿Qué tan lejos queda, demonios?
El doctor y el posadero se miraron; el conde volteó la cara, hizo un gesto vago de disculpa, por último tomó el frasco de jarabe que estaba sobre el buró y se sirvió una cucharada bajo la mirada benévola del doctor.
En la tarde, para que no se aburriera, lo llevaron a ver El Borde Descarapelado del Fregadero de la Señora Riatzy. El alcalde Koltz y el conde tomaron dos sillas y se encararon al fregadero mientras el doctor Patak y la señora Riatzy desaparecieron en la alcoba aprovechando que el señor Riatzy no estaba en casa.
–¿Qué es ese ruido? –preguntó el conde.
–Es el doctor Patak... solazándose con la señora Riatzy.
Cuando los dos entraron en la alcoba la señora Riatzy hizo el ademán de cubrirse, pero el alcalde Koltz la fulminó con la mirada:
–El señor conde quiere ver a El Doctor Patak Que Se Solaza Con La Señora Riatzy.
La señora Riatzy abrazó con fogosidad al doctor, que se le había subido y la penetraba con unas embestidas rápidas. El alcalde y el conde se encorvaron un poco para ver mejor.
–Una muestra única en su género –murmuró el alcalde Koltz.
La señora Riatzy, con los ojos desorbitados, exclamó:
–¡Ah, me encanta ponerle cuernos a mi esposo, el señor Riatzy!
El doctor exclamó:
–¡Ah, me encanta ponerle cuernos al señor Riatzy montándome a su mujer, la señora Riatzy!
El orgasmo los trenzó como dos lagartos.
–Observe las sacudidas –dijo el alcalde Koltz.
Saliendo de ahí, el conde sintió alivio en el hígado e invitó a sus dos acompañantes a tomar una cerveza de despedida en la posada.
–Su jarabe comienza a hacer efecto, doctor. Voy a comprarle un par de frascos.
–Créame –dijo el alcalde Koltz–, nuestro pueblo vale la pena de que permanezca un tiempo con nosotros.
El conde se limitó a sonreír. No hubiera resistido un día más la compañía de esos dos hombres. París le pareció tan vasto que aunque quedara lejos no dudó de que su benéfico influjo se haría sentir al dejar atrás los últimos pastizales excrementicios de la aldea. Levantó su tarro de cerveza y exclamó:
–¡Salud!
Esa noche soñó que ya estaba en París, en la Ópera, y los palcos rebosaban de damas hermosas y la orquesta se acercaba vertiginosamente a los últimos acordes. El tenor dio un paso hacia el público, extendió un brazo y respiró antes de la nota final. En ese momento una mosca, inconfundiblemente Adelaida, se le metió zumbando a la boca y lo ahogó.
El conde dio un salto. Alguien tocaba a la puerta. Era el posadero que venía a despertarlo al amanecer, como habían convenido.
–¡Ya voy!
Se vistió lentamente mientras empezaba a clarear afuera. Se palpó el costado derecho, sin novedad. Luego se acercó a la ventana y miró los pastizales que como una húmeda pizarra se extendían alrededor de las últimas casas. Un cierto nerviosismo recorrió su cuerpo. La luz lívida del amanecer los volvía inconcretos y demasiado próximos y parecían flotar junto al vidrio. Se quedó mirándolos fijamente, a medio vestir, entumido de frío, sin moverse. Se sintió invadido por la presencia multitudinaria de la hierba, el poder igualador de la hierba, los brazos infinitos de la hierba, el diluvio de la hierba. Le pareció que él era una piedra que resbalaba por ese declive sordo e impío. El declive cesó cuando una repentina contracción en el hígado le produjo una floración que le llenó de cobre la boca; tuvo que apoyarse en la pared y apretar los párpados y vio una eternidad intraspasable de hierba a su alrededor que lo cercaba y lo cubría. Supo que ese era su alvéolo exacto y definitivo. Una sola lágrima, exprimida desde quién sabe qué meandro de su ser, brotó, fría y dura. El doctor Patak abrió la puerta y el posadero a su lado explicó aquella irrupción con sus ademanes ceremoniosos:
–Puesto que su señoría tardaba, pensé que se sentía mal y fui a llamar al doctor.
A éste le basto mirar la mucosa interna de sus párpados para aumentar la dosis de jarabe.
–Kolosvar queda muy lejos para este hígado.
Él, que se apretaba el flanco con una mano, no dijo nada.
Cuando se repuso un poco, después de consumir el ligero desayuno que le preparó el posadero, lo llevaron a ver El Recodo Enmohecido Del Conducto De Desagüe De Los Lavaderos Públicos y, en la tarde, El Margen Carcomido De La Contratapa De la Biblia Del Señor Tusnesdor.
–Observe las rugosidades del cuero –dijo el alcalde Koltz–, una muestra única en su género.
Y él, acercándose tímidamente, se extravió en aquel intrincado laberinto de nervaduras y estuvo recorriéndolas con un dedo como si siguiera en un mapa la ruta de algún viaje fantástico.
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