Ocurrió el suceso, durante la época de caza, en el Castillo de Banneville. El otoño era lluvioso y triste; las hojas secas, en vez de crujir bajo los pies, se pudrían en las rodadas de los caminos empapadas por los aguaceros.
Casi desnudo ya de hojas, el bosque desprendía humedad como una sala de baños. Al penetrar en él, se sentía bajo los árboles, azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra mojada, y los cazadores, abrumados por aquella inundación continua; los perros, macilentos, con el rabo entre las patas y el pelo pegado sobre los lomos, y las jóvenes cazadoras, con los vestidos calados por la lluvia, regresaban todas las tardes, fatigadas de cuerpo y alma.
Después de comer, en el gran salón jugaban a la lotería, displicentes y sin animación, mientras el viento empujaba con violencia los postigos y hacia girar las veletas como un trompo. Quisieron entretenerse narrando cuentos, como dicen las novelas que se hace; pero a ninguno se le ocurrió nada que distrajera. Los cazadores explicaban aventuras a escopetazos, matanzas de conejos, y las mujeres se quebraban la cabeza sin hallar algo semejante a la imaginación de Scheherazada.
Se disponían a buscar otra diversión, cuando una muchacha, jugando distraídamente con la mano de una tía suya, vieja solterona, tropezó en una sortija hecha con cabellos rubios, que había visto ya otras veces sin que fijara su atención, y haciéndola girar en el dedo, preguntó:
-Dime, tía: ¿qué significa esto? Parece pelo de niño.
La señorita se ruborizó, luego palideció y dijo al fin con voz temblorosa:
-Es una historia tan triste, tan triste, que jamás quiero referirla, porque originó la desgracia de toda una vida. Entonces era yo muy joven, pero me ha quedado un recuerdo tan doloroso, que aún me hace llorar.
Todos quisieron conocer la historia, pero la solterona se negaba a explicarla; por fin, tanto y tanto le rogaron, que la explicó:
-Ustedes me han oído hablar muchas veces de la familia Santéze, ya extinguida. Yo he conocido a los tres últimos hombres de la casa; los tres murieron de igual manera; este pelo es del último, que a los trece años se mató por mí. Les parece a ustedes raro, ¿verdad?
“¡Oh!, era una raza original, raza de locos acaso, pero de una locura encantadora: eran locos de amor. Todos, de padres a hijos, tenían pasiones violentas, ímpetus que los lanzaban a las más extraordinarias empresas, a fanáticos sacrificios, a criminales intentos. El amor era en su familia tan exaltado como la piedad lo es en ciertas almas. Los trapenses no tienen la misma naturaleza que los trasnochadores.
“Entre los parientes se decía: «Enamorado como un Santéze.» Su aspecto los delataba; tenían el pelo ondulado, sobre la frente; la barba, rizada; rasgados los ojos, y sus penetrantes miradas eran perturbadoras.
“El abuelo del último, cuyo recuerdo conservo, después de muchas aventuras, raptos y desafíos, a los sesenta y cinco años se enamoró perdidamente de la hija de su colono. He conocido a los dos. Ella era rubia, pálida, fina; hablaba lentamente con voz suave, y su mirada era dulce, tan dulce como la de una Virgen. El anciano se la llevó consigo, y se sintió tan cautivado por la moza, que no podía estar un minuto sin ella. Su hija y su nuera, viviendo en el castillo, encontraban aquello muy corriente; hasta ese punto era el amor tradicional en la familia. Tratándose de apasionamientos, nada podía sorprenderlas, y si se hablaba en su presencia de inclinaciones contrariadas, de amantes desunidos y hasta de venganzas que siguieron a traiciones amorosas, decían las dos con el mismo tono compasivo: «¡Ah! ¡Cuánto habrá sufrido para llegar a ese extremo!» Y nada más. Los dramas del corazón las emocionaban, pero no las indignaban nunca, aun cuando fuesen verdaderos crímenes.
“Un otoño, el joven señor de Gradelle, que había sido invitado a cazar, se llevó a la moza. El señor de Santéze pareció tranquilo, como si nada hubiese pasado; pero a los pocos días lo encontraron ahorcado en una cuadra. Su hijo murió de igual modo, en un hotel de Paris, durante un viaje que hizo en mil ochocientos cuarenta y uno, después de haber sido burlado por una cantante de ópera. Dejó un hijo de doce años y una viuda, hermana de mi madre. Los dos se fueron a vivir a casa, en nuestras posesiones de Bertillón. Entonces tenía yo diecisiete años.
“No pueden ustedes figurarse la precocidad asombrosa de aquel niño. Parecía que toda la ternura, toda la exaltación de su raza se habían condensado en aquel último vástago. Deliraba siempre y se paseaba solo, durante horas y horas, por una calle de olmos, del castillo al bosque. Yo lo contemplaba desde mi balcón andar lentamente, con las manos a la espalda, la cabeza inclinada y deteniéndose de trecho en trecho para levantar los ojos, cual si percibiera, comprendiera y sintiera emociones impropias de su edad.
“Muchas veces, después de comer, en las noches claras, me decía: «Prima, vamos a soñar…» Y salíamos juntos al parque. Se detenía bruscamente al llegar a una plazoleta, donde flotaba como neblina ligera y blanca el claror de luna, y me decía oprimiéndome las manos: «Mira, mira. Pero tú no me comprendes, lo adivino; si me comprendieras, seríamos felices. Es necesario amar para comprender.» Yo reía y besaba tiernamente al niño, amante hasta morir.
“Con frecuencia, durante la velada se sentaba sobre las rodillas de mi madre, diciéndole: «Vamos, tía, cuéntanos historias de amor.» Mi madre, para entretenerle, le refería todas las leyendas de su familia, todas las apasionadas aventuras de sus antecesores, pues eran muchas las que se contaban, verdaderas y falsas. Fue su misma fama lo que perdió a todos los hermanos Santéze; se exaltaban y se enorgullecían de no desmentir el renombre de su casa.
“El niño se entusiasmaba con los relatos amorosos o terribles, y aplaudía, exclamando: « ¡Yo también, yo también sé amar, y mejor que todos ellos! » Luego comenzó a galantearme; un galanteo tímido y tierno, del que nos reíamos los demás encontrándolo muy gracioso. Todas las mañanas tenía yo flores, cogidas por él, y todas las noches, antes de retirarse a su habitación, me besaba la mano murmurando: «¡Te adoro!»
“Fui culpable, muy culpable; lloro sin cesar por ello, y por ello toda mi vida hice penitencia, quedando soltera o, mejor dicho, novia y viuda: su viuda. Me divertía con aquella pueril ternura, hasta la excitaba; fui coqueta, seductora, como si se tratase de un hombre; fui pérfida y atractiva. Enloquecí al pobre niño. Era un juego para mí y una distracción alegre para nuestras madres. ¡Figúrense ustedes, tenía doce años! ¡Quién habría tomado en serio aquella pasión infantil ¡A su ruego, yo lo besaba y escribía para él cartas amorosas que leían nuestras madres; me contestaba en cartas ardientes que aún conservo. El desgraciado creía secreta nuestra intimidad amorosa, juzgándose un hombre. ¡Todos habíamos olvidado que era un Santéze!
“Aquello duró casi un año. Una noche, en el parque, arrodillándose ante mí y besando la fimbria de mi vestido en un arranque furioso, repetía: «¡Te adoro! ¡Te adoro! ¡Te adoraré hasta muerte! Si algún día me burlas, óyelo bien, si me abandonas por otro, haré como mi padre… » Y añadió con voz firme, que hacía estremecer: «Ya sabes lo que hizo.»
“Viendo mi sorpresa se levantó y, alzándose sobre las puntas de los pies para llegar hasta mi oído -pues no era tan alto como yo-, moduló mi nombre: «¡Genoveva!» con voz tan suave, tan amorosa, que me hizo temblar de pies a cabeza. Yo murmuré: «Retirémonos, retirémonos.» Él me siguió en silencio, pero al llegar junto a la escalinata, me detuvo para decirme: «Ya sabes que si me abandonas, me mato.»
“Entonces comprendí que había llegado muy lejos y procuré mostrarme reservada. Un día en que me reprochó mi conducta le dije: «Eres ya poco niño para jugar así con una mujer, y poco hombre para enamorarla. Esperemos.» En otoño le pusieron interno en un colegio. Cuando volvió en el verano próximo yo tenía novio. Él lo comprendió al punto, y durante ocho días lo vi tan reflexivo que me tuvo inquieta. Al día noveno, cuando desperté, vi un papel echado por debajo de la puerta. Lo cogí, lo abrí, leyendo lo siguiente: «Me has abandonado y ya sabes lo que te dije. Has decretado mi muerte. Como quiero que seas tú quien me encuentre, baja al parque, acércate al mismo lugar donde el año pasado te dije que te adoraba y mira hacia arriba.»
“Creí volverme loca. Me vestí deprisa y corrí sin detenerme, al lugar indicado. Su gorrita de colegial estaba en el suelo, en el barro, porque durante la noche había llovido. Levanté los ojos y distinguí algo que se mecía entre las ramas al impulso del viento. No sé lo que hice luego. Debí de gritar, desvanecerme, desplomarme o correr al castillo. Cuando recobré los sentidos, estaba en mi cama, con mi madre a la cabecera. Creí que todo aquello lo había soñado en un delirio horroroso, y pregunté: «¿Y él?… ¿Y él?» No me contestaron. ¡Era verdad!
“No me atreví a verlo otra vez, pero pedí un mechón de sus cabellos. Esto…, esto…”
Y la vieja señorita, con ademán desesperado, alargaba su mano temblorosa.
Luego se sonó repetidas veces, se limpió los ojos y añadió:
-Sin decir la causa, renuncié al matrimonio, decidiendo ser para siempre… la…, la viuda de aquel niño de trece años.
Después inclinó la cabeza sobre su pecho y quedó llorando largo rato.
Cuando se retiraban todos a sus habitaciones para dormir, un grueso cazador, cuya tranquilidad habitual se había perturbado con aquella historia, murmuró al oído de su vecino:
-¿No es una desdicha ser sentimental hasta ese punto?
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