Los cuervos de Rumania, enormes, sobre los campos sin fin de Bucarest a Costanza, alzándose en bandada a ambos lados de la carretera. El monasterio del siglo XIV donde los sacerdotes entonaron la oración más bonita que hasta hoy he oído, rogando por las almas eternas de los escritores fallecidos. El olor a azufre del mar Negro casi junto a mis pies después de un bosquecillo de abedules. La presencia de cosa viva, aplastante, sembrada de luces de la noche: al abrir la ventana, un vaho largo, caluroso, con murmullos de personas ahí dentro, parecidas a minúsculos animales conmovidos. Un poeta de Azerbaiyán se levantó de la mesa, comenzó a cantar y cuánta alegría, cuánto sufrimiento en la voz. Cantaba con un vaso en la mano, los ojos cerrados, acabó de repente, se sentó, cogió el tenedor y el cuchillo, siguió comiendo: la canción no había existido nunca. La casa de Micaela Ghitescu, ensombrecida de recuerdos, muebles, cuadros, fantasmas, su hermano, sus padres, una foto, de treinta años atrás, con una muchacha bonita, con flores en el pelo. Un modo lento de mirar, una sonrisa en ciernes, una expresión seria antes de la sonrisa , dedos que no tocan a nadie en el marco y deberían tocarme. Uno camina por allí, sin peso, entre muebles oscuros. Automóviles viejísimos, palacios dignos, tristes.
Estoy muy lejos de casa, yo que sé cada vez menos qué significa una casa
El escritor Dinu Flamand
-Durante muchos años, aquí nos preguntábamos si habría vida antes de la muerte.
Tal vez no hubiera vida antes de la muerte, pero los escritores fallecidos tenían eternas sus almas: en cuanto me llegó el humo del incensario del sacerdote, la mía empezó a subir. La despedí
-Adiós, alma.
y llovía aquí fuera, en los arriates, en los bojes. Un diácono me bendijo una cadena con una imagen: se rompió esa tarde, la perdí. Sin darle importancia repetí
-Adiós, alma
bajito. No encontré la cadena. Hombres gordos nadando en la piscina del hotel. No daba con el camino hacia el restaurante, daba vueltas, me perdía. El buey del mar Negro resollando, resollando durante todo el insomnio. Un sendero a lo largo de la playa, muchachas en bicicleta que se alejaban de mí. Los hombres gordos llegaban al borde de la piscina, peludos, exhaustos. La mujer de uno de ellos lo envolvió en la toalla y el gordo subía los escalones con bamboleos de foca: si le entregase una pelota la mantendría en equilibrio en la nariz. ¿Tendría ése un alma eterna? Las cerillas que encendía en la caja no atinaban con el cigarrillo. Ningún cuervo: ¿acaso huyen de las olas? Unas gaviotas menudas, pajarracos de cola estirada. Franjas de nubes verdes a lo lejos y yo en la terraza siguiéndolas. Venían de lo alto de Ucrania, rumbo al agua. El hombre gordo tiró el cigarrillo, fastidiado, la mujer le susurró no sé qué al oído, levantaron al unísono las cabezas: ninguno de ellos respondió a mi saludo, el hombre gordo me amenazó con el puño cerrado. El escritor Dinu Flamand
-Durante muchos años, hasta el final del comunismo, nos preguntábamos si habría vida antes de la muerte.
En Neptun, en medio de una pobreza absoluta, las fincas veraniegas de las personas importantes de la dictadura. ¿Será muy diferente aquí? ¿Hoy? ¿Ahora? Que yo recuerde ningún sacerdote en Portugal ha rogado por las almas eternas de los escritores fallecidos. Al menos que yo sepa. Volví a saludar al hombre gordo, me marché. Me saludé a mí también, frente al espejo, sentí que me hacía falta un saludo. Las nubes verdes de Ucrania justo en la terraza en este instante. Un niño entró en el mar con un flotador, carros de campesinos en la vereda a mi izquierda, las esquilas de las mulas súbitamente alegres. Estoy muy lejos de casa, yo que sé cada vez menos qué significa una casa y por tanto, tal vez, no estoy lejos de nada. Podría quedarme aquí oyendo los carros, volver a empezar desde el principio, entenderme con los cuervos. Sus gritos asustados. Ser un hombre gordo en una piscina de hotel. Ha de haber vida antes de la muerte. Y bosquecillos de abedules, hojas plateadas, temblorosas. Troncos plateados también. Bajo las escaleras, paso por la recepción, me dirijo, con las manos en los bolsillos, hacia el desconcierto de las olas. Un caballero endilgando baratijas, una pareja de adolescentes en un banco, las gaviotas menudas se van dispersando frente a mí. Dónde incubarán sus huevos que no veo rocas, peñascos, sólo la arena gris, barquitos, un pontón de madera. El caballero de las baratijas
-Domnule, domnule
y ahí seguimos los dos, durante unos metros, a la par. Me sustituye por otra víctima, me deja. Terrazas, una señora que se masajea el tobillo, una especie de templo chino donde se bebe cerveza. Mañana vuelvo a Alemania, ha de haber cuervos en Múnich, abedules. Por lo menos el viento de las montañas los días de lluvia. Ha de haber vida antes de la muerte. Monjes budistas en el aeropuerto aguardan a que alguien los lleve hacia el techo del mundo. Me acomodo mejor en la silla. Frente a la puerta de mi vuelo, hago caer el sueño sobre mí, despacito. El escritor Dinu Flamand sigue hablándome ya no en Bucarest, cada vez más lento, difuso. ¿Habrá vida antes de la muerte? Dejo de sentir las piernas, los brazos. Dejo de tener cuerpo. Es bueno dormir.
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