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lunes, 16 de octubre de 2017

SÁBADO POR LA TARDE* (Thomas Bernhard)


Los sábados me sacaban de la tienda y del poblado de Scherzhauserfeld para llevarme directamente a la melancolía, ya en el poblado de Scherzhauserfeld reinaba siempre, durante todo el camino, ese silencio interrumpido sólo por ruidos de cubiertos que venían de las ventanas: es sábado, nadie trabaja en nada, la gente está echada en sus pisos en el sofá o en las camas, y no sabe qué hacer con su tiempo. Hasta las tres de la tarde reinaba ese silencio de la tarde, hasta que en los pisos se desarrollaban disputas, y entonces muchos salían de sus alojamientos al aire libre, muy a menudo maldiciendo, gritando o con el rostro devastado. Los sábados por la tarde los he sentido siempre como un tiempo muy peligroso para todos, la insatisfacción consigo mismo y con todas y cada una de las cosas, y la repentina conciencia de haber sido realmente explotado durante toda la vida y de carecer de sentido producían ese estado de espíritu, en el que la mayoría caía con aterradora profundidad. La mayoría de los hombres están acostumbrados a su trabajo y a alguna clase de trabajo u ocupación regular; si les falta, pierden instantáneamente su contenido y su conciencia y no son más que un morboso estado de desesperación. Al individuo le pasa lo que a la mayoría. Piensan que se regeneran, pero en verdad se trata de un vacío, en el que se vuelven medio locos. Por eso todos tienen las tardes de los sábados las ideas más demenciales, y todo termina siempre insatisfactoriamente. Empiezan a desplazar armarios y cómodas, mesas y sillones y sus propias camas, cepillan sus vestidos en los balcones, se limpian los zapatos como si se hubieran vuelto locos, las mujeres se suben al borde de las ventanas y los hombres se van al sótano y levantan torbellinos de polvo con escobas de ramas. Familias enteras creen que tienen que poner orden y se precipitan sobre el contenido de sus alojamientos y lo trastornan y se trastornan con ello. O se echan y se ocupan de sus dolencias, huyen y se refugian en sus enfermedades, que son enfermedades permanentes, de las que se acuerdan al terminar su trabajo el sábado por la tarde. Los médicos lo saben, los sábados por la tarde hay más visitas que en cualquier otro momento. Cuando el trabajo se interrumpe, irrumpen las enfermedades, llegan de pronto los dolores, el famoso dolor de cabeza de los sábados, las palpitaciones de las tardes de los sábados, los desmayos, los arrebatos de ira. Durante toda la semana las enfermedades son contenidas, mitigadas por el trabajo e incluso por una simple ocupación, el sábado por la tarde se hacen sentir y el hombre pierde en seguida su equilibrio. Y cuando el que ha dejado de trabajar al mediodía, cobra conciencia poco después de su auténtica situación, que en cualquier caso es siempre sólo una situación sin esperanzas, sea él quien sea, sea lo que sea, esté donde esté, tiene que decirse que no es más que un hombre desgraciado, aunque pretenda lo contrario. Los pocos afortunados a los que el sábado no trastorna sólo confirman la regla. En el fondo, el sábado es un día temido, mucho más temido aún que el domingo, porque el sábado sabe todo el mundo que queda el domingo aún, y el domingo es el día más horrible, pero después del domingo viene el lunes, que es un día laborable, y eso hace soportable el domingo. El sábado es terrible, el domingo horrible, el lunes es un alivio. Todo lo demás es una afirmación malévola y estúpida. El sábado se prepara la tormenta, el domingo descarga, el lunes vuelve la calma. El hombre no ama la libertad, todo lo demás es mentira, no sabe qué hacer con la libertad, apenas es libre, se dedica a abrir cómodas de vestidos y ropa blanca, a ordenar viejos papeles, busca fotografías, documentos, cartas, va al jardín y escarba la tierra o anda totalmente sin sentido ni objeto en cualquier dirección, sea la que fuere, y lo llama paseo. Y cuando hay niños, se los utiliza para el famoso matar el tiempo, y se los excita y azota y abofetea, para que produzcan ese caos que, en verdad, es la salvación. Y qué hay por otra parte más terrible que un paseo de sábado por la tarde, como visita a parientes o conocidos, en el que se satisface la curiosidad y se destruyen las relaciones con esos parientes o conocidos. Y si la gente lee, se tortura en verdad con una pena que se impone a sí misma, y nada es más ridículo que el deporte, esa coartada favorita entre todas para la absoluta falta de sentido del individuo. El fin de semana es el homicidio de todo individuo y la muerte de toda familia. El sábado, después de terminar el trabajo, el individuo y, por consiguiente, todo el mundo está súbitamente solo por completo, porque en verdad y en realidad los hombres sólo conviven durante toda su vida con su trabajo, sólo tienen en verdad y en realidad su ocupación, y nada más. Nadie puede sustituir al trabajo de otro, cuando alguien pierde a un ser, aunque sea para él decisivo, el más importante para él, el más querido, no perece; cuando se le quita el trabajo y la ocupación, se extingue y, en poco tiempo, muere. Las enfermedades surgen cuando los hombres no están plenamente utilizados, están demasiado poco ocupados, no deberían quejarse de demasiadas ocupaciones sino de demasiado pocas; si se limitan las ocupaciones, las enfermedades se extienden, la infelicidad lo abarca todo cuando el trabajo y las ocupaciones se limitan. En esa medida, el trabajo, en sí sin sentido, tiene su sentido, su finalidad propia original. Los sábados por la tarde podía observarse primero el silencio característico de los sábados por la tarde, la calma que precede a la tormenta, de repente la gente se precipitaba a la calle, se habían acordado de sus parientes y conocidos o simplemente de la Naturaleza, de que había cine o una función de circo, o se refugiaban en los jardines y empezaban a escarbar. Pero hacían lo que hacían entonces, en cualquier caso y por toda clase de razones, sin ilusión. Es evidente que quien no se refugiaba en una actividad y creía poder pasar el tiempo sólo meditando y superar su estado mental amenazado y, muy a menudo, mortalmente peligroso, por medio de la meditación, se abandonaba rápidamente y, además, al ciento por ciento, a su desgracia personal. El sábado ha sido siempre el día de los suicidios, y quien ha frecuentado alguna vez durante cierto tiempo los tribunales sabe que el ochenta por ciento de los asesinados lo son en sábado. Durante toda la semana, todo lo que tiene que hacer a un hombre insatisfecho e infeliz, porque está tan concentrado en la insatisfacción y en la infelicidad, se encuentra contenido, pero el sábado, después de terminar el trabajo, su insatisfacción y su infelicidad están otra vez presentes y, de hecho, presentes cada vez con mayor brutalidad. Y todos intentan descargar los sábados en otro su insatisfacción y su infelicidad. La insatisfacción y la infelicidad se llevan después de terminar el trabajo a casa, donde al fin y al cabo no esperan más que insatisfacción e infelicidad, y se descargan en casa. Como consecuencia, los sábados por la tarde tienen, en todas partes donde hay hombres y donde se reúnen hombres, un efecto devastador. Cuando hay varios reunidos, como en las familias, no lo soportan, y tienen que producirse explosiones, y cuando alguien está totalmente solo consigo mismo y, por consiguiente, solitario y aislado, es también una situación terrible. Los sábados son los verdaderos homicidas del mundo, y los domingos hacen evidente ese hecho de la forma más insoportable, y los lunes aplazan otra vez la insatisfacción y la infelicidad toda la semana hasta el sábado siguiente, hasta el siguiente empeoramiento del estado mental.

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* (Fragmento de la obra de T. Bernhard titulada "El sótano")


1 comentario:

  1. MI PRIMA SE PONE SUS GUANTE DE GOMA ME DICE NO VOY A PERMITIR Q ME FALTES AL RESPETO ME CACHETEA PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF

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