A la mañana después de aquella noche, Zaratustra se levantó de su lecho, se ciñó la faja y salió de su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal que viene de oscuras montañas.
“Tú gran astro”, dijo, como había dicho en otro tiempo, “profundo ojo de felicidad, ¡qué sería de toda tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!
Y si ellos permanecieran en sus aposentos mientras tú estás ya despierto y vienes y regalas y repartes: ¡cómo se irritaría contra esto tu orgulloso pudor!
¡Bien!, ellos duermen todavía, esos hombres superiores, mientras que yo estoy despierto: ¡ésos no son mis idóneos compañeros de viaje! No es a ellos a quienes yo aguardo aquí en mis montañas.
A mi obra quiero ir, a mi día: pero ellos no comprenden cuáles son los signos de mi mañana, mis pasos no son para ellos un toque de diana.
Ellos duermen todavía en mi caverna, sus sueños siguen bebiendo de mis cantos de embriaguez. El oído que me escuche a mí, el oído obediente falta en sus miembros.”
– Esto había dicho Zaratustra a su corazón mientras el sol se elevaba: entonces se puso a mirar inquisitivamente hacia lo alto, pues había oído por encima de sí el agudo grito de su águila. “¡Bien!” exclamó hacia arriba, “así me gusta y me conviene. Mis animales están despiertos, pues yo estoy despierto.
Mi águila está despierta y honra, igual que yo, al sol. Con garras de águila aferra la nueva luz. Vosotros sois mis animales adecuados; yo os amo.
¡Pero todavía me faltan mis hombres adecuados!”.
Así habló Zaratustra; y entonces ocurrió que de repente se sintió como rodeado por bandadas y revoloteos de innumerables pájaros. El rumor de tantas alas y el tropel en torno a su cabeza eran tan grandes que cerró los ojos. Y, en verdad, sobre él había caído algo semejante a una nube, semejante a una nube de flechas que se descarga sobre un nuevo enemigo. Pero he aquí que se trataba de una nube de amor, y caía sobre un nuevo amigo.
“¿Qué me ocurre?«, pensó Zaratustra en su asombrado corazón, y lentamente se dejó caer sobre la gran piedra que se hallaba junto a la salida de su caverna. Pero mientras movía las manos a su alrededor y encima y debajo de sí, y se defendía de los cariñosos pájaros, he aquí que le ocurrió algo aún más raro: su mano se posó, en efecto de manera imprevista sobre una espesa y cálida melena y al mismo tiempo resonó delante de él un rugido, un suave y prolongado rugido de león.
“El signo llega”, dijo Zaratustra, y su corazón se transformó. Y, en verdad, cuando se hizo la claridad delante de él vio que a sus pies yacía un amarillo y poderoso animal, el cual estrechaba su cabeza entre sus rodillas y no quería apartarse de él a causa de su amor, y actuaba igual que un perro que vuelve a encontrar a su viejo dueño. Pero las palomas no eran menos vehementes en su amor que el león; y cada vez que una paloma se deslizaba sobre la nariz del león, el león sacudía la cabeza y se maravillaba y reía por ello.
A todos ellos Zaratustra les dijo tan sólo una única frase: “mis hijos están cerca, mis hijos”. Entonces enmudeció del todo. Pero su corazón estaba aliviado y de sus ojos goteaban lágrimas y caían en sus manos. Y no prestaba ya atención a ninguna cosa, y estaba allí sentado, inmóvil y sin defenderse ya de los animales. Entonces las palomas se pusieron a volar de un lado para otro y se le posaban sobre los hombros y acariciaban su blanco cabello y no se cansaban de su cariño y su júbilo. El fuerte león, en cambio, lamía siempre las lágrimas que caían sobre las manos de Zaratustra y rugía y gruñía tímidamente. Así se comportaban aquellos animales.
Todo esto duró mucho tiempo, o poco tiempo: pues, hablando propiamente, para tales cosas no existe en la tierra tiempo alguno. Pero entre tanto los hombres superiores que estaban dentro de la caverna de Zaratustra se habían despertado y se disponían a salir en procesión a su encuentro y a ofrecerle el saludo matinal: pues habían encontrado, al despertarse, que él no se hallaba ya entre ellos. Pero cuando llegaron a la puerta de la caverna, y el ruido de sus pasos los precedía, el león enderezó las orejas con violencia, se apartó súbitamente de Zaratustra y se lanzó, rugiendo salvajemente, hacia la caverna; los hombres superiores, cuando le oyeron rugir, gritaron todos como con una sola boca y retrocedieron huyendo y en un instante desaparecieron.
Pero Zaratustra, aturdido y distraído, se levantó de su asiento, miró a su alrededor, permaneció de pie sorprendido, interrogó a su corazón, volvió en sí, y estuvo solo. “¿Qué es lo que he oído?” dijo por fin lentamente, “¿qué es lo que me acaba de ocurrir?”
Y ya el recuerdo volvía a él, y comprendió con una sola mirada todo lo que había acontecido entre ayer y hoy. “Aquí está, en efecto, la piedra”, dijo y se acarició la barba, “en ella me encontraba sentado ayer por la mañana; y aquí se me acercó el adivino, y aquí oí por vez primera el grito que acabo de oír, el gran grito de socorro.
Oh vosotros hombres superiores, vuestra necesidad fue la que aquel viejo adivino me vaticinó ayer por la mañana, a acudir a vuestra necesidad quería seducirme y tentarme: oh Zaratustra, me dijo, yo vengo para seducirte a tu último pecado.
¿A mi último pecado?, exclamó Zaratustra y furioso se rió de sus últimas palabras: ¿qué se me había reservado como mi último pecado?”
– Y una vez más Zaratustra se abismó dentro de sí y volvió a sentarse sobre la gran piedra y reflexionó. De repente se levantó de un salto,
“¡Compasión! ¡La compasión por el hombre superior!”, gritó, y su rostro se endureció como el bronce. “¡Bien! ¡Eso – tuvo su tiempo!
Mi sufrimiento y mi compasión ¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra!
¡Bien! El león ha llegado, mis hijos están cerca, Zaratustra está ya maduro, mi hora ha llegado:
Ésta es mi mañana, mi día comienza: ¡asciende, pues, asciende tú, gran mediodía!”.
Así habló Zaratustra, y abandonó su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal venido de oscuras montañas.
MI PRIMA SE PONE A LAVAR LA ROPA CON AGUA Y DETERGENTE ME DICE MOCOSO MALCRIADO NO ME LEVANTES LA VOZ O TE VUELVO A PEGAR YO LE YO A TI TE HABLO COMO QUIERO Y ELLA ME TIRA TANTAS CACHETADAS CON SUS MOJADAS MANO PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF
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