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domingo, 15 de octubre de 2017

ARGUMENTO (Emilia Pardo Bazán)



¿Quién no conoce a aquel médico no sólo en la ciudad, sino en la provincia, y aun en Madrid, al que desdeña profundamente? Son muchas las cosas que desdeña, y entre ellas, el dinero. Lo desdeña con sinceridad, sin alharacas. Podría ser rico; su fama de mago, más que de hombre de ciencia, le permitiría exigir fuertes sumas por las curas increíbles que realiza; pero para él existen la conciencia, el alma, la otra vida -un sinnúmero de cosas que mucha gente suprime por estorbosas y tiránicas-, y se limita a tomar lo que basta al modesto desahogo de su existir. No tiene coche, ni hotel, ni cuenta corriente en el Banco; en cambio, espera tener un lugar en el cielo, al lado de los médicos que hayan cumplido con su deber de cristianos, que algunos hay, y hasta en el Santoral los encontramos, con su aureola y todo.

El doctor -llamémosle doctor Zutano- abre su consulta a las ocho de la mañana; y desde las cinco, en invierno, hay gente esperando en su portal, en su escalera y en su antesala, si el fámulo lo permite. Dentro ya, divídense los clientes: en un aposento aguardan los de pago, los ricos; en otro, aislado, los pobres, los que no pagan. Invariablemente, la consulta empieza por un pobre; pasa luego un rico, y así, alternativamente, hasta que el médico, rendido de cansancio, necesitando ya reparar las fuerzas con frugal almuerzo, da por terminada la faena del día. Jamás se vio ni leve diferencia en la duración de las consultas gratuitas y las pagadas. Con igual calma, con el mismo interés nuevo y fresco en cada caso, registra el doctor Zutano las peludas orejas de un faenero del muelle, que los limpios dientes, fregados con oralina, de la remilgada señorita, a la cual se dirige severo y conciso como un dómine. Porque el doctor reconoce siempre oídos y dientes ante todo, y uno de sus timbres de gloria es haber curado hasta casos de locura extrayendo, entre irónico y triunfante, una bolita de cera de un conducto auditivo.

Jamás se vio que el doctor aplazase operación que juzgara necesaria. Pocos preparativos, acción rápida, como la de un animal que se guía por el instinto, y esa felicidad en el resultado, que caracteriza al cirujano genial.

-Tanto aparato, tanto aparato para cosas tan sencillas -repite, despreciativo, burlándose un poco de la escenografía científica, que no se hizo para él-. ¡Bah, bah! Las cosas, a la pata la llana…

Lo más curioso de un hombre tan digno de estudio en su psicología, son seguramente sus ideas políticas y sociales. Para que nos las expliquemos, tendremos que retroceder hasta los místicos franciscanos de la Edad Media, aquellos que, prontos a la sumisión y al fervor y a la penitencia hasta morir, amaban a los pobres y a los humildes y reprendían dura y satíricamente los defectos del Papa. El doctor Zutano es grande amparador de los desheredados, y tiene para ellos preparado el auxilio y la generosa limosna de su ciencia a cada instante. A los poderosos de la tierra no los conoce sino cuando sufren, cuando son mísera carne enferma, iguales al menesteroso ante el dolor. De las señoritas y señoras que van a consultarle emperifolladas y trascendiendo a esencias, suele mofarse, poniéndolas como un trapo. Ni los personajes políticos, ni los aristócratas, ni los plutócratas impresionan al doctor. Hijo del pueblo, lo recuerda con fruición, como recuerda con expansión de gratitud íntima al señor que costeó su carrera. Lo demás, le es indiferente; los que acuden a su consulta no son sino hombres, y sus órganos que sufren no se diferencian de otros órganos encallecidos por el trabajo, o deformados y atrofiados por azares de una vida miserable, por falta de subsistencia, por miseria, en fin. Humanidad doliente ahora, polvo y ceniza mañana, excepto la luminosa partícula, el espíritu, que dará cuenta y será responsable ante la justicia inmanente… En el barro, el doctor no hace diferencias. Como ignora la ambición y la vanidad, no se inclina ante nadie. Tal vez se inclinase hasta el suelo ante dos cosas sagradas: la maternidad y la inocencia. Las madres que no aman a sus hijos con violento amor, le son antipáticas. La queja de la madre, la del padre, le ablandan, resuenan en su corazón. Y el doctor no tiene hijos.

Aceptador del destino y de la labor con la cual se gana el pan, el doctor detesta la agitación política. No conoce más ley que el trabajo. Nadie menos «burgués» y, sin embargo, nadie más enemigo de las huelgas, los meetings, las arengas y las luchas electorales. «Pillos que holgazanean y pillos que medran.» Tal es su definición, de la cual nadie le saca.

Un día, en aquella antesala del doctor, donde se entreoyen conversaciones palpitantes de oscura esperanza, y corre el vago estremecimiento de lo maravilloso, esperaba un hombre como de unos cuarenta y pico de años, vistiendo remendada blusa y acompañado por un niño de unos once, acaso más, porque la enfermedad que le consumía desmedraba su estatura y limitaba su desarrollo. La espera fue larga, y el fornido padre, para entretenerla, sacó del bolsillo del pantalón un zoquete e hizo que la criatura mordiscase, desganada, en él. Al cabo, llególes el turno, y, procurando no pisar fuerte, entraron respetuosos en el despacho sencillo, cuyas altas vitrinas, rellenas de instrumentos y material quirúrgico, relampagueaban con reflejos de acero, al rayo del sol que pasaba al través del cierre de cristales.

El doctor Zutano suele preguntar rápidamente, a veces no pregunta, porque adivina. Imponiendo las manos, como un antiguo taumaturgo, suele acertar con sólo el tacto.

-Ya sabemos, ya, lo que ocurre… El chiquillo padece un tumor…, bueno, un bulto…, no le importa a usted dónde…, dentro, ¿me entiende?, y hay que quitárselo, ¡y cuanto antes! Mejor ahora que mañana.

El padre se rascaba la cabeza indeciso.

-Y… eso… ¿me costará mucho dinero, señor?

-¡No le cuesta nada, santiño! ¿Qué le va a costar? Esta tarde vuelve usted con el chiquillo; le hago lo que hay que hacer; le pongo las vendas; trae usted una camilla o un colchón; se va con él a su casa; yo paso a verle unos días, hasta que no necesite más visitas; y concluido. ¿Piensa que no comprendo yo que usted no es ningún banquero?

-¡Soy un pobre obrero, señor!

-¿En qué trabaja? Mi padre era cerrajero, ¿sabe?

-Soy carpintero de armar… Pero ahora estamos en huelga.

-¿En huelga? -preguntó severamente el médico, frunciendo el ceño y clavando el mirar en la cara del cliente.

-Sí, señor… Eso no es cosa mala… Como usted me enseña, con la huelga nos defendemos de los patronos. Ejercemos un sagrado derecho.

-Bueno, bueno… ¿En huelga, eh? Pues venga esta tarde. Le espero.

A la tarde, el doctor desnudó al niño, le extendió sobre la mesa y le adurmió con el cloroformo, porque la operación era y tenía que ser larga. Con la celeridad asombrosa que le caracteriza, abrió de un seguro tajo el costado, por la espalda, y fue ensanchando la incisión y aislando el tumor para extraerlo.

El padre, de pie, y con el aliento congojoso, miraba el instrumento que sajaba y cortaba en aquella carne de sus amores. Un temblor agitaba sus miembros, y por su frente rezumaba un sudor frío, ¡Qué herida tan enorme! ¿No le sacarían por allí las tripas al malpocado? ¿No le vaciarían como a un cerdo? Y cuando la atroz hipótesis se le estaba ocurriendo, he aquí que el doctor suspende su trabajo, levanta el bisturí… y, sentándose cerca de la ventana, coge un libro y se pone a leer tranquilamente.

-¿Qué es eso, señor? ¿No sigue? -preguntó el padre, receloso.

-No, hombre… -exclamó el médico, calmosamente-. ¡Me declaro en huelga!

-¿Qué dice? -exclamó aterrado el obrero, sin saber si el doctor Zutano hablaba en serio o bromeaba.

-¿No está claro? Soy huelguista yo también… Vaya, esto se deja para otro día. Abur. Me retiro a descansar.

-Pero… ¿y el niño? ¿Va a quedarse así el niño?

-¿Y a mí qué me cuentas? La huelga es un derecho, un derecho sagrado.

-¡Pero, señor, el niño! ¡Que está abierto, que está ahí como muerto! ¡Señor, por el alma de quien tenga en el otro mundo!

-¿Crees tú en el otro mundo? -preguntó muy formal el doctor-. ¿Crees en el alma? Mira, lo dudo, porque os tienen mareados y ya ni sabéis lo que creéis… En fin, yo me voy a dormir una siesta; estoy en huelga, como sabes…

Más blanco que la cera el padre; empezando a entender que aquello iba de veras, que su hijo se moría, abierto, despedazado, con el estertor que le causaba el anestésico -echándose de rodillas, gimiendo, imploró:

-¡Señor! ¡Que es mi hijo! ¡Que soy su padre, señor! ¡Su padre!

-¡Eso te vale, zángano! -murmuró el médico-; y, dando un empujón ligero al hombre para desviarlo, y encogiéndose de hombros, continuó y remató brillantemente la operación emprendida.


1 comentario:

  1. MI HERMANASTRA MAYOR ME DICE EN TU VIDA VUELVAS A LEVANTARME LA MANO Y ME CACHETEA CON TODAS SUS FUERZAS PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF PLAFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF

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