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miércoles, 4 de octubre de 2017

LAS COSAS QUE HACEMOS PARA VER A LOS ANIMALES (Patricia Suárez)



Viajás en micro, en tren, en coche hasta lugares

a veces cercanos, a veces no, y pagás una entrada,

vos o los tuyos, los que te invitaron,

y con la entrada te dan un mapa, que explica

por dónde anda cada bicho; alguien te toma

una fotografìa en la entrada donde sonreís diciendo whisky

o cheese, si es que sabés algo de inglés y que cheese

es queso; algo, claro, que no es del gusto de los animales.

Comprás alimento especial para darles, para lanzarles,

porque no pueden comer tus galletas ni tu vianda.

Para ello está el alimento especial para monos, está

el de flamencos y el de osos. Te parás a cierta distancia

y se lo tirás entre las rejas o por encima de la jaula;

si hay suerte, el animal puede alcanzar su alimento,

aunque la mayoría de las veces se pierde y no llega

a pasar por los barrotes. Es una pena, pero sucede

que no debés acercarte demasiado a las bestias del zoo,

es peligroso acercarse demasiado, pueden dañarte,

según dicen quienes los cuidan. No siempre es posible

verlos, pueden estar durmiendo o tal vez

tengan miedo de la gente al otro lado, que los mira

tan convencidos de que son bonitos para ver.

Y cuando el paseo duró una cierta cantidad de horas,

tenés que irte, partir a tu propio mundo,

en donde la mayoría de los animales salvajes

son de paño o de peluche y descansan

día y noche sobre tu suave almohada.

Entonces ellos, cuando no estás, cruzan miradas,

trinan, braman, mugen mensajes de aliento;

el elefante barrita –es ese sonido que el elefante hace

y los hombres llaman con una palabra tan extraña,

“barritar”-, y se preguntan a su modo, en su lenguaje,

dónde estás vos ahora, el chico, la chica, que los miraba

con ojos encendidos de entusiasmo y no se quedó

más tiempo porque el pobrecito debía volver

a la hora del atardecer a su propia jaula.


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