Las anécdotas sobre los grandes hombres son una lectura reconfortante.
De acuerdo, pensará el lector, cierto es que no he descubierto el cloroformo, pero al menos no era el peor estudiante de la escuela como Liebig.
Naturalmente no fui el primero en hallar la arsfenamina, pero al menos no soy tan despistado como Ehrlich, quien se escribía cartas a sí mismo.
En cuestión de elementos, está claro que Mendeléyev me supera, pero seguro que soy mucho más aseado y presentable que él por lo que al pelo respecta.
¿Y he olvidado alguna vez presentarme en mi propia boda como Pasteur?
¿Acaso he cerrado alguna vez el azucarero con llave como Laplace para que no lo utilizara mi mujer?
La verdad es que, comparados con ellos, todos nos sentimos un poco más sensatos, mejor educados e, incluso, más magnánimos por lo que respecta al día a día.
Además, la perspectiva del tiempo nos ha permitido saber qué científico tenía razón y cuál estaba vergonzosamente equivocado.
¡Qué inofensivo nos parece hoy un tal Pettenhoffer! Fue un médico que combatió de un modo vehemente los estudios sobre la acción patógena de las bacterias. Cuando Koch descubrió la bacteria Vibrio cholerae, Pettenhoffer se bebió una probeta entera llena de esos desagradables gérmenes durante una demostración pública tratando de demostrar que los bacteriólogos, con Koch a la cabeza, eran unos mitómanos peligrosos.
La singular grandeza de esta anécdota radica en el hecho de que no le pasó nada a Pettenhoffer. Conservó su salud y hasta el último de sus días pregonó burlonamente que tenía razón.
Por qué no enfermó continúa siendo un misterio para la medicina.
Pero no para la psicología. A veces aparecen personas con una resistencia excepcionalmente vigorosa a los hechos evidentes.
¡Qué agradable y honroso es no ser como Pettenhoffer!
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