Cuando Pánfilo, el poeta, se halló solo, frente a la luna, sin saber por qué, como si la luna fuera en verdad la que suscita esas lacrimosas mareas, se le humedecieron los ojos.
—¡Cómo! ¿Estoy llorando? ¿No es la vida verdaderamente alegre? —exclamó Pánfilo, maravillado y vergonzoso.
Y se puso a mirar sus lágrimas al trasluz de la luna. Pero entonces notó, lleno de asombro, que a la luz de la luna, aquel llanto suyo se trocaba en un arco iris magnífico y clemente, tan bello como los que en Madrid se abren, después de la lluvia, sobre el mirador del paraíso de la Puerta de Atocha.
Pero aquel arco iris de Pánfilo era todavía más prodigioso porque abría su cola de pavo real en la sombra nocturna y era así dulce y milagroso como las cosas que se ven en los sueños. Y Pánfilo entonces sonrió sollozando, al ver los gayos colores que vestían su tristeza y dijo:
—¡Oh maravilla! ¡Hasta el llanto de los poetas es una cosa alegre!
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