Vauvenargues dice que en los jardines públicos hay paseos frecuentados principalmente por la ambición decepcionada, por los inventores desafortunados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas esas almas turbulentas y cerradas en las que aún rugen los últimos suspiros de una tormenta, que se esconden lejos de la mirada insolente de los satisfechos y de los ociosos. En esos rincones umbríos se citan los lisiados por la vida.
El poeta y el filósofo gustan de dirigir sus ávidas conjeturas principalmente a estos lugares. Hay en ellos pasto seguro. Porque si desdeñan visitar un lugar, como insinuaba antes, ese lugar es la alegría de los ricos. Esta turbulencia en el vacío no tiene nada que les atraiga; al contrario, se sienten irremediablemente arrastrados hacia lo débil, lo ruinoso, lo triste, lo huérfano.
Un ojo experto nunca se engaña. En esas facciones rígidas o abatidas, en esos ojos hundidos y empañados, o brillantes por los últimos destellos de la lucha, en esas arrugas profundas y abundantes, en esos andares tan lentos o tan bruscos, descifra enseguida las innumerables leyendas del amor engañado, del sacrificio ignorado, del esfuerzo no recompensado, del hambre y de la sed humilde y silenciosamente soportadas.
¿Habéis visto alguna vez a viudas en estos bancos solitarios, a viudas pobres? Vayan de luto o no, es fácil reconocerlas. Además, hay siempre en el luto del pobre algo que falta, una ausencia de armonía que lo hace más doloroso. El pobre se ve obligado a escatimar su dolor. El rico lo lleva al completo.
¿Qué viuda es la más triste y la que más entristece, la que lleva de la mano a un niño con el que no puede compartir sus ensueños, o la que está completamente sola? No sé … Una vez llegué a seguir durante horas a una de estas viejas afligidas; tiesa, erguida, con un pequeño chal desgastado, llevaba en todo su ser una altivez estoica.
Estaba evidentemente condenada, por una absoluta soledad, a las costumbres de un solterón, y el carácter masculino de estas costumbres añadía una pizca de misterio a su austeridad. No sé en qué miserable café ni de qué manera comió. La seguí hasta una sala de lectura y la espié largo rato mientras ella buscaba en los periódicos, con ojos activos, antes quemados por las lágrimas, noticias de interés poderoso y personal.
Al fin, por la tarde, bajo un cielo de otoño encantador, uno de esos cielos de los que bajan en tropel penas y recuerdos, se sentó aparte en un jardín para escuchar, lejos del gentío, uno de esos conciertos con que la música de los regimientos gratifica al pueblo parisino.
Ese era, sin duda, el pequeño dispendio de esta vieja inocente (o de esta vieja purificada), el consuelo bien ganado de uno de esos pesados días sin amigo, sin charla, sin alegría, sin confidente, que Dios dejaba caer sobre ella, desde hace años quizá, trescientos sesenta y cinco veces al año.
Otra más:
Nunca he podido evitar echar una mirada, si no universalmente simpática, al menos curiosa, a la multitud de parias que se congrega en torno al recinto de un concierto público. La orquesta lanza a través de la noche cantos de fiesta, de triunfo, de placer. Los vestidos arrastran brillando; las miradas se cruzan; los ociosos, cansados de no tener que hacer nada, se contonean indolentes fingiendo disfrutar de la música. Nada aquí que no sea de ricos, de personas felices, nada que no respire o inspire la despreocupación y el placer de dejarse vivir, nada, salvo el aspecto de esa turba que se apoya, allí abajo, en la valla exterior, atrapando gratis, a merced del viento, un jirón de música y mirando la resplandeciente hoguera interior.
Era una mujer alta, majestuosa, y tan noble en todo su porte, que no recuerdo haber visto otra igual en las colecciones de las aristocráticas bellezas del pasado. Un perfume de altiva virtud emanaba de toda su persona. Su rostro, triste y demacrado, estaba en perfecta consonancia con el riguroso luto que vestía. Ella también, como la plebe con la que se había mezclado, sin verla, miraba el mundo luminoso con unos ojos profundos, y escuchaba meciendo suavemente la cabeza.
¡Singular visión! «Con toda seguridad, me dije, esa pobreza, si hay pobreza, no debe admitir una economía sórdida; me lo dice un rostro tan noble. ¿Por qué permanece entonces voluntariamente en un ambiente en el que resulta una mancha tan llamativa?
Al pasar curioso cerca de ella creí adivinar la razón. La viuda llevaba de la mano a un niño, como ella, vestido de negro; por módico que fuese el precio de la entrada, ese precio bastaba quizá para pagar una necesidad de la criatura; o mejor aún, algo superfluo, un juguete.
Y ella volverá andando a casa, meditando y soñadora, sola, siempre sola, pues el niño es un torbellino, egoísta, sin dulzura y sin paciencia, y no puede, como puro animal, como el perro y el gato, servir de confidente a los dolores solitarios.
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