Los capitanes comparecen para informar acerca de los víveres. Y su informe no es muy satisfactorio. Los víveres son escasos. Cada barco lleva provisiones para tres meses, a lo sumo. Magallanes toma la palabra: "Es un hecho sin discusión -dice enérgicamente- que el objetivo de este viaje ha sido alcanzado. El paso, la travesía al Mar del Sur puede llamarse una realidad." Y ruega a los capitanes que expongan con toda libertad su criterio sobre si la flota ha de contentarse con este éxito o si ha de procurar poner un remate a lo que él prometió a su Emperador, o sea llegar asimismo a las islas de las especias y tomar posesión de ellas para España. Concedido que los víveres son ya escasos y que sus andanzas no han terminado aún; pero grandes son también la fama y la riqueza que a todos ellos esperan en el caso de llevar la empresa a su fin total. Su ánimo no decae. Pero ha querido, antes de tomar una resolución, oír el parecer de sus oficiales sobre si es conveniente volver ahora al hogar con el semiéxito, o bien perseverar hasta que se llegue a la meta definitiva.
No nos han sido transmitidas las respuestas de los capitanes y pilotos, pero no es disparatado suponer que la mayoría de ellos permanecieron callados. Se acuerdan demasiado de la playa de San Julián y de los miembros descuartizados de sus camaradas españoles; no aciertan todavía a alternar holgadamente con este acerado portugués. Uno solo manifiesta sin rodeos su pensamiento. Es éste el piloto del “San Antonio”, Esteváo Gomes, un portugués, supuesto pariente de Magallanes. El franco criterio de Gomes es que ahora que, según todas las apariencias, han dado con la travesía, lo mejor es volver a España, y luego, con una nueva y bien equipada flota, reanudar el viaje para llegar a las islas de las especias siguiendo el camino abierto. Porque, a su parecer, los barcos de que disponen ahora no son ya muy aptos, sin contar con que las provisiones escasean y nadie sabe si el nuevo océano desconocido, el Mar del Sur, se extiende todavía muy allá tras el estrecho descubierto. Un error en el rumbo por aquel mar desconocido, la lejanía del primer puerto, podrían arrastrar la flota al final más desgraciado.
Por boca de Estevão Gomes habla la razón, y, probablemente, Pigafetta, a quien siempre se hace sospechoso el que opina diferente de Magallanes, es injusto con Gomes al atribuirle miras mezquinas encubiertas en su opinión. Porque en la práctica, desde el punto de vista lógico y positivo, la proposición de regresar, de momento, con honor y salir luego en una segunda expedición para llegar al último objetivo era acertada; hubiera salvado la vida de Magallanes y la de casi doscientos hombres más. Pero a Magallanes no le importa la vida mortal ante el inmortal hecho. Quien piensa en héroe, tiene que obrar necesariamente contra la razón. Sin titubear, pide la palabra Magallanes para responder a la opinión de Gomes. Sin duda alguna les esperaban dificultades; probablemente, tendrían que luchar contra el hambre y con todos los obstáculos imaginables, pero -palabras proféticas-, aun cuando hubieran de devorar el cuero de las vergas, él considera como un deber la continuación del viaje hasta descubrir la tierra que prometió. Con esta apelación a la aventura, la consulta, tan singular en su psicología, parece ya asunto concluido, y de uno a otro barco cunde la orden, proclamada a voces, de que va a continuar el viaje. Pero, en particular, Magallanes da orden a los capitanes de ocultar cuidadosamente a la tripulación la escasez de víveres. Y advierte que peligra la vida de quien se atreva a hacer siquiera una insinuación sobre el asunto.
Callados reciben la orden los capitanes y los dos barcos destinados a la exploración del canal del Sur, el “San Antonio”, al mando de Mesquita, y el “Concepción”, al de Serrão, desaparecen en el embrollo de las escarpadas y onduladas bahías. Los otros dos, el “Trinidad”, barco almirante de Magallanes, y el “Victoria”, no tienen por qué atosigarse ahora. Anclan en la boca del río de las Sardinas y en vez de ser ellos mismos los que exploren el resto del canal hacia el Oeste, Magallanes confía este primer reconocimiento a un bote. No hay ningún peligro en aquella porción del canal, cuyas aguas son mansas. Una cosa les encarece Magallanes: que estén de vuelta del reconocimiento, lo más tardar, el tercer día. Estos tres días, hasta la vuelta del “Concepción” y del “San Antonio”, son de asueto para las otras dos naves. Magallanes y los suyos gozan del clima templado del paraje. La naturaleza se ha embellecido singularmente en el espacio de aquellos últimos días, a medida que han avanzado hacia el Oeste. A las ásperas rocas areniscas han sucedido sonrientes praderas, arboledas, bosques. Son más suaves las faldas de las colinas, y brillan en la lejanía las heladas cumbres. Los marineros se regalan con el agua dulce de las fuentes, después de semanas enteras de no conocer más que la pestilente de los toneles. Tumbados sobre la hierba blanda, admiran perezosamente la maravilla de los peces voladores. Pero pronto se desperezan, y se levantan para entretenerse en la pesca de las sardinas, que abundan hasta lo increíble en el río. Hallan vegetales a discreción, de los que pueden saciarse al cabo de meses, y con tal belleza y halago los invita la Naturaleza, que Pigafetta exclama, entusiasmado: “Credo che non sia al mondo el più bello e miglior stretto comè è questo”.
Pero ¿qué significa este pequeño goce de la comodidad y de la distensión, al lado de la dicha mayor, la que embriaga y arrebata a Magallanes en su ardiente atmósfera? Ya se acerca, se cierne en el aire. Al tercer día, la chalupa vuelve dócilmente, y otra vez los marineros hacen señales de lejos, como antes, en el día de Todos los Santos, después de descubrir la entrada del estrecho. ¡Pero lo de ahora es mil veces más importante! Han descubierto la salida y han visto por sus propios ojos el mar en que desemboca el canal, el desconocido gran Mar del Sur. “Thalassa, thalassa!”, la milenaria voz de júbilo con que los griegos saludaban las aguas eternas al regresar de largas expediciones, resuena ahora en otra lengua, pero con igual júbilo, meciéndose beatíficamente en una esfera que nunca había oído el entusiasmo de la voz humana.
Este minuto es el momento cumbre de la vida de Magallanes: el momento del más extraordinario embeleso que el hombre vive una sola vez. Todo se ha cumplido. Ha mantenido la palabra dada al Emperador. Ha realizado, el primero y el único, lo que otros mil se limitaron a soñar: ha encontrado el camino que lleva al otro mar. Justificada y digna de la inmortalidad es su vida desde este momento.
Y aquí sucede lo que nadie hubiera sospechado en aquel hombre recio y encerrado en sí mismo. De pronto, el calor interior que le abrasa domina al soldado impertérrito que nunca ni delante de nadie se demostró emocionado. Una corriente de lágrimas cálidas, abrasadoras, cae de sus ojos y se esconde en el oscuro matorral de sus barbas. La primera y la única vez en su vida que el hombre de acero derrama lágrimas de felicidad. "Il Capitano Generale lacrimó per allegrezza".
Un momento, uno solo en toda su vida oscura y afanosa, le cabe sentir a Magallanes el más alto gozo concedido al hombre creador: saber realizada su idea. Pero el destino señalado a este hombre en los astros es pagar un amargo tributo a cambio de un poco de felicidad. A cada uno de sus triunfos va enlazado inevitablemente un desengaño. Sólo le es permitido ver la felicidad: que no intente abrazarla ni retenerla. Y también este momento de embeleso, el más generoso en toda su vida, se desvanece antes de que pueda sentirlo en su plenitud. Porque ¿dónde están los otros dos barcos? ¿Cómo tardan tanto? ¿Llegarán, por fin, el “San Antonio” y el “Concepción” para recibir ellos también la buena nueva de la salida a nuevo océano? Cada vez más inquieto, Magallanes tiene la mirada fija en los confines de la bahía. Ha pasado de sobra el plazo acordado. Han transcurrido ya cinco días y no se ve rastro de los dos barcos.
¿Les habrá sucedido algo? ¿Perdieron el rumbo? Magallanes está muy excitado para poder esperar ocioso en el sitio convenido. Manda poner las velas y hacer marcha atrás por el canal, hacia los barcos retardados. Pero vacío se ve el horizonte, desierta el agua fría. Ni una señal, ni un rastro.
Al segundo día de estar buscando se ve blanquear por fin un velero. Es el “Concepción”, al mando del fiel Serrão. Pero ¿adónde para el otro barco, el que importa más por ser el más grande de la flota, el "San Antonio"? A Serrão le cuesta responder. Durante el primer día, el “San Antonio” les precedía a la vista; pero luego desapareció. Magallanes no sospecha todavía nada malo. Acaso el “San Antonio” ha perdido el rumbo o quizá su comandante no entendiera bien el acuerdo. Por eso manda salir todas las embarcaciones hacia distintos puntos, para explorar todos los recodos del canal mayor, el estrecho Almirante –“Admiralty Sound”-. Manda encender fuegos como señal; clávanse, en sus gallardetes hincados en tierra, unas cartas con instrucciones por si el barco hubiera perdido la orientación. Pero no se ve rastro de él. Debe de haber acontecido algo funesto. O el “San Antonio” ha naufragado, hundiéndose con su gente, lo cual no es muy verosímil, porque aquellos días reinaba precisamente una calma excepcional, o bien -y esto entra más en lo posible- Esteváo Gomes, el piloto del “San Antonio”, que tanto abogó en el consejo por el inmediato regreso, ha realizado su idea en rebeldía, y él y los oficiales han dominado al capitán y desertado con todas las provisiones.
Magallanes no aseguraría lo que ha sucedido. Sólo sabe que ha de ser algo terrible para él. Carecen de la nave mejor, de la más grande y bien provista de víveres de su flota. Pero ¿dónde habrá ido? ¿Qué ha sido de ella? Nadie puede informarle, en la inmensa soledad, de si yace en el fondo del mar o ha desertado a toda prisa con rumbo a España. Solamente las raras constelaciones, la Cruz del Sur, circundada de todo su brillante cortejo, fueron testigos de lo ignorado. Ellas podían darle respuesta sobre el paradero del “San Antonio”. Se comprende que Magallanes, que, como tantos contemporáneos suyos, confiaba en la ciencia adivinadora de los astros, llamara al astrólogo y astrónomo Andrés de San Martín, que ocupaba en la nave el cargo de Faleiro, porque es el único que tal vez pueda leer algo en las estrellas. Le manda sacar el horóscopo para aclarar con su arte lo que haya sido del “San Antonio”. Y, excepcionalmente, la astrología tiene razón; el buen astrólogo, que recuerda muy bien la actitud de Estevão Gomes en aquel consejo, vaticina que la nave ha desertado y que su capitán está preso.
Una vez más Magallanes tiene que afrontar una decisión inaplazable. Su júbilo fue prematuro. Demasiado fácilmente se abandonó a la despreocupación. Curioso paralelismo entre la primera vuelta al mundo por mar y la segunda: ha sufrido el mismo contratiempo que su sucesor Drake, cuyo mejor barco desaparecerá de noche con el rebelde capitán Winter. En medio de la ruta gloriosa, un compatricio, uno de su propia sangre, le llevará con su acto solapado a tal extremo, que si antes escaseaban los víveres en la flota, ahora le amenaza algo peor. El “San Antonio” llevaba a bordo las provisiones más abundantes y mejores. Por si esto fuera poco, se han dilapidado en la espera y la exploración los víveres de seis días. El avance hacia el ignoto Mar del Sur, que hace ocho días, bajo mejores auspicios, era ya una temeridad, ahora, desde la huida de1 “San Antonio”, es casi un suicidio.
Magallanes ha rodado, de pronto, desde la más alta cumbre de la orgullosa seguridad, al abismo de la confusión. No había necesidad del informe que nos ofrece Barros: "Quedó tan confuso que no sabía qué determinar", pues la inquietud de Magallanes la vemos claramente grabada en la orden -única que se ha conservado- comunicada en este momento de perplejidad a todos los oficiales de su flota. Por segunda vez en el espacio de pocos días les pide su opinión sobre si conviene proseguir o regresar; pero ahora ordena a sus capitanes que le den la respuesta por escrito. Porque Magallanes quiere -y esto demuestra su previsión- una garantía. “Scripta manent”. Necesita para el día de mañana un testimonio material de que preguntó a sus capitanes. Ve con toda claridad -y los hechos se cuidarán de confirmarlo- que aquellos rebeldes del “San Antonio”, no bien lleguen a Sevilla, se convertirán en acusadores para que no se les acuse a ellos de rebeldía. Indudablemente, le pintarán a él, el ausente, como un hombre terrorífico; excitarán el sentimiento nacional español con descripciones exageradas de cómo el forastero portugués aherrojó cruelmente a los funcionarios del Rey e hizo decapitar y descuartizar y dejó perecer de hambre a unos hidalgos castellanos, para luego, contra el estricto mandato del Rey, dejar la flota en manos de portugueses exclusivamente. Para quitar fuerza a esa inevitable acusación de haber impedido a los oficiales exponer toda libre opinión durante el viaje, por medio del terror más brutal, Magallanes redacta aquella orden singular que más parece en propio descargo que para pedir amistoso consejo. "Dada en el canal de Todos los Santos, enfrente del río del Isleo, a 21 de noviembre", empieza la orden. "Yo, Fernando Magallanes, Caballero de la Orden de Santiago y Capitán general de esta Armada... he tomado cuenta de que a todos vosotros parece una decisión llena de responsabilidad la continuación del viaje porque juzgáis que ha pasado demasiado tiempo. Soy hombre que nunca ha desatendido la opinión o el consejo de otro, antes bien desea tratar y ejecutar sus asuntos de común acuerdo con todos”.
Probablemente, los oficiales sonríen un poco ante esa característica que de sí mismo traza el interesado. Porque si un rasgo significativo hay en Magallanes es su inflexibilidad en la dirección y el mandato. Harto se acuerdan de cómo el mismo hombre ha rechazado con mano férrea cada una de las reclamaciones de los demás capitanes. Pero el mismo Magallanes sabe que han de acordarse de su implacable dictadura en el opinar, y por eso prosigue:
"A nadie ha de intimidar, pues, el recuerdo de los acontecimientos de Puerto de San Julián, y cada uno de vosotros tiene el deber de manifestarme sin temor cuál es su punto de vista referente a la seguridad de nuestra Armada. Sería contrario a vuestro juramento y a vuestro deber el ocultarme vuestra opinión. Cada uno de por sí -exige- ha de emitir su opinión claramente y por escrito sobre si conviene más proseguir la ruta o disponerse al regreso, exponiendo las razones que para ello le asistan."
Pero no se recobra en una hora la confianza que se ha ido perdiendo a lo largo de meses y meses. Los oficiales tienen todavía el miedo demasiado metido en la médula para decir con toda franqueza que lo mejor es el regreso. La única respuesta que nos queda, la del astrónomo San Martín, demuestra lo poco inclinados que estaban a compartir la responsabilidad con Magallanes, precisamente ahora que ésta se había agigantado. El buen astrólogo, como cuadra a su profesión, habla ambiguamente, nebulosamente, navegando entre dos aguas. Duda, en verdad, de poder llegar a las Molucas por el canal de Todos los Santos. "Aunque yo dudo que haya camino para llegar a Maluco por este canal." Así y todo, aconseja seguir adelante, porque "tendrían en las manos el corazón de la primavera". "Pero, por otra parte, no conviene ir demasiado lejos, sino volver más bien en enero, pues los hombres están debilitados y decaen sus fuerzas. Tal vez es mejor navegar no hacia el Oeste, sino hacia el Este, aunque Magallanes puede hacer lo que mejor le parezca, Y Dios le señale el camino." Con la misma vaguedad debieron expresarse los otros oficiales.
Pero Magallanes no ha preguntado a sus oficiales para saber sus respuestas, sino únicamente para poder presentar una prueba de que los ha interrogado. Sabe que ha ido ya demasiado lejos para retroceder. Sólo como triunfador puede entrar en España; si no es así, está perdido. Aunque el buen astrónomo hubiese vaticinado la muerte, su obligación era seguir la heroica carrera. El 22 de noviembre de 1520, cumpliendo sus órdenes, los barcos abandonan el puerto junto al río de las Sardinas, y pocos días después pasan el estrecho de Magallanes -que así se llamará para siempre- y, a su salida, ver detrás de un promontorio, que denominan con gratitud el cabo Deseado, el infinito ondear del océano no surcado todavía por ningún barco europeo. Vista conmovedora: allá, hacia el Oeste, detrás del horizonte sin fin, deben extenderse las islas de las especias, las islas de la riqueza, y, detrás de ellas, los extensos reinos de Oriente, China, el Japón y la India; y, más allá, infinitamente lejos, el hogar. ¡España, Europa!... ¡Ahora, unos días de tregua, la última, antes de la embestida definitiva en el océano desconocido, nunca atravesado desde el principio de la Tierra! Y luego, el 28 de noviembre, levar anclas e izar banderas; y los tres barcos humildes, solos, saludan, respetuosos, con descargas de artillería al mar desconocido, como se hace, caballerescamente, con un adversario de talla a quien se ha retado a un combate a vida o muerte.
La historia de esta primera travesía del hasta entonces innominado océano, "un mar tan extenso que apenas el espíritu humano puede abarcarlo" -según dice el informe de Maximiliano Transilvanus-, es una de las gestas inmortales de la humanidad. Ya el viaje de Colón a los espacios sin lindes fue reputado en su época, y lo ha sido después, como un acto de decisión sin igual; y, con todo, este hecho abnegado no puede compararse a la victoria ganada por Magallanes a los elementos, en medio de indecibles dificultades. Porque Colón navega con sus tres barcos, bien carenados y aparejados, treinta y tres días solamente, y ya una semana antes de echar pie a tierra, unas hierbas flotantes y maderas exóticas, y el vuelo de ciertos pájaros, le confirman la proximidad de un continente. Sus tripulantes están sanos y animosos, sus naves llevan tanta provisión que, en el peor de los casos, podrían volver a puerto sin penuria. Lo desconocido está ante él, y detrás tiene la patria para sacarle a camino, sea como sea. Magallanes viaja en el vacío más completo, y no partiendo de una Europa confidente, con sus puertos y sus hogares, sino de una Patagonia extraña e inhospitalaria. El hambre y la necesidad los acosan, viajan con ellos y se levantan ante ellos amenazadoras. Su indumentaria está fuera de uso, hay desgarrones en el velamen, las cuerdas se desgastan. Hace semanas que no han visto un rostro humano nuevo, no se han acercado a una mujer, no han catado el vino, la carne fresca ni el pan reciente, y, en el fondo del alma, envidian a los camaradas que han desertado a tiempo hacia sus hogares. Y así navegan los tres barcos, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta días, y todavía no se divisa la tierra, ni siquiera un signo de esperanza que les indique su proximidad. Y otra semana, y otra, y otra más; cien días: ¡tres veces el tiempo que empleó Colón en atravesar el océano! Con mil y mil horas vacías avanza la flota de Magallanes en el espacio vacío. Desde el 20 de noviembre, en que vieron alborear en el horizonte el cabo Deseado, de nada han servido tablas medidas. Cuantas distancias calculara Faleiro desde su gabinete se han manifestado erróneas, de modo que cuando Magallanes cree haber dejado atrás Cipango, el Japón, en realidad ha recorrido apenas un tercio del océano desconocido que, por su calma, denomina el Pacífico, como desde entonces se llama para siempre. Pero ¡qué cruel calma, qué martirio el de la monotonía en aquel silencio de muerte! El mar, como un espejo azul, invariable, y siempre el mismo cielo candente y sin una nube, y el aire mudo, y siempre la misma anchura y la misma redondez del horizonte, un corte metálico entre el cielo igual y el agua igual, que poco a poco van grabándose hondamente en el corazón. Siempre la misma nada azul inmensa en torno de los barcos insignificantes, únicos objetos que se mueven en medio de la horrible inmovilidad; y siempre la misma luz cruda del día para ver continuamente lo único, lo mismo; y, por la noche, las mismas estrellas de siempre, frías y calladas, a las que se interroga en vano. Siempre los mismos objetos en el escaso espacio poblado del barco; las mismas velas, el mismo mástil, la misma cubierta, la misma ancla, los mismos cañones, las mismas mesas... Siempre el mismo olor podrido y dulce de lo que se corrompe en las entrañas del barco. Siempre, mañana, tarde y noche, los mismos encuentros, las mismas caras que se miran unas a otras y de día en día desmejoran en la callada desesperación. Húndense más los ojos en las órbitas y su brillo se empaña con cada mañana que amanece sin nada nuevo; demácranse más las mejillas, y el paso es cada día más flojo y débil. Como espectros circulan ya, surcadas las mejillas sin color, los que hace pocos meses eran unos mozos temerarios, que trepaban por las escaleras y se movían diligentes para defender el barco de la tormenta. Ahora vacilan como enfermos o yacen extenuados sobre el jergón. Cada uno de esos tres barcos que salieron para una de las más osadas aventuras de la humanidad se ve ahora poblado por unos seres en los cuales apenas se reconocería a los marineros, y cada cubierta es un hospital flotante.
Disminuyen los víveres de un modo espantoso durante esa inesperada travesía, y aumenta la estrechez. Lo que diariamente reparte el jefe de la despensa entre los tripulantes, más bien puede llamarse basura que comida. Se ha agotado el vino, que refrigeraba un poco los labios y el ánimo. El agua dulce, cocida por el sol implacable, puesta en odres y en toneles sucios, despide tal pestilencia que los infelices han de taparse la nariz mientras humedecen la garganta con el único sorbo diario que les dan medido. La galleta de barco, que con los peces pescados por ellos mismos es su único alimento, hace tiempo se ha convertido en un polvo gris y sucio lleno de gusanos y de excrementos de ratas, las cuales, enloquecidas también, se han precipitado sobre los últimos restos miserables de la alimentación humana. Tanto más, por consiguiente, son apetecidos los repugnantes animales, cuya persecución por todos los rincones no conduce solamente a suprimirlos, sino también a procurarse con su muerte un requisito culinario; medio ducado de oro es la recompensa del experto cazador que coja uno de esos chillones animales, y el feliz comprador se traga el repugnante asado con verdadera fruición. Para engañar al estómago, que suele retorcerse en dolorosos espasmos; para acallar de algún modo, por ficticio que sea, el hambre devoradora, la tripulación inventa engaños cada vez más peligrosos: mezclan una pasta hecha de serrín con los desperdicios de la galleta de barco, a fin de aumentar aparentemente la miserable ración. Llega a tal punto la necesidad, que se realizan las palabras proféticas de Magallanes de que llegarían a comer el cuero de las vergas del barco; hallamos en Pigafetta una descripción del recurso a que acudieron, desesperados, los hambrientos, haciendo comestible lo que no lo era: "Llegamos al extremo de comer, para no morir de hambre, los pedazos de cuero con que estaba recubierto el palo mayor para evitar que el cable se deshilara. Expuestos a la lluvia, al sol y al viento durante años, aquellos pedazos de cuero eran tan duros que teníamos que sumergirlos en el mar durante cuatro o cinco días para ablandarlos un poco. Los poníamos entonces sobre la lumbre, y luego los engullíamos”.
No es maravilla que aun los más resistentes entre aquellos hombres de acero acostumbrados a las penalidades no pudieran tolerar semejante nutrición por algún tiempo. A consecuencia de la falta de víveres frescos -hoy diríamos "vitaminosos"- se presenta el escorbuto. Las encías de los atacados empiezan a hincharse y luego se corrompen; y los dientes oscilan hasta desprenderse, se forman tumores en la boca y, por fin, el paladar se hincha y duele de tal manera que, aun cuando tuvieran alimentos, los desgraciados no estarían ya en estado de tragarlos, hasta que sucumben. También a los supervivientes les quita el hambre las últimas energías. Con las piernas lastimadas o estropeadas, andan a duras penas, apoyados en bastones, o se acurrucan en cualquier rincón. No menos de diecinueve, o sea casi un décimo de la tripulación, perecen en este cortejo del hambre, en medio de horribles sufrimientos… Cada día del interminable viaje disminuye el número de los marineros todavía aptos para el trabajo, y atinadamente acentúa Pigafetta que, en tal estado de decaimiento de sus tripulantes, los tres barcos no hubieran podido hacer frente a la menor tempestad
"Si Dios y su bendita Madre no nos hubiesen concedido tan buen tiempo hubiéramos perecido todos de hambre en aquel mar inmenso”.
Tres meses y veinte días anda en total la solitaria caravana de los tres barcos a través del infinito desierto liquido, soportando todos los sufrimientos imaginables, hasta el más terrible: el de perder la esperanza. Porque, así como en el desierto los sedientos creen de pronto descubrir un oasis (las palmas meciéndose, las sombras frescas y azules invitándoles en medio de la luz inclemente que deslumbra hace días) y ya creen oír el chorro de la fuente, pero apenas dan unos pasos vacilantes, con sus últimas energías, desparece de súbito la placentera visión y el desierto se extiende de nuevo ante ellos, más hostil que antes asimismo son víctimas de un espejismo los hombres de Magallanes. Una mañana parte de la cofa un ronco clamor. Es que un marino ha visto tierra, tierra por primera vez desde hace tiempo. Una isla. Como locos se precipitan los hambrientos, los sedientos, a cubierta, y hasta los enfermos, que estaban echados en el suelo como guiñapos, se arrastran para ver. Sí; se acercan a una isla. ¡Pronto, vengan los botes! Los sentidos, sobreexcitados, ven ya manar las fuentes, y sueñan con el agua y el reparo a la sombra de los árboles, y saborean, tras tantas semanas de rodeos, el placer de pisar tierra firme y no las eternas tablas vacilantes sobre la vacilante onda. ¡Miserable engaño! Al llegar más cerca, ven que la isla, y otra más allá, que, en su exasperación, las denominan islas Desventuradas, son tierras de rocas inhabitadas e inhabitables, un yermo sin hombres ni bestias, sin fuentes, sin frutos. Sería tiempo perdido un solo día que se detuvieran en medio de aquellas rocas inhóspitas. Sigue el viaje a través del desierto azul, más y más lejos, durante días y semanas: el viaje marítimo tal vez más terrible y lleno de privaciones que registra la eterna crónica del dolor humano y de la humana capacidad de sufrimientos que llamamos Historia.
Al fin llega el día 6 de marzo de 1521. Más de cien veces se ha levantado el sol sobre el azul igual, vacío e inmóvil, y se ha hundido en el mismo azul implacable; cien veces la noche ha sucedido al día y el día a la noche, desde que la flota navega por el estrecho de Magallanes hacia el mar abierto, cuando vuelve a oírse aquel grito en lo alto de la cofa: "¡Tierra, tierra!" Ya era hora; dos días, tres días más en aquel vacío, y probablemente no hubiera pasado a la posteridad ni rastro de aquel hecho heroico. Con la tripulación famélica, y cual cementerio ambulante, los barcos hubieran errado sin gobierno hasta que una tormenta o el choque duro de una roca hubiese dado cuenta de ellos. Pero esta nueva isla -Dios sea loado- tiene unos pobladores y encontrarán en ella el agua que alivie a los que están consumiéndose. Apenas la flota se aproxima a la bahía, todavía sin echar el ancla ni arriar las velas, ya centellean unas chalupas pintadas, cuyas velas son de hoja de palma. Flexibles como monos, los hijos de la Naturaleza, enteramente desnudos e ingenuos, trepan a bordo, y son tan ajenos a toda idea de conveniencia social que se llevan sencillamente cuanto les viene a mano. En un momento desaparecen los más varios objetos, como si hicieran juegos de manos, y hasta el bote del “Trinidad” se han llevado, cortando la cuerda. Alegres y despreocupados por completo de toda sospecha de haber obrado mal, riendo al ver cuán fácilmente han adquirido lo nunca visto, se vuelven, remando, con su preciado botín. Porque a aquellos sencillos paganos les parece tan natural y corriente -los hombres desnudos desconocen los bolsillos- meterse entre los cabellos un par de chirimbolos brillantes, como a los españoles, al Papa y al Emperador declarar propiedad legal del Rey cristiano todas aquellas islas, aun sin descubrir, con sus hombres y bestias.
En su difícil situación, Magallanes no puede pararse en consideraciones ni en fórmulas. Le es imposible ceder a los diestros salteadores aquel bote que, según consta en los archivos, costó a Sevilla tres mil novecientos treinta y siete y medio maravedíes, y que allí, a miles de millas lejos, resulta de un valor inestimable. Por eso al día siguiente desembarca Magallanes cuarenta marineros armados para recobrar su bote y dar una lección a los isleños. Un par de sus cabañas se hunden bajo las llamas, pero no se llega a entablar un verdadero combate, porque tan inexpertos son en el arte de matar aquellos pobres hijos de la Naturaleza, que al sentirse hincadas de pronto en el cuerpo sangrante las flechas de los españoles, no comprenden cómo aquellas cosas puntiagudas y aladas llegan de lejos y les causan un dolor tan terrible al clavarse profundamente en la piel. Tiran de las flechas, desesperados, y se precipitan en tumulto hacia los bosques huyendo de los detestables bárbaros de color blanco. Por fin los hambrientos españoles pueden tener agua fresca para los que iban a sucumbir, y emprenden la requisa de productos alimenticios. Con apresurado anhelo arrastran cuanto pueden alcanzar fuera de las abandonadas chozas: aves de corral, cerdos, frutos. Una vez robados mutuamente, los más cultos le ponen este nombre a las islas: "Ladrones".
Es indudable que tal requisa salva a los que estaban a punto de morir de hambre. Tres días de tregua. El acopio de frutos recién cogidos y el agua refrigerante del manantial han sido un reparo para los tripulantes. Mueren todavía algunos marineros de agotamiento, una vez reanudado el viaje; entre ellos, un inglés, el único que llevaban a bordo, y aún hay una porción de enfermos y extenuados. Pero lo peor ha pasado, y las naves hacen rumbo hacia Oeste con nuevos ánimos. Cuando, al cabo de otra semana, el 17 de marzo, vuelve a surgir la silueta de una isla, y otra poco más allá, Magallanes reconoce que el destino se ha apiadado de él. Según sus cálculos, deben de ser las Molucas, ¡Júbilo! ¡Júbilo! Ha alcanzado su objetivo. Pero ni la ardiente impaciencia de asegurarse de su triunfo lo más pronto posible es capaz de llevarle a la precipitación o a la imprevisión. En vez de desembarcar en Suluán, la más grande de las dos islas, Magallanes elige para anclar otra más pequeña, que Pigafetta llamará "Humunu". La elige precisamente porque no tiene pobladores. Magallanes entiende que, por atención a los enfermos, ha de evitar cualquier encuentro con los indígenas. Antes de negociar o luchar, que se restablezcan los tripulantes. Que los enfermos sean bajados a tierra, confortados con el agua pura y la carne de uno de los cerdos que han cogido en las islas de los Ladrones. Ante todo, reposo. Ya quedará tiempo para la aventura. Pero, en la tarde del día siguiente, se acerca, desde la isla más grande, una canoa con unos indígenas que dan señales de confianza y amabilidad. Traen unos frutos que el buen Pigafetta desconocía y que no se cansa de admirar. Son unos plátanos y unos cocos cuya agua lechosa hace efectos benéficos en los enfermos. Un rápido trueque se inicia, que les permite adquirir para los hambrientos unos pescados, aves de corral, vino de palmera, naranjas y toda clase de legumbres y de frutos, a cambio de unas campanillas y unos vidrios de colores. Y, por primera vez desde hacía semanas y meses, los enfermos y los sanos vuelven a comer a su satisfacción.
La primera impresión de Magallanes fue el hallarse ya al fin de su ruta, en las "islas de las especias". Pero no son éstas las Molucas. Enrique, el esclavo de Magallanes, entendería su lenguaje. No; éstos no son sus paisanos. La casualidad les ha llevado a estos archipiélagos. Una vez más han resultado erróneos los cálculos de Magallanes, que le hicieron seguir un curso en el océano Pacífico diez grados demasiado hacia el Norte. Con su error ha descubierto otro grupo de islas que ningún europeo había mencionado ni sospechado siquiera: el archipiélago de las Filipinas, ganando así para el emperador Carlos una nueva provincia destinada a permanecer más tiempo en poder de la Corona de España que cualquiera de las que descubrieron y conquistaron Colón, Cortés y Pizarro. Pero también para sí mismo ha asegurado un dominio con este inesperado descubrimiento, porque, según el pacto, tanto él como Faleiro tienen ese derecho sobre dos de las nuevas islas, dado el caso de que descubrieran más de seis. De la mañana a la noche, el que ayer era todavía un pobre aventurero, un “desperado” a punto de hundirse en el ocaso, ahora es el Adelantado de un territorio propio, partícipe a perpetuidad en todas las ganancias que dimanen de esas nuevas colonias, y, por ello, uno de los hombres más acaudalados de la tierra.
¡Prodigioso tránsito, obra de un solo día, después de centenares y centenares de días sombríos y vanos! No menos que el sustento abundante, fresco y sano, que todos los días traen los indígenas de Suluán a bordo del improvisado sanatorio, es un elixir de vida para los enfermos aquella seguridad al fin encontrada. Al cabo de nueve días de cuidados en la tranquila ribera tropical, casi todos han sanado, y Magallanes puede dar ya como segura la posesión de la próxima isla, Massawa. Un enojoso contratiempo hizo peligrar, en el último instante, el gozo del que, por fin, sentíase dichoso. Su cronista y amigo Pigafetta adelantó excesivamente el cuerpo mientras estaba pescando y cayó al agua, sin que nadie se diera cuenta. Estuvimos a punto de perder en el mar toda la historia de aquella vuelta al mundo, pues el buen Pigafetta, que no sabía nadar, tenía muchas probabilidades de ahogarse. Por fortuna, en el último momento se asió a una cuerda que colgaba del barco y, acudiendo los marineros a sus gritos, izaron a bordo a nuestro tan indispensable cronista.
¡Con qué alegría son arboladas esta vez las velas! Todos saben que aquel océano inmenso llegó a su fin y ya no los oprimirá más aquel vacío pavoroso. Unas horas, un par de días más de viaje les quedan solamente, durante los cuales aparecen ya los contornos de unas islas a derecha e izquierda. Por fin, al cuarto día, el 28 de marzo, un jueves Santo, la flota aborda en Massawa para un descanso antes del último empuje hacia el objetivo tanto tiempo perseguido en balde.
En Massawa, una isla diminuta, insignificante, del archipiélago filipino, que en los mapas corrientes requiere la lupa para no pasarla por alto, Magallanes vive uno de los más grandes momentos dramáticos de su carrera. En medio de su oscura y penosa existencia, esos momentos felices irrumpen como una llamarada, compensando con su embriagada intensidad la aspereza y pesadumbre de las innumerables horas de paciencia. El motivo exterior se disimula esta vez más que nunca. Apenas los tres barcos forasteros se acercan imponentes, con sus velas hinchadas, a las riberas de Massawa, la población se reúne, curiosa y alegre, en espera de los extraños. Pero Magallanes, antes de desembarcar, tiene la precaución de enviar a su esclavo Enrique como mensajero de paz, pensando, muy cuerdamente, que a los indígenas les inspirará más confianza un hombre de tez tostada que uno de aquellos hombres blancos, barbudos, vestidos de un modo raro y armados.
¡Pero aquí viene lo inesperado! Los isleños medio desnudos rodean a Enrique entre charlas y risas, y el esclavo malayo se queda atónito. Ha oído primero palabras sueltas y ahora entiende lo que le dicen, lo que le preguntan aquellos hombres. El que fue arrebatado de su hogar vuelve, al cabo de años, a oír acentos de su propia lengua. Momento memorable, pues la historia de la Humanidad no puede olvidar que, por primera vez desde que la Tierra se mueve en el universo, un hombre vuelve a su patria después de dar la vuelta al mundo. Es indiferente que sea un simple esclavo. No en el hombre, sino en su destino, hallamos aquí la grandeza. Este insignificante esclavo malayo, del cual sólo conocemos el nombre que como esclavo le pusieron, Enrique; que fue sacado de la isla de Sumatra al chasquido del látigo y arrastrado luego por las Indias y el África hasta Lisboa, es el primero, entre las miríadas de pobladores de la tierra, que a través del Brasil y la Patagonia, de todos los océanos y mares, ha vuelto al lugar donde se habla su misma lengua; a través de cien mil pueblos y razas y estirpes que dan distinta forma fonética a cada concepto, regresa a aquel único pueblo que le corresponde y por el cual es comprendido.
En este momento Magallanes tiene conciencia de que ha logrado su fin. Viniendo del Este vuelve a bordear el círculo del idioma malayo que abandonó doce años atrás con rumbo al Oeste. Pronto le será dado devolver sano y salvo a Malaca al esclavo que en Malaca compró. Si esto sucede mañana o más tarde, o si es otro y no él quien llega a las islas prometidas, es indiferente. Porque lo propio de su empresa queda ya cumplido en este momento único que da testimonio, por primera vez y para todos los tiempos, de que el hombre que avanza perseverante en el mar, ya sea hacia el sol o bien contra su curso, tiene que volver necesariamente al mismo sitio de donde salió.
(*) Fragmento de la obra del mismo título.
Nadie nadie nadie (y cuando digo nadie quiero decir nadie) escribe como Stefan Zweig.
ResponderEliminarPocos vascos y pocos españoles tan universales como Juan Sebastián Elcano (Getaria, Gipuzkoa, 1476 - algún lugar del océano Pacífico, 1526) y, sin embargo, pocos vascos y españoles ilustres tan mal conocidos… hasta el hallazgo de los papeles de Laurgain. Un chico de buena familia —armadores y notarios de Guetaria—, un marino, un aventurero, un bragado, un mujeriego y un punto bribón, Elcano integra todas las contradicciones de un mundo de hidalguía, honor y pobreza, el del siglo XVI, donde el emperador Carlos I de España y V de Alemania ordenaba y mandaba a sus anchas.
ResponderEliminarAsí que al hombre más poderoso del mundo debió de sorprenderle no poco la carta escrita por aquel vasco que acababa de llegar a Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) en la nao Victoria en compañía de otros 17 maltrechos supervivientes tras dar la primera vuelta al mundo en un viaje de tres años. Habían zarpado de Sevilla en 1519. Magallanes, el capitán de la expedición original en busca de nuevas rutas comerciales, había caído muerto en combate en Filipinas. Elcano, su maestre, se encontró con una flota destrozada, la tripulación diezmada por el escorbuto y sin plan B. Decidió improvisar, en lo que a buen seguro supuso una de las decisiones pempresariales más arriesgadas de la Historia.
ResponderEliminarEn vez de intentar volver por donde había venido, seguiría adelante, de Oriente hacia Occidente, y coronaría la primera vuelta al globo.
ResponderEliminarCorría el año del Señor de 1522 y el intrépido —también imprudente— héroe guipuzcoano se dirigía al rey para pedirle diversas mercedes como reconocimiento a su gesta. Aquella misiva —la única manuscrita que se conoce de Elcano— y otros siete documentos que reflejan la relación epistolar entre el emperador y su súbdito...
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