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domingo, 12 de marzo de 2017

EL HUIDOR (Fabio Morábito)


Cada vez que atrapaban al huidor eran las mujeres quienes suspiraban por que recobrara la libertad, aunque no era un hombre hermoso, y él no tardaba en fugarse y se lo volvía a ver trepado en las cornisas peligrosas del centro o en las azoteas suburbanas o colgado en las partes traseras de los tranvías. La gente lo señalaba con la misma excitación con que en otras partes se señalaba a un político importante o una actriz famosa, porque era impresionante verlo doblar las esquinas, esquivar los coches y ganar las aceras profundas.

Su mujer se pasaba la vida remendándole su ropa desgarrada por los tirones de los agentes.

-Un día de estos te va a dar un ataque de tanto correr.

Deberías conseguirte un empleo decente como todos.

Pero mientras él conseguía ese empleo, tenían que vivir de las chambritas y otras prendas de bebé que ella tejía para clientes particulares y tiendas de ropa. En su casa el huidor se movía poco, le gustaba mirar los techos de los edificios vecinos y repasar eternamente los saltos y requiebros necesarios para pasar de un techo a otro. Sobre todo le gustaba sentarse en el único sillón mientras sus hijos jugaban, poner la mente en blanco y “ver” su fuga del día siguiente, adivinar el ritmo, la velocidad y los recortes que iba a tener, sentirla en su cuerpo con su temperatura particular, como una cosa viva.

-Mañana voy a andar por el noroeste -le comunicaba a su mujer, y le daba el nombre de las calles involucradas, pues ella no dejaba de aprovechar esas rutas para encargarle la entrega de unas chambritas.

Aunque a él le desagradaban esos desvíos que echaban a perder la limpidez de sus huidas, durante un tiempo se las arregló para deshacerse de las cajas de cartón en plena fuga, lanzándolas en los balcones y las ventanas abiertas de las clientas, que se sobresaltaban y lo imprecaban. Pero después de varios lanzamientos equivocados se vio obligado a tocar el timbre de las puertas, a entregar el pedido y a despedirse, lo que le hacía perder minutos preciosos. Las clientas, mientras iban por el dinero, aprovechaban para darse una arregladita frente al espejo, ya que algo en la perpetua prisa de ese hombre les tocaba cuerdas hondas.

-¡Cómo asusta usted con sus lanzamientos! El otro día casi me da un ataque.

¿Por qué no descansa un rato y se toma una taza de café?

-Estoy huyendo.

-Pero sólo un ratito.

Se ponían tan pesadas que él prefería sentarse (en la punta de un sofá o de una silla) y les hablaba apresuradamente de cualquier cosa con tal de verse libre para reanudar su fuga, pero ellas ni siquiera lo oían, sólo miraban sus gestos escuetos, su cara casi apagada que le daba un aire entre náufrago y camionero y de pronto lo agarraban de un brazo o de un hombro para besarlo.

Él zafábase sin dificultad (en peores se había visto) y con tres o cuatro saltos ganaba las calles o las azoteas, aunque aprendió muy pronto a aprovechar esos acosos como la única manera de abreviar sus visitas y al primer suspiro o mirada lánguida empujaba a las clientas hacia la alcoba para desnudarlas.

-¡No pierde usted un minuto! -gemían, y ya desnudas se movían como locas viendo que él se quedaba casi completamente vestido y con los zapatos puestos.

De encontrarlo en una tienda o en un autobús o en una sala de espera, ni siquiera lo habrían reconocido. Su cara era tan común que nadie se fijaba en él cuando se estaba quieto o sentado. Adoptaba un aire gris y las miradas resbalaban como sobre un bulto de papas. Una vez, en plena comisaría, rodeado de agentes, logró pasar inadvertido. Pero bastaba que se moviera o caminara unos metros (no se diga si daba un salto), para que todos se fijaran en él y exclamaran: “ ¡El huidor, ahí va!”

-Tú no mires -ordenaban las madres a sus hijas, pero ellas miraban, no lo perdían de vista hasta verlo doblar la esquina o desaparecer por una ventana abierta y esa noche no podían dormir recordando sus movimientos para esquivar personas, árboles y automóviles.

Sus fugas eran tan ajustadas al ambiente, incluso daban la sensación de vivificarlo, de iluminarlo y solidificarlo en lo que tuviera de más resbaladizo y anónimo, que por donde él huía, las cosas parecían aliviarse de una vieja torpeza que las ocultaba a las miradas, como si no existieran. Una ventana potenciaba sus cualidades de ventana y parecía renacer como ventana y consagrarse en su modo de ser ventana si él la cruzaba huyendo.

Cada huida suya, que evidenciaba lo caduco y torpe de lo que tocaba, también certificaba su consistencia, y su asombroso talento para no detenerse hacía que la ciudad se viera más holgada e igualitaria, y hasta las fachadas, las capas exteriores y los recubrimientos, que sirven para dar aplomo y acabado a las cosas, no conseguían hacer perder de vista los trasfondos, la humilde materia interna, de manera que la gente, cuando hablaba, no se endurecía en ningún punto de vista, no se adhería completamente a ninguna idea y dejaba un amplio resquicio para la duda y lo inefable.

De algún modo el huidor le daba a la gente lo que en otras épocas le había dado el fuego. Escalaba lo que parecía inescalable, penetraba por cualquier abertura, todo le servía de peldaño y de soporte, saltaba sobre los techos de los autos como de un balcón a otro, todo lo nivelaba, todo lo convertía en vehículo o puente hacia otra cosa. Su forma de huir recordaba las llamas y un día que pasó junto a un incendio el jefe de bomberos ordenó desviar un chorro sobre él y gritó: “ ¡Apaguen eso!”, pero el huidor brincó de un balcón a otro y se escabulló entre los aplausos de todos.

Algunos creyeron entonces que tenía repulsión al agua y que si llegaba a mojarse perdería sus fuerzas y hasta un niño podría atraparlo. Tonterías, pues en la temporada de lluvias no disminuían sus fugas, en todo caso su ardor menguaba un poco, se lo veía desganado, si bien era en esa época, debido a la grisura del clima, cuando pasaba más inadvertido y era capaz de pararse en una esquina sin que nadie reparara en él (quizá porque también bajo la lluvia medio mundo sólo se fija en las puntas de sus zapatos).

Con el tiempo sus huidas se hicieron más rectilíneas, con menos desvíos, como si las opciones y los ramales novedosos escasearan. Era evidente que no quería o no podía repetirse y que hubiera preferido detenerse antes que rehacer cualquiera de sus fugas anteriores. Se iba apagando como un fuego. La gente recordaba sus huidas espectaculares y esperaba que se repitieran cada vez que lo agarraban, pero algunas eran ya tan imperceptibles que sólo él se daba cuenta de que huía y, con todo, cuando la gente lo tenía cerca, no faltaba quien lo atrapara de un hombro o de la cintura, no tanto por el deseo de entregarlo a las autoridades como para poder contar después que el huidor se había zafado de ellos con su milagrosa destreza.

Algunos pensaron que sólo trasladándolo a otro sitio podría renacer su ímpetu, pero las ciudades interpeladas o bien no entendieron de qué se trataba y se negaron, o bien pusieron condiciones inaceptables: que no entrara en ninguna casa y sus huidas se limitaran a los espacios exteriores, como un elemento meramente decorativo, o que completara sus huidas con clases de gimnasia en algún orfelinato o se alistara en los bomberos para echar una mano en caso necesario.

Él, entre tanto, seguía corriendo, pero era evidente que huía de sí mismo, de su pasado, que tenía que agarrarse de las últimas ramas inéditas, obligado a un trabajo menudo, capilar y sordo. A veces tenía que cruzar interiores, forzar puertas cerradas, violar la intimidad de los otros mientras comían o se bañaban o hacían el amor. Odiaba hacer eso, pues nunca le había gustado causar estropicios, pero la gente, que lo conocía, captaba su sufrimiento y sabía que se estaba apagando.

Hasta que un día de lluvia se desplomó en una esquina después de burlar a dos agentes, no como quien tropieza o se resbala (él nunca tropezaba ni resbalaba), sino como quien carece de argumentos para seguir adelante.

La gente se agolpó para verlo, pero ahora que estaba perfectamente quieto (después se dijo que le había dado el ataque unos cien metros antes y que se desplomó muerto hasta la esquina debido al ímpetu de la carrera), todos sintieron vergüenza de estarlo mirando. Estaban tan acostumbrados a verlo huir, a reconocerlo sólo de sesgo y en plena fuga, que ahora que podían mirarlo de cerca y sin empacho, descubriendo cuán anodina era su cara, dudaron de que se tratara de él.

Pero no había chatez en la inexpresividad de su rostro, sino alivio, como si en tantos años de remontarse de barrio en barrio, repasando una calle tras otra, lamiendo cada esquina, muro y ventana, no hubiera hecho más que ensayar los gestos, las fantasías y los impulsos de todos; como si a fuerza de huir hubiera quedado libre de cualquier rasgo propio y cualquier adiposidad personal, hasta volverse un mero compendio o resumen de los otros.

Su cara parecía la suma de todas las caras, y esa grisura infinita de su rostro, ahora que esperaban la ambulancia que viniera a llevárselo, hacía que las miradas de todos resbalaran de su cara al cemento mojado de la acera con cuya grisura formaba una perfecta prolongación, diluyéndose más y más en ella, como si ni siquiera de muerto pudiera abandonarlo su maestría para fugarse.



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