Desde 1907 vivía en aquella buhardilla. Treinta años de vida en aquel camaranchón de techos inclinados, que constituía una habitación única. Comedor, cocina y dormitorio con dos camas. La suya y la de Rosita. Le iba bien el nombre: eran veintidós años enérgicos que taconeaban pimpantes por Madrid. Su premio de una vida de viudedad casta; su orgullo.
Salió lista la chica y estudió por las noches cuando era aprendicilla de modista. Logró una plaza en el Estado, y aquello fue la salvación. Ella era ya vieja, y aquella paga segura —como el maná de Israel—, que llegaba puntualmente todos los meses, le evitó seguir asistiendo y fregando suelos.
Rosita tenía un novio, hoy un capitán de milicias, que la había querido mandar a ella, a la madre, a Valencia. A ella sola, abandonando su Madrid y su hija, cuando sobre Madrid caían las granadas. ¡Quién la consolaría en aquellas noches en que el estallido de los obuses las había obligado a dormir en la misma cama, juntas y apretadas, buscando en el calor animal de madre y cachorro, valor contra el terror de las explosiones cercanas!
Han bastado dos hombres para depositar en la zanja el cuerpo liviano de la vieja, muerta cinco días después de caer su hija con el vientre abierto por la metralla en la esquina de la Gran Vía y Fuencarral.
Escribo esto con un dolor agudo en la palma de la mano.
¡He cerrado tan fuertemente el puño en el cementerio!
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