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sábado, 11 de marzo de 2017

900 DÍAS DESDE QUE EL SOL SE OSCURECIÓ (Sebastián Beringheli)


La íntima certeza de que podemos alterar nuestro destino fue la ruina de los sobrevivientes. Nadie es especial.

Claro que debe haber otros. Estoy seguro, aún después de 900 días de oscuridad. Pero si hay otros deben ser como yo, y lo que son como yo no emiten sonidos, no se desesperan, no tienen a nadie a quien amar ni son amados. Los que son como yo no salen.

Es importante aclarar que afuera no hay nada particularmente extraño, salvo la oscuridad.

No hay zombies, ni vampiros, ni muertos ingratos que se levantan de sus tumbas. Hay oscuridad, eso sí, una oscuridad que se adhiere a la piel, que pulveriza, que aniquila. Lo curioso es que, a pesar de la noche perpetua, las plantas viven. Lo sé porque puedo ver el árbol de enfrente a través de los tablones que utilicé para tapiar las ventanas. Debido a la cerrazón no podría decir que sus hojas siguen verdes, pero lo que sí puedo decir es que han caído y han vuelto a brotar. El árbol vive.

No me atrevo a hacer conjeturas al respecto. Nunca me gustó la ciencia ficción. De hecho, nunca me gustó leer; tampoco el cine. Lo único que me gusta es la música. Mi vieja radio es mi única compañía.

Cuento con uno de esos equipos vetustos —era de mi padre— capaces de sintonizar estaciones a miles de kilómetros de distancia. Para ahorrar baterías he mantenido un riguroso sistema: la enciendo durante exactamente un minuto, ni un segundo más, ni uno menos, a las 23:59 hs. Es decir que llevo precisamente 900 minutos escuchando lo que ocurre afuera. Esto me ha permitido hacerme una idea más o menos general de lo que ha estado ocurriendo en ese lapso.

La tentación de salir, esa idea absurda de que uno puede hacer algo para salvarse, o para salvar a alguien más, se encargó de la mayoría de los sobrevientes. Los héroes siempre caen primero.

Después cayeron los que buscaron excusas menos abstractas para la fatalidad, como la falta de agua o de comida. Imbéciles. Uno puede hidratarse con la humedad que se acumula en las paredes; uno puede filtrar el sudor, la orina; uno puede alimentarse de insectos, de musgo, de excrementos. Uno incluso puede satisfacer esas necesidades durante meses si toma la precaución de aislar los cadáveres de sus familiares en un sitio oscuro y sin ventilación, como un ropero; o secarlos con sal y azúcar. Los jugos cadavéricos, además, son altamente nutritivos si se los conserva en un lugar fresco.

Finalmente, los últimos sobrevivientes en perecer fueron aquellos que enloquecieron por el aislamiento. Ridículo, ¿no es cierto? Cientos y cientos de días de oscuridad comiendo mierda para luego aventurarse en la noche y morir tan solo como cualquiera.

Claro que debe haber otros, pero esos otros deben ser como yo, y los que son como yo sobreviven porque antes de que el sol se oscureciera ya comían mierda, ya estaban solos.

Desde ya que no soy un mártir. Nunca lo fui. Ni siquiera ahora. Por eso estoy vivo.

A partir del día 200 de oscuridad la electricidad por fin se agotó, y las estaciones oficiales dejaron de transmitir. Para el día 475 ya no había civiles transmitiendo desesperados pedidos de auxilio desde sus equipos particulares. Desde entonces solo se oye estática: 425 días de limpia y pura estática, para ser más precisos.

La batería de mi radio finalmente se agotó. Son las 00:00 hs. Después de cientos y cientos de días de estática, con el último residuo de energía, la radio por fin emitió una voz humana, un susurro casi, una palabra: mi nombre.

Voy a salir.



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