Los textos escritos por Lucas han sido siempre espléndidos, es obvio, y por eso desde el principio lo aterraron las erratas que se sigilosaban en ellos para no solamente enchastrar una transparente efusión sino para cambiarle las más de las veces el sentido, con lo cual los motetes de Palestrina se metamorfoseaban en matetes de Palestina y así vamos.
El horror de Lucas ha sido tema de insomnio para más de cuatro correctores de pruebas, sin hablar de las puteadas de tanto abnegado linotipista a quien le llegaron originales llenos de guarda con esto, ojo, attenti alpiatto, aquí donde dice coño léase coño, carajo, observaciones neuróticas que a veces son como un libro paralelo y en general más interesante que el contratado por un editor al borde de la hidrofobia.
Todo es inútil (pensamiento que Lucas pensó seriamente convertir en el título de un libro) porque las erratas como es sabido viven una vida propia y es precisamente esa idiosincrasia que llevó a Lucas a estudiarlas lupa en mano y preguntarse una noche de iluminación si el misterio de su sigilosancia no estaría en eso, en que no son palabras como las otras sino algo que invade ciertas palabras, un virus de la lengua, la CIA del idioma, la transnacional de la semántica. De ahí a la verdad sólo había un sapo (un paso) y Lucas tachó sapo porque no era en absoluto un sapo sino algo todavía más siniestro.
En primer lugar el error estaba en agarrárselas contra las pobres palabras atacadas por el virus, y de paso contra el noble tipógrafo que se rendía a la contaminación. ¿Cómo nadie se había dado cuenta de que el enemigo cual caballo de Troya moraba en la mismísima ciudadela del idioma, y que su guarida era la palabra que, con brillante aplicación de las teorías del chevalier Dupin, se paseaba a vista y paciencia de sus víctimas contextúales? A Lucas se le encendió la lamparita al mirar una vez más (porque acababa de escribirla con una bronca indecible) la palabra errata. De golpe vio por lo menos dos cosas, y eso que estaba ciegoderabia. Vio que en la palabra había una rata, que la errata era la rata de la lengua, y que su maniobra más genial consistía precisamente en ser la primera errata a partir de la cual podía salir en plan de abierta depredación sin que nadie se avivara.
La segunda cosa era la prueba de un doble mecanismo de defensa, y a la vez de una necesidad de confesión disimulada (otra vez Poe); lo que hubiera podido leerse allí era ergo rata, conclusión cartesiana + estructuralista de una profunda intuición: Escribo, ergo rata. Diez puntos.
—Turras —dijo Lucas en brillante síntesis. De ahí a la acción no había más que un sapo. Si las erratas eran palabras invadidas por las ratas, gruyeres deformes donde el roedor se pasea impune, sólo cabía el ataque como la mejor defensa, y eso antes que nada, en el manuscrito original ahí donde el enemigo encontraba sus primeras vitaminas, los aminoácidos, el magnesio y el feldespato necesarios para su metabolismo.
Provisto de una alcuza de DDT, nuestro Lucas espolvoreó las páginas apenas sacadas de la Smith-Corona eléctrica, colocando montoncitos de polvo letal sobre cada metida de pata (de rata, ahora se descubría que el viejo lugar común era otra prueba de la presencia omnímoda del adversario). Como Lucas para equivocarse en la máquina es un as, no (la coma puede ser otra errata) le sobró gran cosa de polvo pero en cambio pudo gozar del vistoso espectáculo de una mesa recubierta de páginas y sobre ellas cantidad de volcancitos amarillos que dejó toda una noche para estar más seguro. Estos volcancitos estaban idénticos por la mañana, y su único resultado parecía ser una pobre polilla muerta encima de la palabra elegía que se situaba entre tres volcancitos de lo más copetones. En cuanto a las erratas, ni modo: cada una en su lugar, y un lagar para cada una. Estornudando de rabia y de DDT, nuestro Lucas se fue a casa del ñato Pedotti que era una luz para el artesanado, y le encargó cincuenta tramperas miniaturas, que el ñato fabricó con ayuda de un joyero japonés y que costaron un hueco. Apenas las tuvo, más o menos ocho meses más tarde, Lucas puso sus últimas páginas en la mesa y con ayuda de una lupa y una pinza para cejas cortó microtajadas de queso tandil y montó las tramperas al lado de cada errata.
Puede decirse que esa noche no durmió, en parte por los nervios y también porque se la pasó bailando con una nena martiniquesa en una milonga de barrio, cosa de despejar el ambiente hogareño para que el silencio y las tinieblas coadyuvaran con la tarea lustral. A las nueve, después de arropar bien a la nena porque tendía a la coriza, volvió a su casa y encontró las cincuenta tramperas tan abiertas como al principio salvo una que se había cerrado al cuete. Desde ese día Lucas progresa en una teoría con arreglo a la cual las ratas no viven ni comen en las erratas sino que se alojan del lado del que escribe o compone, a partir del cual operan salidas y retiradas fulminantes que les permiten elegir los mejores bocados, hacer polvo a las pobres palabras preferidas y volverse en un siesnoés a su lugar de origen. En ese caso cabe preguntarse si moran en los diez dedos, en los ojos o todavía peor en la materia gris del escriba. Claro que esta teoría, por alucinante que parezca, deja perfectamente frío a Lucas porque le da la impresión de que ya otros la enunciaron cambiando solamente el vocabulario, complejos, Edipo, castración, Jung, acto falluto, etc. Andá ponele DDT a cosas así, después me contás.
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