-Lo soñaré, lo soñaré -gritaba espantado-. Y, entonces, ¿quién me salvará?
Durante la guerra civil, don Marcos Oñate Ballesteros fue visitado -es un decir- a menudo por la policía. Preso tres veces, puesto en libertad otras tantas por influencias de su cuñado, general de división. No vivía en espera de la cuarta entrada por salida. Detuviéronle por republicano, masón y protestante. Lo último fue cierto durante algunos años de su lejana juventud, por amor hacia una escocesa empleada en casa de don Pedro Domecq, en Jerez, su pueblo.
Se le resintió el corazón, no del hacía ya mucho tiempo olvidado desprecio de Pamela, sino de los timbrazos de los polizontes, siempre en la madrugada. Su médico, don Mauricio Ortega, para el que no tenía secretos desde la pubertad, ordenó a doña Consuelo, que había venido a ser, de novia suya de los quince años, esposa de su amigo del alma a los veinticuatro, con consenso de todos, quitar cuantos timbres, aldabas, llamadores, campanas y campanillas habidos y por haber en el cortijo y en la casa de la calle del Gran Capitán.
No le valió. Halláronle muerto una mañana, con la cara dando clara cuenta "de haber oído el timbrazo".
-Lo soñó -decía la viuda-. ¡No abras! –gritó- y se fue. Parece mentira ¡a los veinticinco años! Se acordaba más de eso que de su noche de bodas.
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