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viernes, 27 de enero de 2017

HORROR A BORDO DEL BORIS BUTOMA (Jon Bilbao)


Desde la ventanilla del tren Anna Ivánovna Pretrova solo veía una llanura nevada. Las únicas alteraciones en el monótono panorama eran las torres de alta tensión y las estacas rojas que asomaban entre la nieve y señalaban las lindes de las propiedades. Sobre todo ello, una techumbre gris de nubes. El límite de los árboles había quedado atrás. Hacía demasiado frío para los árboles. Anna pensaba, sin embargo, que tal ausencia se debía en realidad a lo que moraba en el destino al que se dirigía, algo que con el tiempo lograba corromper árboles y cualquier otra forma de vida. Ni siquiera se podía consolar soñando con la aún lejana primavera. Entonces, cuando la nieve se derritiera, en los espacios despejados no asomarían los brotes nuevos de la tundra, sino que solo vería la luz una tierra negra y pútrida. Así pensaba que sucedería.

Un revisor recorrió el vagón anunciando que acababan de sobrepasar el Círculo Polar Ártico. Sonreía al decirlo. Algunos pasajeros aplaudieron.

Anna no necesitó que le dijeran que estaban llegando a Múrmansk. Un banco de niebla ocultó el triste paisaje. Después comenzaron a vislumbrarse las siluetas de los inmensos tanques de combustible, de los almacenes y de las fábricas.

La corriente del Golfo discurría ante la península de Kola a la altura de Múrmansk y evitaba que el mar se congelara incluso en lo más crudo del invierno, circunstancia que había convertido el lugar en el mayor puerto del norte de Rusia y, posteriormente, en cuartel de la Armada de Guerra Soviética. El precio a pagar por la ausencia de hielo era una niebla permanente, fruto del contraste entre la temperatura del mar y de la atmósfera. Pero Anna tampoco daba crédito a esa explicación.

Caído el comunismo, el dinero para las soldadas y el mantenimiento de los barcos había empezado a escasear. Múrmansk dejó atrás el esplendor vivido durante la Guerra Fría y se sumió en un declive que rebajó el puerto a la categoría de cementerio naval. La desembocadura del río Kola se hallaba erizada de muelles y diques, y estos a su vez de grúas, donde se desmantelaban, cuando no se dejaba que simplemente se pudrieran, naves tanto civiles como de guerra, incluidos los siempre temidos submarinos nucleares.

Su hermana la esperaba en el andén de la estación. A Anna le costó reconocerla. Ella solo era una niña cuando Sofía se casó y se fue de Moscú. Le sorprendió lo envejecida que estaba. Sofía llevaba un anorak con los colores de la bandera nacional, remendado con cinta aislante. Le quedaba demasiado grande; las mangas le tapaban las manos. Las dos hermanas se miraron sin abrazarse.

¿Es tu equipaje?, preguntó Sofía.

Anna asintió. Sostenía una maleta en cada mano.

Te dije que un solo bulto. En casa no tenemos mucho sitio.

Seguro que nos las apañaremos.

Sofía la miró fijamente. Luego dijo:

Ya veremos.

Cogió una de las maletas, hizo una seña a Anna para que la siguiera y echó a caminar hacia el coche. A mitad de camino se detuvo para decir:

Siento lo de tu marido.

Ya. Gracias.

Y siguieron caminando.

El edificio donde vivía Sofía parecía un bloque de nichos: un rectángulo tendido sobre el costado más largo, entre marrón y gris, con hileras de ventanas cuadradas. Alexéi, el marido, estaba sentado a la mesa del salón. Los gemelos, uno a cada lado, observaban lo que hacía. Alexéi aplicaba un soldador a un circuito electrónico. Cuando las dos mujeres entraron ninguno se levantó. Miraron de arriba a abajo a Anna.

Esta es vuestra tía, dijo Sofía.

Alexéi asintió. Los chicos ni siquiera eso. Tenían dieciocho años. A Anna le parecieron indistinguibles. Ambos, y también el padre, eran de rasgos alobunados.

Te enseñaré la casa, dijo Sofía.

Alexéi y los chicos volvieron a lo suyo.

La casa tenía una habitación, que ocupaban los padres; un salón, donde había unas literas para los chicos; una cocina y un baño. La mayor parte de este se hallaba ocupada por una bañera que no era la original de la estancia. Era enorme y reposaba en el suelo como un gran cascarón esmaltado.

Alexéi la trajo de los barcos, explicó Sofía.

También había conseguido en los barcos el calentador de agua, el armario del dormitorio y el óleo cuarteado que adornaba el salón. Anna descubriría más adelante otras cosas, como sábanas y toallas con el nombre de las naves de las que procedían bordado en ellas.

De momento dormirás en la cocina.

¿En el suelo?

Claro, en el suelo.

¿De momento?

Eso es.

Sofía guardó silencio, en guardia por si su hermana replicaba. Como no lo hizo, añadió:

Deja tus cosas donde no molesten demasiado.

Del salón llegaron exclamaciones de alegría. Alexéi y los chicos se daban palmadas en la espalda. Cuando Sofía preguntó qué pasaba, su marido levantó el circuito electrónico, al que había conectado un pequeño altavoz y algo que parecía un tubo negro de un palmo de largo, y dijo:

¡Mira, Sofía! ¡Está funcionando! ¡Funciona!

Del altavoz surgía un tenue crujido.

Muy bien, dijo Sofía, en absoluto impresionada. ¿Podemos cenar ya?

El responsable de que la casa de Sofía y Alexéi, así como varias más en Múrmansk, estuvieran repletas de objetos procedentes de barcos era el mayor Vitali Nóvikov, oficial al mando de la cercana base naval de Severomorsk. Este se veía a sí mismo como una bien aceitada bisagra entre dos eras: la comunista, que continuaba añorando, y la capitalista, que sabía inevitable pero cuya irrupción contemplaba con recelo. Cuando la actividad naval comenzó a mermar y el puerto de Múrmansk pasó a ser un gigantesco desguace y depósito de residuos nucleares, a Nóvikov se le ocurrió una idea para que los habitantes de la ciudad obtuvieran algún beneficio de la nueva situación.

Sirviéndose en parte de su autoridad, en parte de su notable poder de persuasión, había logrado que cada vez que una embarcación era desahuciada y remolcada a los diques de desguace, antes de que las cuadrillas con sopletes comenzaran a despiezarla, la gente de Múrmansk pudiera acceder a la nave y llevarse lo que quisiera. El pueblo recibiría así, sin más coste que el sudor de su frente, a la vieja usanza, unos bienes que podía disfrutar, o bien vender a cambio de unos muy necesarios rublos. Estos desguazadores no profesionales eran como las hormigas que mondan un cadáver hasta no dejar más que el esqueleto; en este caso, el esqueleto era lo realmente valioso: el acero, el noventa por ciento del peso del barco, que los ávidos vecinos de Múrmansk dejaban desnudo, dispuesto para ser troceado y enviado a las acerías, donde se fundía para fabricar los productos de la nueva era.

Anna ayudó a su hermana a preparar la cena. Desde que Sofía se había ido de Moscú solo se habían visto un par de veces; en ambos casos, encuentros breves y de compromiso. En la práctica eran dos desconocidas. Lo que sabían la una de la otra se reducía a recuerdos de una infancia lejana en Moscú; Anna, una niña caprichosa, y Sofía, una adolescente callada que permanentemente parecía estar rumiando algo. Cada una a su modo, siempre insatisfechas.

Anna miraba a Sofía de reojo. No recordaba que su hermana tuviera el rostro tan alargado. Sofía no había cumplido los cuarenta pero ya parecía una anciana. Estaba muy arrugada y tenía las manos callosas, de un color entre rosa y naranja. A Anna no le gustaría que la tocasen unas manos como esas.

Cenaron en el salón y Alexéi explicó a su cuñada cómo iban a ser las cosas en adelante. Toda la familia trabajaba en los barcos, y a partir del día siguiente Anna iría con ellos. A cambio obtendría techo, comida y puede que unos rublos. Por supuesto, también tendría que echar una mano a Sofía en la casa.

Añadió que era un buen trabajo. Algunos desguazadores hacían tonterías. Se metían donde no debían. Habló de cargueros con restos de mineral de uranio en las bodegas. Habló de respirar amianto y asbesto. Pero ellos no, ellos eran listos. Tenían equipos. Además conocían a la gente adecuada. Sabían antes que los demás cuáles eran los barcos que merecían la pena.

Alexéi hablaba con gravedad, los codos apoyados en la mesa, tomando un sorbo de vodka entre frase y frase. Anna le miraba las mejillas, recorridas por un entramado de capilares rotos, y el jersey con puntos saltados. Alexéi se llevó un bocado a la boca y trituró un trozo de cartílago.

El aparato en el que estaba trabajando antes, explicó, era un contador Geiger. Antes tenían otro, pero dejó de funcionar. Le contó, sin ocultar su orgullo, cómo había comprado un tubo Geiger a un soldado de la base y cómo había fabricado él mismo un contador nuevo. Siempre llevaban un contador cuando entraban en un barco. Si detectaba radiación, daban media vuelta.

Anna no supo si sentirse inquieta o tranquilizada por esa información. Lo de la radiación, las historias que había oído, era todo cierto.

No te preocupes, dijo él leyendo su expresión. Es un buen trabajo, repitió. Los hay mucho peores. Desmantelar los submarinos nucleares. Eso sí que es malo. Malo de verdad. No te gustaría nada. A esa gente la desnudan en el mismo muelle y la manguean y la frotan con cepillos, a quince grados bajo cero.

Los chicos no abrieron la boca en toda la cena. Comían con la cabeza muy cerca del plato. Miraban de reojo a Anna, que se había soltado el pelo y llevaba las uñas pintadas de rojo.

Sofía tampoco habló.

En las siguientes semanas Anna descubrió que quizás hubiera trabajos peores, pero que desmantelar barcos no le gustaba nada. Cada mañana la familia acudía a algún muelle para sumarse a una masa de desguazadores pertrechados con palancas, destornilladores eléctricos y sopletes. Cuando los soldados les daban permiso para subir a bordo comenzaba una carrera para llegar los primeros a los camarotes y la cocina, donde se encontraban las mejores piezas. Abundaban los insultos, los empujones y los codazos. Al subir atropelladamente por la pasarela, de vez en cuando alguien caía al agua y los soldados reían a carcajadas. Arramblaban con todo lo que fuera vendible: muebles, vajillas, cocinas, generadores eléctricos, interruptores de la luz, cable, escotillas, ojos de buey, chalecos salvavidas... Para saber cuándo llegaban los barcos, había que pagar a los soldados; para subir a los barcos antes que los demás, había que pagar a los soldados; para acceder a la sala de máquinas y llevarse piezas de los motores, había que pagar a los soldados. Y aun así, instalados al pie de la pasarela, los soldados podían quedarse con lo que quisieran del botín. Del dinero pagado, la mayor parte iba a parar a los bolsillos de Nóvikov.

Había accidentes, había explosiones cuando un soplete cortaba una tubería donde quedaban restos de combustible, había peleas; los desguazadores llevaban cuchillos ocultos bajo las ropas, y algunos, pistolas. Olor a petróleo. El estruendo de los generadores portátiles para alimentar los focos. Días enteros y también noches desmontando tablillas de parqué.

Durante los descansos a Anna le contaban historias. Le hablaron de desguazadores que morían de asfixia al quedar atrapados en espacios confinados; de una bodega repleta de cerdos muertos; de un lobo famélico que encontraron a bordo de un cablero, hecho un ovillo en la cabina del capitán. Nadie sabía cómo había llegado allí. Sus aullidos resonaban en los corredores. Lo dejaron encerrado hasta que enmudeció. A los desguazadores les encantaban esas historias, las repetían una y otra vez, estaban ávidos de ellas, comparaban versiones. Parecían la auténtica razón por la que acudían a los barcos.

Alexéi felicitaba a sus hijos cuando conseguían una buena pieza -una brújula dorada, un samovar, una cristalería casi completa-. Descansaba las manos en la cintura mientras recuperaba el aliento y sonreía viéndolos desmontar una válvula o arrancar un lavabo. Los dos eran obedientes, recios y de pocas palabras. Le gustaría tener no dos, sino diez, veinte como ellos, todos a sus órdenes. Anna seguía sin distinguir a los gemelos, que apenas le hablaban, aunque la observaban fijamente cuando pensaban que ella no se daba cuenta.

Los dos pares de guantes que Anna tenía acabaron destrozados. Los usaba para trabajar. Con el poco dinero que le dio Alexéi, compró una crema para las manos y otros guantes, más resistentes que los anteriores pero no tanto como le recomendó su hermana. Los destrozó igualmente. Continuaba durmiendo en la cocina. Sus cosas, guardadas en las maletas. Cada noche, tumbada en un colchón que debía levantar al amanecer, imaginaba que el resto de la familia susurraba sobre ella. Vestía ropa vieja de los chicos. Se ponía varias camisetas, una encima de otra. Olían a lejía, y debajo de las mangas y a lo largo de la espalda tenían un indeleble color amarillento.

Cada día hacía más frío. Una tarde el sol se puso y ya no volvió a salir. Durante los dos meses siguientes una noche permanente se sumaría a la niebla de Múrmansk. Las chimeneas de las fábricas proyectaban columnas de humo a la oscuridad. Los mejores ratos para Anna llegaban cuando podía disfrutar de aquella inmensa bañera. Su hermana le había prohibido llenarla del todo y siempre aporreaba la puerta en el mejor momento, mientras ella dormitaba con la nuca apoyada en el borde esmaltado. La bañera reposaba sobre calzos de madera y un trozo de manguera conectaba el desagüe con un agujero en el suelo. Mientras Anna se bañaba, la vivienda se sumía en un silencio inhabitual. Cuando salía del baño envuelta en un albornoz y con una toalla en la cabeza, los rostros de todos se volvían hacia ella. Las fosas nasales de Alexéi y de los chicos se dilataban. Anna agachaba la mirada y se metía rápidamente en la cocina.

Por fin consiguió distinguir a los gemelos. Uno la siguió llamando tía pero el otro empezó a dirigirse a ella por su nombre.

Una mañana, mientras ella y el gemelo que la llamaba por su nombre desmontaban lámparas en un viejo dragaminas, este le dijo, sin mirarla a los ojos, que si necesitaba cualquier cosa se lo dijera a él, que podía ayudarla y que le gustaría mucho hacerlo. Añadió que no pensaba dedicarse a eso toda la vida, que iba a dejarlo lo antes posible, que ahorraba para irse a otro sitio.

Y ya no dijo más porque Alexéi apareció en la puerta del camarote donde desmontaban las lámparas y los miró detenidamente y les ordenó darse prisa. Esa noche, durante la cena, Alexéi bebió más vodka del que solía tomar entre semana. Lanzaba miradas de furia al gemelo que llamaba a Anna por su nombre. Después de la cena siguió bebiendo. Sofía intentó quitarle la botella, y él le gritó que se metiera en sus asuntos y la llamó bruja y espantapájaros. Poco después se ponía en pie derribando la silla y empezaba a golpear al gemelo que llamaba Anna a Anna. Este se limitó a cubrirse la cabeza con los brazos mientras su padre le daba puñetazos y patadas. El otro gemelo trataba de detenerlo sin conseguirlo; Alexéi era aún más robusto que sus hijos. Sofía gritaba. Lo llamaba animal y borracho. Por fin Alexéi se detuvo y se metió a zancadas en el dormitorio y cerró la puerta dando un portazo. Anna seguía refugiada en el rincón desde el que, horrorizada, había presenciado la escena.

Algunos días Sofía no iba a los barcos. Hacía la compra o se quedaba en casa limpiando o zurciendo la ropa de su marido y de sus hijos. Esos días le gustaban. Detestaba los barcos. Le habría gustado escapar de Múrmansk en cualquiera de aquellas embarcaciones. Sin embargo se dedicaba a despiezarlas, ayudaba a que nunca más volvieran a navegar.

Cuando se quedaba en casa husmeaba en las cosas de sus hijos y de su hermana. Un día descubrió en una de las maletas de Anna un paquete con tres pastillas de jabón envueltas en papel de celofán; una dorada, una lavanda y una rosa, cada una con su correspondiente lazo plateado. El aroma de las pastillas escapaba de los envoltorios. Y también encontró un par de pendientes que en inspecciones anteriores no estaban allí.

Su hermana no tenía dinero para comprar aquellas cosas. Ni los chicos para regalárselas.

Sofía volvió a dejarlo todo como lo había encontrado.

Alexéi nunca le había regalado pendientes.

Al mayor Nóvikov no le gustaba la comida de la base. Cada mediodía se desplazaba a Múrmansk, a una casa cercana a los muelles, donde una anciana, antigua cocinera de un restaurante en la época dorada del puerto, le preparaba sus platos favoritos. Después de comer hojeaba el periódico o echaba una cabezada en el sofá de la anciana. Si se sentía benevolente atendía a los que, sabiendo que se le podía encontrar allí, acudían a pedirle algo.

Sofía vio el coche de Nóvikov ante la casa de la anciana. Dos soldados montaban guardia en la entrada. Les dijo que quería ver al mayor. Uno pasó adentro mientras el otro se quedaba con ella sin quitarle ojo. Un momento después salía el secretario del mayor y le preguntaba quién era y qué quería. Sofía dijo que era la mujer de Alexéi Vasíliev y que quería hablar con el mayor sobre un barco. El secretario asintió. La iniciativa del mayor de permitir a los vecinos el acceso a los barcos había disfrutado de gran éxito al principio, cuando la gente de Múrmansk había acudido en masa a los muelles, ya fuera por necesidad o como mero pasatiempo. Pero la dureza del trabajo y, sobre todo, el comportamiento territorial de los que afrontaron de forma más profesional la tarea pronto redujeron la afluencia a una serie de grupos organizados. Alexéi y sus gemelos eran bien conocidos por el secretario, que ordenó a Sofía que esperara. Entró en la casa y poco después salía con la noticia de que el mayor hablaría con ella. Antes de permitirle entrar, uno de los soldados la cacheó. En uno de los bolsillos encontró una bolsa de plástico que contenía un fajo de billetes; a Sofía le había costado años ahorrarlos en secreto. El secretario examinó brevemente el dinero y se lo devolvió.

Pasaron al salón, donde el mayor tomaba té en compañía de la anciana. Esta se abrigaba con una bata floreada y de su barbilla crecían unos pelos grises. Nóvikov llevaba la guerrera desabotonada y tenía la cara roja. Los dos habían estado riéndose, recordando viejos cotilleos sobre oficiales que habían pasado por Múrmansk, habituales del restaurante de la anciana. Sofía miró a esta esperando que se levantara y se fuera, pero eso no sucedió. La vieja le dedicó una sonrisa burlona sin moverse de su butaca.

¿Qué quieres?, preguntó el mayor.

Un barco. Antes que los demás.

¿Cuánto tiempo antes?

Unos días. Todos los posibles.

¿Qué tipo de barco?

Uno grande.

El mayor sorbió de su té.

¿Por qué vienes tú en lugar de tu marido?

Él está trabajando.

Está trabajando, y piensa que si te envía a ti a pedírmelo hay más posibilidades de que acceda, dijo el mayor mirándola de la cabeza a los pies.

No tengo ni idea de lo que piensa mi marido, dijo Sofía tendiendo la bolsa con el dinero.

El secretario se adelantó para cogerla y asintió al mayor, que se acarició el vientre y luego preguntó:

¿Hay algún barco como el que nos pide?

El secretario dijo que el Borís Butoma llevaba varios días atracado pero que no tendría turno en los muelles de desguace hasta, por lo menos, dentro de dos semanas.

¿Qué tipo de barco es?, quiso saber Sofía.

Un buque cisterna militar. Veintidós mil toneladas.

Podéis subir a bordo mañana.

Ella negó con la cabeza.

Iremos dentro de dos días.

El secretario se encogió de hombros.

¿Algo más?, preguntó el mayor. Si no es así, puedes irte.

Dos días después Alexéi y los chicos dedicaron la jornada a recorrer Múrmansk y la vecina ciudad de Kola para vender las últimas cosas recuperadas de los barcos. En ocasiones como esa alquilaban la furgoneta de un conocido. Llevaban hablando de ello una semana. A veces las negociaciones se ponían tensas y a Alexéi le gustaba hacerse acompañar por los gemelos para que le guardasen las espaldas. Salvo en esos casos, era una labor mucho más liviana que el trabajo en los muelles. Volvían a casa con dinero en los bolsillos y caprichos que se concedían, como alguna cinta de música para los chicos y, para Alexéi, vodka mejor que el que bebía habitualmente.

A Anna también le gustaban esos días, en los que se veía liberada de ir a los barcos. Podía quedarse en casa con Sofía, que siempre se las arreglaba para mantenerla ocupada o hacerla sentir culpable por algo, pero eso era mejor que desmontar inodoros cubiertos por una costra de porquería o abrir un armario y que una rata te saltara a la cara.

Se tapó hasta la coronilla cuando su cuñado y los gemelos entraron en la cocina a desayunar. Poco después se relajaba al oírlos salir de casa. Cambió de postura, dispuesta a seguir durmiendo un rato más, pero no le fue posible. Minutos más tarde su hermana le ordenaba ponerse en pie. Tenían que ir a un barco. Ellas dos. Le habían hablado de uno al que los desguazadores no podrían subir hasta más adelante, pero ellas iban a hacerlo hoy. Ya lo había arreglado con los soldados.

Anna se quejó, dijo que ellas solas no conseguirían nada. Su hermana respondió que se centrarían en las cosas valiosas de verdad. Y añadió que si dejaban pasar esa oportunidad y Alexéi se enteraba, las echaría de casa a las dos. Anna se puso en marcha a regañadientes, con los pliegues de la almohada aún marcados en la cara. Era de noche. Seguiría siendo de noche durante unas semanas más.

Sofía llevaba anotada la ubicación del Borís Butoma.El muelle donde estaba atracado se encontraba aguas abajo de Múrmansk, cerca de la desembocadura del Kola. Aquella era una zona que no solían frecuentar, un cajón de sastre donde languidecían barcos cubiertos de herrumbre, algunos de ellos escorados o yaciendo ya en el lecho del puerto, junto a otros que aguardaban un atraque mejor. Sofía se detuvo frente a una garita y entregó al soldado que dormitaba dentro el pase facilitado por el secretario de Nóvikov. El soldado lo echó al fondo de un cajón y siguió dormitando. Ellas condujeron todavía un largo trecho hasta alcanzar el muelle. Pasaron ante hileras de almacenes cerrados o en ruinas.

Aquí no hay nadie, dijo Anna.

Mejor. Menos molestias.

Sofía dejó el coche en un callejón entre dos almacenes. Cuando su hermana le preguntó por qué no aparcaba junto al barco, aquella respondió que debían ser discretas. No querían que el coche llamara la atención de alguien, ¿verdad?

¿Quién va a venir aquí?

Coge tus cosas.

La pasarela era estrecha, empinada y solo teníapasamanos a un costado. Subieron por ella haciendo equilibrios, cargadas con el equipo.

¡Vaya!, exclamó Anna cuando llegaron arriba.

Era el barco más grande en el que había estado. Caminaron por la amplia cubierta, recorrida por elsistema contra incendios y de la que asomaban las salidas de venteo de los inmensos tanques que había debajo. Sofía se detuvo.

Es mayor de lo que pensaba, dijo. Si cargamos con todo esto no nos dará tiempo a acabar hoy. Cogeremos solo lo imprescindible y dejaremos aquí el resto.

Comenzó a seleccionar las herramientas que llevarían y a repartirlas entre ella y su hermana.

¿Solo una linterna?, preguntó Anna.

Será suficiente. Estaremos todo el tiempo juntas.

Llevamos el Geiger, ¿verdad?

Por supuesto.

Se dirigieron a la popa y buscaron una escotilla.

Pero en lugar de subir hacia el puente y los camarotes, Sofía comenzó a bajar hacia las bodegas y la sala de máquinas.

¿Adónde vamos?, quiso saber su hermana.

Hoy no tenemos competencia. Lo que haya en los camarotes seguirá allí dentro de un rato. Por una vezquiero echar un vistazo ahí abajo.

Con Alexéi nunca vamos ahí abajo.

Sofía, que iba en primer lugar y empuñaba la linterna, se detuvo y apuntó a su hermana a la cara. Anna se quejó y alzó una mano para protegerse de la luz.

Alexéi se equivoca a menudo, pero no le gusta que se lo digan. Muchos de estos barcos los usaban parahacer contrabando. Si queda algo, no estará en el puente de mando.

Está bien, dijo Anna con reticencia. Pero enciende el Geiger.

Sofía torció la boca pero obedeció a su hermana pequeña. El contador crujió; la medida correspondía a la radiación de fondo que podía encontrarse en cualquier lugar.

¿Más tranquila?

Anna resopló. Siguieron bajando. Se asomaban a las estancias ante las que pasaban pero no veían nada de interés. El suelo de los corredores estaba cubierto de prendas de ropa sucias y arrugadas, cajas rotas y papeles polvorientos. La linterna dibujaba un cono bien definido en la espesa negrura.

¿Sabes dónde estamos?, preguntó Anna. Esto parece un laberinto.

Deja de decir tonterías y abre los ojos. Busca algo que nos podamos llevar. No me dejes todo el trabajo como de costumbre.

Bajaron aún más. Bajaron tanto que Anna no podía creer que todavía siguieran en el barco. Le parecía que tenían que haber abandonado la nave y que lo que ahora recorrían era una red de túneles que se extendía quién sabe si bajo el muelle o bajo el mar. Los mamparos oxidados, el fuerte olor a humedad y el aire pesado, que costaba introducir en los pulmones, reforzaban su impresión. Se cruzaron con unas cuantas ratas.

Sofía se detuvo junto a una compuerta, la abrió y se asomó adentro.

Parece un almacén. Hay cajas. Puede que hayamos tenido suerte.

Anna entró. La estancia era amplia, el techo se elevaba a unos cuantos metros y, en efecto, al fondo había varias cajas de madera, aunque alguien ya las había revisado; estaban abiertas y el suelo sembrado de espuma de poliestireno. Iba a decírselo a su hermana cuando la compuerta se cerró con un fuerte golpe y el almacén, o lo que fuera aquel lugar, quedó sumido en la oscuridad. No había ni un resquicio de luz. Anna gritó llamando a Sofía. No hubo respuesta. Avanzó a tientas hacia la compuerta, o hacia donde creía que estaba. Tropezó con algo y cayó al suelo, haciéndose daño en una rodilla. Siguió adelante arrastrándose. Tanteó el mamparo hasta dar con la compuerta, que encontró bloqueada. Se puso a golpearla con los puños. Mientras tanto no dejó de llamar a su hermana con todas sus fuerzas.

Después de cerrar la compuerta, Sofía había dejado caer todo lo que llevaba consigo, salvo la linterna, y echado a correr para alejarse de los gritos de Anna. Llegó a unas escaleras que subió de tres en tres. El haz de luz brincaba ante ella. Tomó un corredor por el que no recordaba haber pasado antes; los gritos de Anna cada vez más distantes. Nuevas escaleras y otro corredor, medio obstruido por unas estanterías y una pila de cajones y sillas rotas. Al sobrepasar la barrera, esta se vino abajo y terminó de cegar el pasillo. Siguió corriendo. Su hermana golpeaba un mamparo con algo sólido, seguramente la palanca que llevaba entre su equipo. Todo el Borís Butoma temblaba.

Al acometer un nuevo tramo de escaleras, Sofía tropezó, la linterna se le escapó de la mano, cayó contra un escalón, se oyó el ruido de un cristal al romperse y todo quedó a oscuras. En el almacén, Anna reunió sus últimas fuerzas para dar otro golpe con la palanca. Luego se dejó caer sentada en el suelo. Lloraba. Se le ocurrió que podría aplicar la palanca al borde de la compuerta y que quizás así lograra abrirla. Sin embargo siguió sentada y llorando y repitiendo entre sollozos e hipidos el nombre de su hermana.

Sofía tanteó los escalones hasta dar con la linterna. No hubo forma de encenderla. La bombilla estaba rota. Se cortó en un dedo al comprobarlo. Se maldijo a sí misma. Luego se repitió que tenía que mantener la serenidad, que con serenidad saldría de allí. No sabía en qué parte del barco estaba, pero todo lo que tenía que hacer era subir. Buscar unas escaleras y subir. Siempre hacia arriba. De esa forma llegaría a la cubierta o a algún sitio donde hubiera luz. Entonces recuperaría la otra linterna y volvería a por su hermana.

Solo quería asustarla. Dejarla encerrada a oscuras un rato. Luego le diría que se había desorientado y dado vueltas por los corredores hasta conseguir encontrar de nuevo el almacén. Su hermana no la creería, aunque eso no tendría importancia. Sofía quería que se fuera. Por el miedo producido por el encierro, por la evidencia de que no era querida o por ambas razones. Eso era lo que Sofía había planeado. Quería que las cosas volvieran a ser como antes, cuando Alexéi y ella y los gemelos estaban solos y todo iba bien.

Se pegó a un mamparo y, arrastrando los pies para no tropezar con las cosas que había por el suelo, avanzó en busca de unas escaleras.

Anna dejó de repetir el nombre de su hermana. Calló un momento y empezó a llamar a Alexéi. Él encontraría aquel sitio y la sacaría de allí. Alexéi derribaría la puerta si no quedaba más remedio. En cuanto notara su ausencia se lanzaría a buscarla. Y luego echaría a Sofía de casa por haberle hecho aquello a su hermana. La echaría a patadas.

Alexéi era mucho mejor que su difunto marido. Este se emborrachaba cada noche; Alexéi, solo los fines de semana. Y era inteligente; había fabricado el contador Geiger para protegerse a sí mismo y proteger a su familia. Había mantenido a Anna a salvo de la radiación. Gracias a él seguía conservando los dientes y su bonito pelo. Y la casa no estaba mal, con todas aquellas cosas que había llevado de los barcos. Solo le hacían falta unos arreglos. Los chicos eran mayores y pronto se irían, y entonces ella y Alexéi dispondrían de tranquilidad y de más sitio para ellos.

Alexéi, Alexéi... ¿Dónde estás?

Se abrazó a sí misma y cerró los ojos con fuerza para no ver la oscuridad. Seguiría así todo el tiempo que fuera necesario.

Adelante y hacia arriba.

Sofía subió a tientas un tramo de escaleras y se topó con una compuerta cerrada. Fue incapaz de abrirla. Deshizo el camino. Había adoptado el método de no apartar su mano izquierda del mamparo del mismo lado. Creía que así evitaría moverse en círculos. Respiró hondo. Había que dar con otra escalera. Buscar luz. Cualquier luz.

Maldijo la noche polar.

Adelante y hacia arriba.

Alexéi y los gemelos entraron en casa riéndose. Habían vendido todo el cargamento y a buen precio. Alexéi llegaba achispado. Había comprado una botella de vodka por el camino y la había abierto en la furgoneta. Uno de los gemelos se encargó de conducir.

Se extrañaron al no encontrar en casa a ninguna de las mujeres. Alexéi estaba hambriento y rompió a maldecir. Las cosas de Sofía y Anna seguían donde siempre. No había ninguna nota que informara de que hubieran salido. De pronto Alexéi corrió al dormitorio y miró bajo la cama, donde guardaban el equipo que llevaban a los barcos. Sus maldiciones se redoblaron. Aquellas perras se lo habían llevado todo. Los sopletes, el contador Geiger… Habían abandonado sus escasas y estúpidas pertenencias pero se habían llevado lo único que había de verdadero valor en la casa. A continuación Alexéi miró en el escondite secreto de su mujer, un hueco detrás de un rodapié, donde ella guardaba sus ahorros, y lo encontró vacío. Ordenó a uno de los gemelos que corriera a ver si el coche estaba donde tenía que estar. Mientras tanto siguió insultando a las dos hermanas. Aseguró que ellas solas no conseguirían nada. Que morirían de hambre o que volverían a casa con la cabeza gacha y en adelante tendrían que hacer siempre lo que él dijera. Y añadió que entonces preferirían haber muerto de hambre.

Luego ordenó al otro gemelo que le preparara algo de cenar y él se sentó a la mesa del salón y siguió maldiciendo y bebiendo.

Su hijo obedeció. Entró en la cocina y cerró la puerta. Apoyado en el borde del fregadero lloró en silencio. Se tapó los ojos con una mano mientras se mordía la otra para que su padre no lo oyera. El llanto le deformó los rasgos. Imposible saber de cuál de los gemelos se trataba.

Primer amanecer después de dos meses de oscuridad. El sol asoma tras el horizonte y tiñe de color salmón las nubes.

La casa de Alexéi está más desordenada y sucia que cuando su mujer vivía allí, pero entre él y los chicos se las apañan. Vuelven de los barcos al final de la tarde, Alexéi se sienta a beber, se acuerda de Sofía. Seguro que ella llevaba tiempo pensando en irse; la llegada de su hermana aceleró sus planes. La echa de menos a ratos. Los gemelos preparan la cena, la llevan a la mesa. Él toma un bocado y dice:

No está mal. No está mal.

Después dice que ha oído hablar de un buque cisterna que llegará a los muelles en pocos días. Podría ser interesante. Se pregunta en voz alta si merecerá la pena pagar a Nóvikov para subir a bordo antes que los demás. Los gemelos cenan en silencio. Su opinión no importa.

Al mayor Nóvikov no le ha sentado bien la comida. La empanada que la anciana le ha servido como segundo plato llevaba demasiadas coles en el relleno. Se suelta el botón del pantalón y resopla. Se pone en pie tambaleándose y llama a su secretario. Cuando este aparece Nóvikov le dice que antes de volver a la base dará un paseo para bajar la comida. Luego le ordena buscar a esa bruja y sacarla del rincón donde esté escondida. Quiere que ella lo acompañe.

Poco después Nóvikov recorre los muelles a pie. Lleva el cuello del abrigo levantado y suelta pequeños eructos por un costado de la boca. La anciana lo sigue a regañadientes. Sopla un viento húmedo y helador. La anciana tirita. Nóvikov se da cuenta pero hace como que no. Esa vieja no se moverá de allí hasta que él le permita irse. La próxima vez tendrá más cuidado a la hora de preparar el relleno de la empanada. Ya le había dicho que tiene problemas para digerir las coles.

El mayor se detiene con expresión contraída en el borde del muelle. El agua es de color grafito y en la superficie flota basura y las manchas de hidrocarburo forman unas auras multicolores alrededor. Si la maldita corriente del Golfo no pasara por allí, tendrían hielo, piensa. El hielo tiene sus cosas buenas. Evita ver el sucio color del agua y también la basura. En otros puertos tienen hielo y se las apañan. A continuación menea la cabeza y sonríe, divertido por la capacidad de las personas para envidiar incluso lo que no quieren.


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