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jueves, 5 de enero de 2017

EL RELOJ (António Lobo Antunes)


En la mesa en la que escribo, el reloj de mi bisabuelo. Es una herradura vertical, de metal dorado, sobre un rectángulo de mármol. En el extremo de la herradura una cabeza de caballo. El freno del caballo forma un ángulo, a modo de anzuelo, que sujeta el reloj esférico, de metal dorado también, con un cristal convexo. Mi bisabuelo era médico y le habrá regalado el reloj algún paciente agradecido. Hasta su muerte mi abuelo, su yerno, lo tuvo siempre en su escritorio. Ahora está aquí conmigo, frente a mí, dando la hora con más de un siglo. De mi bisabuelo conozco fotos, unos cuantos episodios, algunos artículos científicos. Enfermo de cáncer, se suicidó de un tiro en la cabeza en mil novecientos dieciocho. Andaba por los cincuenta y cinco años, se llamaba Alfredo dos Santos Figueiredo, y mi padre cuenta que se acuerda de cuando lo alzaron en brazos para que besase el cadáver en el ataúd. Las agujas del reloj no se pararon nunca. Ha de llegar el momento en que yo pare. Las agujas del reloj seguirán moviéndose. En el freno en forma de anzuelo una doble llave: la punta más gruesa da cuerda al mecanismo, la más fina ajusta las agujas. Las once y seis en este momento. ¿De un día mío? ¿De un día de mi bisabuelo? ¿Qué marcarían las agujas cuando se acercó las pistolas a las sienes, ya que se mató con un arma en cada mano? Parece que fue a última hora de la tarde. ¿O a última hora de la mañana? Soy nieto de su única hija y dicen que me parezco físicamente a él. ¿Cuál de nosotros escribe esto? Iba en coche a visitar a los pacientes, atendía consultas en la farmacia que en aquella época se escribía Pharmacia. Cincuenta y cinco años: prácticamente mi edad ahora. ¿Cómo lo llamaría si viniese aquí? ¿Doctor? ¿Bisabuelo? ¿Nada? Si, por ejemplo, con su palma en mi hombro me preguntase

-¿Tú quién eres?

¿le respondería

-Su nieto?

¿respondería

-El nieto de su hija Eva?

¿me quedaría callado mirando su cara seria, triste, la cara de las fotos en las que nunca sonreí? Miro el reloj que debe de haber mirado muchas veces, pienso en sus facciones atribuladas y graves. Ni sus brazos conozco: por debajo del comienzo del pecho, la fotografía se acaba y él no existe. Tal vez ninguno de nosotros existe, pero existe el reloj. Once y dieciocho de la noche y mis dedos en la herradura, en el caballo. ¿Dónde están los suyos? Preguntas y preguntas, la ventana abierta y los árboles iluminados por las farolas de la calle. El sosiego de las ramas, el misterio de las ramas, hojas que brillan. Estoy solo aquí, en esta mesa muy alta, con un banco muy alto, en la que puedo escribir de pie. Me gusta escribir de pie. El nieto al que obligaron a besarlo y conserva de ese episodio una impresión horrenda es un hombre viejo ahora, a quien se le está acabando la salud. Parece que se fuera quedando desierto por dentro, en el interior de sus facciones devastadas. El reloj once y veintiséis, intacto. La esfera de metal dorado se balancea a una leve presión del meñique. Flota una especie de angustia en esta crónica, algo que oprime en el corazón del corazón. ¿Por cuál de nosotros? Las hojas brillan más en este momento. La estilográfica vacila y luego continúa. Las frases se juntan solas, no les hago falta. Tantas cosas que no sé. Me gustaría haberlo conocido, me gustaría haber compartido su afecto. Me llamo António como su yerno, hago libros, hay ocasiones en las que me siento muy abatido. Estoy aprendiendo a disimular. ¿Soy capaz? ¿No soy capaz? Hoy tenemos la misma edad, señor. Quien se quede un día con el reloj, ¿pensará en nosotros? ¿De qué nos servirá en el caso de que piense en nosotros? A falta de algo mejor, espero que el reloj sea eterno. Es gracioso que me sienta tan conmovido. ¿En nombre de qué? Dos pistolas. Sólo disparó la del lado izquierdo. La carta en la que pedía disculpas por haberse matado estaba manchada con su sangre, la letra se iba volviendo incomprensible, al final puros borrones. ¿Suyos? ¿Míos? Estoy en Benfica, donde usted se suicidó. Otra Benfica. Me duele lo que me resta de la suya en la memoria. Entonces me viene a la cabeza la sonrisa de mi tía Bia y sonrío yo también. Por amor a ella. Y un poco, por extraño que parezca, por amor a usted. Once y cuarenta y cuatro. Por amor a nosotros. Como la sangre que no quedó en la carta sigue en mis venas, seguramente por amor a nosotros.

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