Les veo picotear sus manos. Las manos que me abrazaban. Las que, siendo yo pequeño, hacían un agujero en la sandía y sacaban su pulpa para convertir la cáscara hueca, con una vela dentro, en un farol. Esas manos no han muerto, ahora vivirán.
Comen sus piernas, últimamente torpes, ágiles antes para subir escaleras silbando, anunciando su llegada a casa, ese sonido alegre de mi niñez.
Hace frío, pero no es por eso que tiemblo.
Hunden sus picos en la cabeza y no cierro los ojos, porque quiero ver cómo devoran la frente y su interior, el lugar donde habitaban el cariño y la risa, la materia carnosa o gris en que vivieron.
Cuando ellos mueran, otros comerán sus cuerpos.
Los buitres han terminado su tarea. Vuelven al cielo. Con sus alas de ángel me dicen adiós y yo les respondo Feliz día, mamá.
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