Lo intenta con la lengua, luego se sienta en la cama y empieza a escarbar con los dedos. Afuera comienza un día agradable, cantan los pájaros. Coge la caja de cerillas, le arranca una esquina y hurga con ella entre los dientes. Nada. Pero puede sentirlo. Pasa la lengua por los dientes moviéndola de atrás hacia delante y se detiene al toparse con el pelo. Palpa con la lengua alrededor del pelo y luego da un suave toque entre los dos dientes, tanteando con la lengua la extensión del pelo y aplastándolo contra el velo del paladar. Lo toca con el dedo.
―¿Qué pasa? —le pregunta su mujer, sentándose en la cama— ¿Nos hemos dormido? ¿Qué hora es?
―Tengo algo entre los dientes. No puedo sacarlo. No sé. Parece un pelo.
Va al baño y se mira en el espejo. Luego se lava las manos y la cara con agua fría. Enciende la lamparilla del espejo.
―No lo puedo ver pero sé que está ahí. Si pudiera cogerlo con los dedos un momento podría sacarlo.
Su mujer entra en el baño, rascándose la cabeza y bostezando.
―¿Lo tienes, cariño?
Aprieta los dientes y sujeta el labio hasta que las uñas le rasgan la piel.
―Espera un momento. Déjame ver, le dice ella acercándose. Está de pie bajo la luz, con la boca abierta, la cabeza torcida, limpiando con la manga del pijama el cristal cuando se empaña.
―No veo nada, le dice. Él apaga la luz del espejo y deja correr el agua en la ducha.
―A la mierda. Tengo que prepararme para ir a trabajar.
No tiene ganas de desayunar y decide ir caminando hasta el trabajo. Le sobra mucho tiempo. Nadie tiene llave excepto el jefe y si llega tan temprano tendrá que esperar. Pasa por la esquina vacía en la que suele aguardar el autobús. Un perro al que no había visto antes por el barrio levanta la pata y se pone a mear sobre la señal del autobús.
―¡Eh!
El perro deja de mear y se acerca corriendo. Otro perro que tampoco reconocía se acerca corriendo, husmea la señal y se pone a mear también. Una mancha dorada y ligeramente vaporosa avanza por la acera.
―¡Eh, fuera de aquí! El perro suelta unas pocas gotas más y ambos cruzan la acera. Parece que le miran como si se estuvieran riendo de él. Mueve con la lengua el pelo entre los dientes.
―Bonito día, ¿no?, pregunta el jefe al abrir la puerta delantera y levantar la persiana.
Miran hacia fuera y asienten sonriendo.
―Sí, un día estupendo, dice uno de ellos.
―Demasiado para pasarlo trabajando, dice otro, riéndose con los demás.
―Sí, así es, dice el jefe. Sube las escaleras para abrir la sección de ropa de chicos. Silba y hace sonar las llaves.
Más tarde, sube del almacén en camiseta fumando un cigarrillo después de haber desayunado.
―Hace calor hoy.
―Sí, así es. Nunca se había fijado en que el jefe tenía mucho pelo en los brazos. Se sienta escarbando con la uña entre los dientes, mirando fijamente las gruesas matas de pelo negro que tiene el jefe entre los dedos.
―Verá, me preguntaba… si no lo considera oportuno no hay problema, naturalmente, pero si lo cree posible, y siempre que no meta a nadie en un apuro, me gustaría irme a casa. No me encuentro muy bien.
―Bien, podemos arreglarnos. Ese no es el problema, desde luego. Da un trago a su Coke y se queda mirándole.
―Vale, de acuerdo, sólo me lo preguntaba. Disculpe.
―No, no hay problema. Vete a casa. Llámeme esta noche para saber cómo estás. Mira el reloj y termina la Coke.
―Diez y veinticinco. Digamos diez y media. Márchate ahora y apuntaremos a las diez y media.
En la calle se afloja el cuello de la camisa y empieza a caminar. Se siente raro yendo por la ciudad con un pelo en la boca. Lo toca con la lengua. Camina sin mirar a la gente. Al poco rato empieza a sudar y siente la humedad de las axilas en la camiseta. A veces se detiene ante los escaparates, fija la vista en el cristal e intenta atraparlo con los dedos. Luego continúa en dirección a casa. Cruza el parque Lions Club y se queda mirando a los niños que juegan en la piscina infantil. Más tarde, paga a una anciana los cincuenta céntimos de la entrada al pequeño zoo para ver los pájaros y otros animales. Tras pasarse un buen rato mirando al monstruo de Gilal, la criatura abre un ojo y lo mira. Da la vuelta, sale del parque y se dirige a casa.
No tiene mucha hambre, sólo toma un poco de café para cenar. Tras unos sorbos, dobla la lengua de nuevo sobre el pelo. Se levanta de la mesa.
―Cariño, ¿qué te pasa? —le pregunta su mujer— ¿Dónde vas?
―Creo que me voy a acostar. No me encuentro bien.
Ella le sigue hasta la habitación y se queda mirándole mientras se desviste.
―¿Puedo hacer algo por ti?, ¿No sería mejor que llamara al médico? Me gustaría saber qué pasa.
―No te preocupes, me pondré bien.
Se cubre con el cobertor hasta los hombros, se da la vuelta y cierra los ojos.
Le baja la persiana.
―Voy a ordenar un poco la cocina y vuelvo luego.
Tumbado se siente mejor. Se toca la frente y le parece que tiene fiebre. Lamiéndose los labios palpa el final del pelo con la lengua. Le entra un escalofrío. Poco después, empieza a dormitar pero despierta de repente y se acuerda de que tiene que llamar al jefe. Sale de la cama y se acerca a la cocina.
Su mujer lava los platos.
―Creí que estabas dormido, cariño. ¿Te sientes mejor?
Asiente en silencio y descuelga el teléfono. Habla con Información. Tiene mal sabor de boca mientras marca el número que le dan.
―Hola. Sí, creo que estoy mejor. Mañana iré a trabajar, sí. De acuerdo. Ocho y media en punto.
Vuelve a la cama y se pasa la lengua por los dientes otra vez. Suele hacerlo a menudo y no se había dado cuenta hasta hoy. Poco antes de quedarse dormido casi había conseguido no pensar en ello. Pensaba en el día tan estupendo que había hecho y en los niños
jugando en la piscina. Los pájaros cantando temprano. Pero se despierta en mitad de la noche gritando y sudando. Siente que se ahoga, mueve la cabeza de un lado a otro pateando bajo las sábanas y asustando a su esposa, que no sabe lo que pasa.
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