Siempre sospechamos de su inclinación a la necrofilia. Siempre, incluso de chicos, aunque no conociésemos ni la palabra ni su significado. Conocíamos el comportamiento, la predilección por la muerte, las astucias, el sigilo.
Además, a Jacinto le gustaba exhumar cosas.
Por las noches merodeaba en los terrenos baldíos buscando mascotas recién sepultadas. Asistía a todos los velorios, ubicándose en la proximidad de los ataúdes abiertos, donde aguardaba el agotamiento de los deudos para quedarse a solas con el finado.
De lejos ya causaba rechazo por su palidez extrema, mortuoria, en contraste con el sobretodo negro, por su andar inarticulado, catatónico; de cerca, por el hedor cadavérico que despedía su piel. Algunos deducen que para ocultar ese tufo utilizaba formaldehído en las axilas.
El comportamiento aberrante de Jacinto nos pareció un asunto secundario el día que los muertos se levantaron de sus tumbas.
Los vimos saltar el paredón del cementerio. Cruzaron la plaza y se esparcieron en todas direcciones. Los fallecidos más recientes mostraban una agilidad asombrosa para trepar por los techos e introducirse en las casas por las ventanas; los más decrépitos graznaban órdenes desde abajo. Y todos, grandes y pequeños, embalsamados y semidescompuestos, aullaban con un rencor absoluto mientras devoraban a sus víctimas.
Justo cuando estábamos a punto de ser arrasados por esa turba, apareció Jacinto, con su andar inarticulado y su sobretodo negro.
Siempre sospechamos de su inclinación por la necrofilia, pero lo confirmamos el día en que los muertos huyeron de él al verlo acercarse.
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