El hábitat del Tipo Legal es el vestíbulo o la esquina del exterior de algunos hoteles y restaurantes-cafetería. En su mayoría son hombres de diferentes tallas, desde la pequeña a la grande; pero coinciden en la tenencia de mejillas y barbillas azuladas recién afeitadas y abrigos —en temporada— con cuellos de terciopelo negro.
Poco se sabe sobre la vida privada del Tipo Legal. Parece ser que Cupido e Himeneo toman cartas en el asunto de vez en cuando, y confabulan para que la reina de corazones pierda su partida contra ellos. Teóricos osados atestiguan que los Tipos Legales suelen contraer matrimonio, e incluso pueden incurrir en descendencia, pero solo en ciertas ocasiones, cuando mantienen escarceos con el mundo de la política, se alcanza a ver un espejismo de la señora Tipa Legal y de los Tipitos Legales con sombreritos y cubos de metal destellantes durante idílicos picnics.
Aun así, el Tipo Legal es básicamente un hombre de costumbres orientales y considera que su mujer no debe estar demasiado expuesta al público. Ésta le espera en algún lugar tras las rejas o las salidas de incendios decoradas con flores, donde sin duda va pisando alfombras de Teherán, se distraen con el bulbul, toca el dulcimer y se alimenta a base de dulces. Fuera de su hogar el Tipo Legal es un entero, y en sus horas libres, a diferencia de los hombres de otras razas de Manhattan, lejos de convertirse en la escolta de volátiles encajes y altos tacones que van acompasando dulcemente los felices segundos de los paseos vespertinos, se reúne junto a su manada en las esquinas, comentando en su jerga de caribe el espectáculo que discurre frente a ellos.
El Gran Jim Dougherty tenía una esposa, aunque no llevase un retrato suyo en miniatura en la solapa, y tenía un hogar en alguna de esas calles de ladrillo rojizo y barandillas de metal de la parte oeste, que parecen una bolera descubierta recientemente en una excavación en Pompeya.
En esta casa, propiedad del señor Dougherty, descansaba cada noche cuando las altas esferas de los Tipos Legales no prometían más diversiones. A unas horas en las que la inquilina del harén monógamo dormiría en los brazos de Morfeo, el bulbul se habría callado y sería momento para el sueño.
Al día siguiente el Gran Jim se levantaría a las doce del mediodía para desayunar, y poco tiempo después regresaría a la cita con los suyos. Siempre había sido consciente, aunque fuese vagamente, de la existencia de una señora Dougherty, y hubiera aceptado sin intentar defenderse los cargos de que la mujercita sigilosa, pulcra y tranquila al otro lado de la mesa era su mujer. De hecho, recordaba perfectamente que llevaban casados casi cuatro años, sobre todo porque a menudo ella le hablaba de los graciosos jueguecillos de Spot, el canario, y de la señorita de pelo claro que vivía en la ventana del piso de enfrente. En ocasiones, el Gran Jim Dougherty llegaba incluso a escuchar su conversación.
Sabía que cada tarde a las siete cuando llegaba con hambre, su señora tendría preparada una buena cena; que esa mujer tenía un tocadiscos con seis docenas de discos, que a veces iba a las sesiones de tarde del teatro, y que, en cierta ocasión, su tío Amos se presentó de improviso y fueron con él al museo de cera. Esas cosas eran sin lugar a dudas suficiente diversión para una mujer.
Cierto día, pasadas las doce, el señor Dougherty terminó de desayunar, se puso el sombrero y se encaminó hacia la puerta. Cuando tenía la mano sobre el pomo oyó la voz de su mujer.
—Jim, me gustaría que me llevaras a cenar esta noche —dijo sin titubear—. Hace tres años de la última vez que estuviste tras esa puerta conmigo.
El Gran Jim se quedó estupefacto. Nunca le había pedido algo así antes y aquello tenía el sabor de una proposición completamente nueva, pero él era un Tipo Legal.
—Vale —dijo—. Estate preparada a las siete. Nada de “espera dos minutillos mientras me acicalo una hora o dos”.
—Estaré lista —dijo su mujer con serenidad.
A las siete bajó las escaleras de piedra de la bolera de Pompeya hasta llegar frente al Gran Jim Dougherty. Llevaba un vestido de noche confeccionado con un material que debían haber cosido las arañas, y de un color al que debía haber contribuido el crepúsculo. Un abrigo claro con muchas capas maravillosamente prescindibles y lazos adorablemente inútiles cayendo de los hombros. El bello plumaje hace al cisne, y el único reproche que puede hacérsele a este refrán recae en el hombre que se niega a donar su salario a la industria de los tocados de plumas.
El Gran Jim Dougherty estaba confuso, pues a su lado tenía un ser desconocido. Pensó en el sobrio traje que este pájaro del paraíso acostumbraba a llevar en su jaula, y la revelación alada que tenía ante sus ojos le desconcertaba. En cierto modo le recordaba a la Delia Cullen con la que se había casado hacía cuatro años. Con timidez y bastante torpeza buscó su mano derecha.
—Después de cenar te traeré a casa, Dele, —dijo el señor Dougherty, —y entonces volveré al Seltzer’s con los chicos. Puedes comer lo que quieras esta noche, pues ayer gané con Anaconda en las carreras.
El señor Dougherty pretendía hacer de la salida con su atípica mujer algo discreto. La complacencia con la esposa era una debilidad que el código de los caribes no contemplaba, y si alguno de sus amigos de las pistas, del tapete de billar o del cuadrilátero, tenía mujer, nunca se había quejado de ello en público. Existían varios restaurantes de menú en las calles perpendiculares a la alumbrada calle principal, y a uno de ellos se había propuesto escoltarla para no apartar demasiado al animalillo de su hábitat.
Pero por el camino el señor Dougherty cambió de planes. Había interceptado miradas furtivas hacia su atractiva compañía y comenzó a pensar que éste no era caballo que se vendiera al final de la carrera. Decidió pasear con su mujer frente al Seltzer’s café, donde a esa hora muchos de su tribu estarían reunidos para ver la procesión diaria de la tarde. Y la llevaría a cenar al Hoogley’s, el mejor restaurante de la calle, se dijo a sí mismo.
La congregación de caballeros tribales de afeitado apurado estaba de guardia en el Seltzer’s, cuando el señor Dougherty y su reestructurada Delia pasaron por allí. Incapaces de apartar la mirada, quedaron petrificados y se quitaron el sombrero, un gesto tan poco habitual en ellos como la sorprendente novedad que el Gran Jim ponía ante sus ojos. Sobre la que había sido la cara impasible de un caballero apareció un ligero destello de triunfo, no más perceptible que la expresión que provoca en un jugador experto la aparición de un póquer de picas.
El Hoogley’s estaba animado. Las luces eléctricas brillaban como, de hecho, se espera de ellas, y los manteles, la cristalería y las flores también desempeñaban con mérito las espectaculares obligaciones que se les exigen. Había numerosos comensales bien vestidos y contentos.
Un camarero —no necesariamente servil— condujo al Gran Jim Dougherty y a su esposa a la mesa.
—Pide directamente lo que quieras de la carta, Dele —dijo el Gran Jim—. Quiero un manjar de reyes para ti esta noche. Puede que nos hayamos mimetizado con el forro doméstico demasiado pronto.
La esposa del Gran Jim pedía la cena mientras éste la observaba con respeto. Mencionó algo de trufas, cuando Jim ni siquiera hubiera imaginado que supiera lo que eran las trufas. De la carta de vinos escogió uno apropiado y apetecible. La mirada de Jim expresaba cierta admiración pues su esposa estaba radiante, con esa excitación inocente que la mujer experimenta con el ejercicio de la socialización. Le hablaba de cientos de cosas con entusiasmo y deleite; conforme avanzaba la cena, las mejillas, incoloras por la vida de interior, iban ganando un delicado rubor. El Gran Jim echó un vistazo alrededor pero no veía ninguna mujer allí con tal encanto. Entonces pensó en los tres años que había sufrido confinada sin quejarse, y sintió un ardiente bochorno; el juego limpio era un mandamiento de su credo.
Pero cuando el Honorable Patrick Corrigan, líder del distrito de Dougherty y amigo suyo, les vio y se acercó a su mesa, el asunto se complicó. El Honorable Patrick era un hombre galante, tanto en hechos como en palabras. Su relación con la piedra de la elocuencia era manifiesta, tanto que si la piedra de la elocuencia hubiera considerado apropiado demandar al Honorable Patrick hubiera recibido sin lugar a dudas una valiosa compensación por incumplimiento de promesas.
—¡Jimmy, viejo amigo! —le llamó, le dio unos golpes a Dougherty en la espalda e iluminó a Delia como un sol de mediodía.
—Honorable señor Corrigan, le presento a la señora Dougherty —dijo el Gran Jim.
El Honorable Patrick se convirtió de inmediato en una fuente de entretenimiento y admiración. El camarero tuvo que coger una tercera silla para él, preparar la mesa para uno más y rellenar las copas.
—¡Viejo granuja egoísta! —Exclamó, apuntando con el dedo al Gran Jim— ¡Haber mantenido en secreto a la señora Dougherty!
Y entonces el Gran Jim, que no había sido agraciado con del don de la palabra, se quedó sentado y mudo, y vio a la mujer con la que había cenado todas las noches durante tres años florecer como una rosa de cuento de hadas. Despierta, ingeniosa, encantadora, llena de luz y palabras, respondía al ataque experto del Honorable Patrick en el campo de la conversación, lo pillaba por sorpresa, y, para deleite del mismo, le derrotaba. Desplegó sus pétalos replegados desde hacía tiempo y a su alrededor la sala se convirtió en jardín. Intentaron incluir al Gran Jim en la conversación, pero no tenía palabras.
Entonces, un rebaño descarriado de políticos y hombres de bien que vivían en los dominios de la legalidad entró en la sala. Vieron al Gran Jim y al líder, se acercaron a ellos y se les comunicó la existencia de la señora Dougherty. En pocos minutos era la reina del salón. Se vio rodeada de media docena de hombres, todos cortesanos, y seis de ellos la encontraron encantadora. El Gran Jim permanecía sentado, abochornado, y repitiéndose una y otra vez: ¡Tres años, tres años!
La cena llegó a su fin. El Honorable Patrick intentó alcanzar la capa de la señora Dougherty; pero eso era una cuestión de acción no de palabras, y la enorme mano de Dougherty se adelantó por dos segundos.
—¡Jimmy, amigo mío, —le susurró descaradamente, —la dama es una joya de primerísima calidad. Eres un tipo con suerte.
El Gran Jim se encaminó hacia casa con su mujer. Ella parecía tan encantada con las luces y los escaparates de las calles como con la admiración de los hombres en el Hoogley’s. Cuando pasaron por el Seltzer’s oyeron las voces de varias personas en el café. A esta hora los chicos habrían empezado a beber y a discutir actuaciones del pasado.
Delia se detuvo en la puerta de casa. Su rostro irradiaba sutilmente el placer de la salida. No podía esperar tener al Jim de las noches, pero la gloria de ésta iluminaría sus solitarias horas durante mucho tiempo.
—Gracias por sacarme a cenar, Jim —le dijo satisfecha. —Ahora regresarás al Seltzer’s, claro.
—Al…con el Seltzer’s —dijo el Gran Jim con mucho énfasis—. ¡Y ese…de Pat Corrigan! ¿Se cree que no tengo ojos en la cara?
Y la puerta se cerró dejando a ambos dentro.
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