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lunes, 22 de septiembre de 2014

LA CASA DEL TÍO LUCAS (Chema D. Garrido)


Más allá de los palmerales, se encontraba la vieja casa de mi tío Lucas a la que solía acudir con mis amigos de la infancia y a veces solo para contemplar sus raras aficiones, su taller de química o la biblioteca donde cientos de libros llenaban ordenadamente los estantes. Tenía un pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas, y era una casa grande pintada de azul cielo, con cuatro balcones y ventanas cuadradas encima. El porche era espacioso y comunicaba con un patio enlosado como una plazoleta que tenía en medio un pozo. De este patio partía la escalera ancha, de piedra blanca, que yo subía a saltos rumbo a los silencios, penumbras y misterios de arriba.

Todos los veranos, mi tío se ausentaba de la isla durante semanas a lejanos lugares que yo imaginaba exóticos, peligrosos, con incontables misterios y estatuas de sal y pájaros gigantes surcando el aire, figuras todas ellas esculpidas en mi imaginación estimulada por sus relatos. Aunque sabía que él exageraba, ¡ qué inenarrable placer sentía al estar sentado sobre sus piernas e imaginar los detalles de aquellas aventuras, colocarme su sombrero que me cubría hasta los ojos, o probar tímidamente un sorbito de su copa de anís!

Aquel verano me viene a la memoria porque un enorme cartel quedó instalado en la parte delantera de su enorme casa de pasillos y recovecos un poco misteriosos de las construcciones antiguas, una casona que parecía un gran animal o un barco dormido entre la maleza de nuestra isla. El enorme cartel, avisando de su partida para un viaje estival (de cuyo regreso nadie de la familia podíamos nunca estar seguros), rezaba así:

AVISO A LADRONES: NADA DE VALOR HA QUEDADO EN LA VIVIENDA, SALVO UNA HAMBRIENTA ANACONDA HEMBRA DE 9 METROS.

He de explicar que una oleada de robos venía asolando nuestros poblados, establos, talleres y viviendas de la colonia, incluso uno de las dos templos había sido profanado en horas nocturnas. Los gendarmes parecían andar sobre pistas fiables y se sospechaba de algún grupo de emigrantes haitianos recién llegado, quienes tras cometer sus fechorías, aprovechaban la noche para vender la mercancía robada a otros malhechores que arribaban en sigilosos barcos a cualquiera de las decenas de embarcaderos naturales amparados en la maleza de las costas y la noche. Todas las prevenciones eran pocas entre los tranquilos habitantes, incluida mi familia, pero lo del tío Lucas (como todo en él) rozaba la extravagancia.

A nadie dio explicaciones antes de partir, y de nadie (excepto de mí) se despidió. Yo era el encargado de transmitir la información de su partida a su hermana y a la sazón madre mía.

La existencia de las anacondas era difícil de creer, sobre todo porque ese tipo de serpientes semiacuáticas no eran habituales en nuestras latitudes. Sin embargo, y conociendo la fama de mi tío, el vecindario quedó ciertamente preocupado, por decir algo. Se prohibió a niños y jóvenes que se aproximaran a la casa y sus alrededores bajo pena de castigo, sin embargo los mayores asomaban su curiosidad a una prudente distancia, solos o en grupo, mientras yo los contemplaba cómodamente instalado sobre la rama de una higuera enorme cuya leyenda o historia conocía por boca de mi tío.

Ni que decir tiene que mientras otras viviendas, granjas, talleres y cobertizos de aperos eran expoliados, la casa permanecía intacta, con sus puertas, ventanas y contraventanas cerradas a cal y canto. Los ladrones, que yo a veces imaginaba entre los muchos curiosos que se acercaban por la casa y los alrededores, parecían incapaces de desafiar o comprobar la veracidad del anuncio. He de decir que tampoco a mí el tío Lucas me había despejado la duda, seguramente porque no se fiaba de mi obediencia y porque sabía la fascinación que ejercían en mi mente tantos objetos antiguos y lejanos que atesoraba en algunos de sus gabinetes y estudios. Por ejemplo su biblioteca, de por sí descomunal, dotada de libros de impresión bellísima, con las tapas de piel negra con letras de oro, verdaderas joyas desde todos los puntos de vista, había una puerta disimulada por los tapices que cubrían todas las paredes, y que una vez me invitó a franquear. Claro está que el astuto me había vendado los ojos antes del ingreso en la estancia, me había hecho girar varias veces como a una peonza, y sólo me liberó los ojos cuando ingresamos en aquella especia de gabinete secreto. En él, iluminado por una lámpara china con dragones que parecían escupir humo, la suave voz de mi tío fue ilustrándome sobre la serie de libros prohibidos que allí se reunían, como herejes perseguidos o como las más bellas mujeres del mundo acariciadas por él, solamente por él, así que yo no podía por menos que sentirme poseedor de un regalo sin igual. “Hay cinco líneas que si se escribieran correctamente “(me susurró en una ocasión, sin mirarme), “destruirían el mundo tal y como lo conocemos”, y pasaba la yema de sus dedos por los lomos de aquellos volúmenes: recuerdo el Libro de Thot, que da poder sobre la materia, el Manuscrito Voynich, que explica cómo usar la energía estelar o la Esteganográfica de Tritemo, que enseña los procedimientos para hipnotizar a distancia…

Pero volvamos a la anaconda, que es de cuyo caso quiero referirme ahora. Con el paso de los días, la reiteración de los robos, las escasas detenciones y el malestar general, el asunto de la serpiente mantenía a todos en una curiosidad más malsana que edificante, la verdad. Yo sabía que se trataba de otro de los experimentos de mi tío, experimentos sobre la condición y el comportamiento humanos, sobre el salvajismo de nuestra especie y esos temas que le ocupaban (porque preocuparle, le preocupaban poco, me parece). Yo aseguro que pese a la extravagancia y crueldad que algunos quisieran leer en tales experimentos, un gran amor solidario por su especie era lo que movía a mi tío, una especie, es verdad, de la que parecía haberse escindido de alguna manera.

Como iba diciendo según mis recuerdos, la anaconda (su imagen, su evocación en la mente de todos) era un arma disuasoria muy eficaz, y la curiosidad en torno a su existencia fue en aumento. Todos los vecinos, los hacendados plataneros, los dueños de las salineras dentro de sus mastodónticas mansiones rodeadas de piscinas, estanques y jardines japoneses, en la gendarmería, en la cámara de comercio y patentes, en la sede de aduanas y la oficina de recaudación de impuestos, en las cantinas, la parroquia católica y el templo luterano del norte, entre los quincalleros ambulantes, todos, todos los vecinos de la colonia hablaban de lo mismo con ahínco. Hablaban, eso sí, con el debido respeto a que la figura de mi tío y su antigua autoridad como gobernador de la isla les obligaba, junto a las excentricidades y misterios que su solo nombre evocaba en los cuatro confines de la isla.

Nadie por el momento osaba franquear los dominios de la casa donde se suponía razonablemente la existencia de tesoros y objetos inquietantes, entre otras razones por la procedencia ignota de la mayoría de ellos, por las leyendas que rodeaban a artilugios tales como el astrolabio persa, o la campana púrpura capaz de detener el tiempo o el cristal que reflejaba escenas de futuro de la persona que, tomándola en sus manos, le confiriera el calor adecuado. De algunos de ellos se hablaba con admiración y una pizca de temor en la isla, por parte de los pocos privilegiados que habían gozado de la invitación a cenar en el hogar de mi tío (una imprecisa sensación de irrealidad infectaba los sentidos de los comensales, eso decían, que el ambiente parecía sustraído a las leyes de la física, que el escenario del salón bogaba fuera del tiempo y del espacio, como sujeto a sus propias reglas, oscilando en sus retinas aquellos óleos oscuros, las cortinas impresionantes, las sillas de terciopelo bajo centenares de lámparas como piedras preciosas reflejadas en los cubiertos y en los platos ), servidos por criados negros, antiguos esclavos manumisos que él había devuelto a la libertad, quienes recorrían silenciosos el salón portando bandejas repletas de una gastronomía ubérrima en aromas y matices, en mezclas de yerbas, de especias y remotos regustos de esencias.

Y ahora, aquella anaconda instalada en nuestra imaginación deslizando sus portentosas mandíbulas por el salón principal, por la oscuridad de gabinetes y pasillos, reptando por escaleras, asomando sus fauces por los visillos de las semicerradas ventanas durante las noches y atardeceres del trópico.

Era el caso que continuaron los latrocinios a las haciendas de la isla, y como eslabón precedente en la gran cadena de sucesos que fluyen del TODO, una terrible ola de represalias inundó de sangre la isla. Grandes y medianos granjeros, apoyados por su servidumbre, enarbolando los principios de una atávica justicia, procedían a ejecuciones de ahorcamiento sin que la gendarmería de la isla y sus escasos y timoratos servidores pudieran o se atrevieran a presentar impedimento. A los niños y adolescentes se nos prohibía asistir a aquellas ejecuciones nocturnas presididas por antorchas y clamores de unos frente a los gritos y súplicas de los haitianos ajusticiados, luego de ser capturados a lazo por hábiles jinetes a las órdenes de los terratenientes. Muchos inocentes debieron de engrosar el enorme victimario de aquel verano en que agricultores y hacendados sin duda envidiarían la posesión real o ficticia de 9 metros de anaconda en algunos de sus patrimonios terrenales.

En el hogar del abogado Schiller, junto a otras conversaciones de nuestra armoniosa cotidianeidad familiar, los sucesos de la isla por aquellos días y el misterio de la anaconda también ocupaban, lógicamente, las horas de sobremesa. Mi padre tomaba la palabra a la hora del café ( ya que las comidas se desarrollaban bajo un silencio seráfico, casi eucarístico), decidiendo así el tema de conversación, al cual en principio tan sólo mi madre podía tener acceso y opinión; según ciertas miradas de él, yo me sentía autorizado a intervenir, no así mi hermana, que dada su corta edad, carecía del sentido de las reglas y sus comentarios y disparates llamaban a la risa y el cariño de todos. La vez que consideró oportuno sacar el tema de mi tío y su misteriosa anaconda anunciada, yo medí mucho mis palabras, en primer lugar por miedo a la severidad que imponía mi progenitor (un abogado luterano de estricta observancia moral, e inconfeso detractor de mi tío Lucas y sus mitos paganos); en segundo, porque yo sabía sobre el asunto más que ellos y que todos los habitantes de nuestra colonia insular, ese trozo de tierra de unos 77 kilómetros cuadrados formados por lava volcánica escupida desde las entrañas de la tierra hace unos 2 millones de años, y que se anunció a las aterradas aves del cielo y peces del mar con un pestilente hedor de azufre, con truenos y temblores de mucha duración, según me ilustrase mi querido tío.

Y ocurrió lo que tarde o temprano había de ocurrir, ocurrió de noche, con la pretendida alevosía de los torpes o desesperados, un par de semanas después de la partida de mi tío. Posiblemente algún ladrón inadvertido recién llegado a la isla a bordo de algún paquebote o de polizón, quién sabe ( y por tanto desconocedor de los andanzas y logros de quien había sido durante dos lustros gobernador de la colonia), fue quien tuvo el lamentable propósito de penetrar en aquella apetecible casa de campo aislada de las demás, y de hacerlo saltando una tapia de adobe que la casa tenía en la parte de atrás, donde estaba la tejavana para el carro, la sarmentera, el lagar y la bodega ya en desuso. ¿No pudo sospechar aquel desaprensivo que tantas facilidades encerraban un premio muy distinto, un desenlace indeseable?



Los alaridos me alcanzaron al poco de descender de la higuera donde pasaba solo tantas horas, en esa hora ambigua en que la tarde y la noche se equilibran y como neutralizan. Eché a correr de puro pánico hacia mi casa, sin dirigir la vista ni a la derecha ni a la izquierda, por temor de ver en las ramas y entre la maleza a seres alargados y de fauces demoníacas al acecho de mi cuello. Nunca, a lo largo de mi vida, la expresión de un terror humano de igual magnitud ha sacudido mis entrañas con tanta virulencia. Cubierto el escaso kilómetro más interminable de toda mi vida, avisé a voces a mi familia de lo que había oído. Mi padre se levantó de la butaca donde leía sobresaltado por mis gritos y preguntó extrañado de dónde venía (los latigazos llegaron después, a los pocos días del suceso, por el delito de haber transgredido de nuevo la prohibición de acercarme a la casa de mi tío). Nervioso y agotado por los gritos, envuelto en lágrimas y temblores, anuncié la fatal noticia a mis padres, que quedaron mirándose en silencio. Mi madre supo al instante que yo no mentía, y así lo comunicó a mi padre con la seguridad de quien me había llevado 9 meses en sus entrañas. El me miró muy directamente y su voz se hizo más grave al asegurarme las consecuencias del pecado en que incurre quien miente, pues el mentiroso roba la verdad a las palabras. El quinqué que sostenía en su mano derecha me iluminaba igual que a un reo en la sala de interrogatorios y tortura.

Minutos después, y tras dar las instrucciones precisas a su prole, montó en la calesa y abandonó nuestra casa en dirección a la gendarmería. Yo volví al dormitorio, y no supe nada más hasta el día siguiente, y no precisamente por mi padre, que cargaba su pipa tras el desayuno y se preparaba para volver a su gabinete. Como una novia tímida y asustada a la que hubieran casado con un desconocido, me acerqué a él y le pregunté por el desenlace. Al fin y al cabo, ¿no me debían a mí el descubrimiento del suceso?

Tras una mirada tan cortante y pesada como un hacha, me hizo saber que una patrulla de gendarmes al mando del comisario se había acercado a los dominios de la casa de mi tío. Sin embargo, el miedo a la noche y al monstruo presentido en el interior de aquellos muros, les hizo desistir de la idea de abordarla hasta no haber llegado el día. Digamos, si se me permite, que lo que fue miedo en la noche, se volvió curiosidad con el día. Sin más, mi padre se levantó y se largó. Al abandonar el salón, ordenó a los criados que me vigilaran hasta su vuelta. Tres largos días duró mi cautiverio forzoso, aquel destierro de la vida a que mi padre me condenó con la debida sesión de azotes previos a la oración nocturna en familia después del servicio de la cena.

Superado el castigo, volé raudo a la ciudad. Y en efecto, la noticia aún conmocionaba las mentes, los corazones y las conversaciones en cantinas y dependencias de la colonia tres días después. No era para menos. Mis amigos me informaron de cuanto habían oído al reunirme con ellos en la plaza donde solíamos jugar aquellas últimas vacaciones en la isla.

Al amanecer (iré contando según los agregados de unos y de otros, un rompecabezas de informaciones cuyas piezas tenía de ir encajando con paciencia), los gendarmes entraron en la casa derribando la puerta del porche delantero, una bonita puerta con un frontispicio sostenido por dos pequeñas y doradas cariátides. Armados y tensos, fueron avanzando metro a metro, inspeccionado cada estancia, cada rincón. Al llegar a una de las salas, que rápidamente identifiqué como la sala de los espejos gracias a las descripciones aportadas por mis amigos, en la planta baja, el espanto se apoderó de la patrulla. En efecto, una colosal serpiente de 9 metros de longitud, color verde oscuro, con marcas ovales de color negro y dorado a los flancos, reptaba pesadamente por el único sofá del salón, más bien intentaba abrazarlo o tomar asiento en él. Lo que debía de ser el vientre de aquel monstruo, de un tono más claro, presentaba una hinchazón descomunal, y en él quedaban dibujadas en relieve las formas de unos dedos crispados y de una nariz y una boca que quisieran escaparse del tejido carnoso, que seguía avanzando tan lenta y pesadamente ante sus miradas atónitas, sobre el tejido del sofá y el suelo, víctima de la plúmbea digestión.

Huelga decir que aquellos hombres no habían visto nada semejante a aquel horrendo y patético espectáculo de la naturaleza, no se necesitó dar la orden para que el fuego de sus tres mosquetones más la pistola del comisario detuviera para siempre el lento devenir de la gigantesca serpiente. Una vez que vieron los orificios sangrantes del animal (por cierto, y siempre según informaciones ya filtradas por tantos hasta llegar a mí, fallaron numerosos disparos a pesar de la cercanía del blanco), parece que respiraron tranquilos en medio de un hedor de charcas estancadas y organismos en putrefacción.

El comisario, el señor Curier, optó por hacer llamar al carnicero alemán, el señor Lansberg, que apareció con enormes y afiladísimos cuchillos para despedazar al animal y extraer el cuerpo sin vida, rodeado todo él de una sustancia blancuzca y pestilente que vendrían a ser los jugos gástricos del monstruo. Fue entonces cuando uno de mis amigos introdujo el siguiente detalle que dijo no haberle pasado desapercibido cuando lo oyó: un desgastado sombrero panamá, que se ataba bajo el mentón, figuraba graciosamente en la ovalada cabeza de la anaconda. Me estremecí aún más al oírlo: era uno de los sombreros que usaba mi tío cuando partía en algunos de sus viajes misteriosos y que a veces me hacía poner en nuestros ratos de juego: Todo un gesto de cortesía, ¿no creen?

Desconozco si el cadáver del desafortunado haitiano recibió las atenciones religiosas oportunas, imagino que no, y su paradero fue el más inmundo posible, el de la fosa y la cal viva. Un dato sí verificado fue el siguiente: Por arte de magia o por alguna razón que se nos escapaba a todos, los robos y latrocinios a granjas y posesiones cesaron de inmediato en la isla.

La casa de mi tío Lucas fue precintada hasta su vuelta, pasadas varias semanas. Como siempre, recibí con enorme júbilo y cariño su llegada, esperando algunos de los increíbles regalos que solía traerme y que llenaban de aprensión y diría que de gran envidia a mi padre. Había abierto uno de los ventanales de su dormitorio mientras yo acechaba la casa desde mi higuera, y olvidando por completo la prohibición y castigo de mi padre, bajé corriendo lleno de alegría no solamente para fundirme en un abrazo con él, sino porque estaba deseoso de relatarle cuanto había sucedido: un deseo inútil, pues ya las autoridades lo habían puesto al corriente en la oficina de aduanas.

No hubo cargos contra mi tío por parte del corregidor jefe de la Audiencia instalada en la isla por el Gobierno, había que tener muchos redaños en la colonia para eso, como no lo tuvieron los hacendados a quienes arrebató sus esclavos para concederles la libertad y la carta de soberanía siendo gobernador. Curiosamente éstos, si bien no habían marchado con él en esa ocasión, aparecieron al mismo tiempo. ¿De dónde habían salido, como emergidos de la tierra tras su silenciosa llamada? Nadie los había visto salir de la isla, ni merodear por las cantinas de la ciudad a ninguno de ellos y ellas. Un nuevo misterio, al fin y al cabo, que añadir a la leyenda viva de mi tío.

Ni que decir tiene que los recelos hacia su persona fueron en aumento entre los habitantes de la isla. Hacendados, pequeños granjeros, la gendarmería, los jefes religiosos, entre todos crecía la sensación de hallarse ante una amenaza suspendida en el aire, una amenaza a cuyo lado pareciera que el Apocalipsis o el Fin del Mundo fuera un juego de niños. Era, la de mi tío, una amenaza sin contenido pero siempre de desenlaces imprevisibles, ésa es la visión que tengo de las conversaciones de la época a las que pude asistir a hurtadillas en el gabinete privado de mi padre o al término de los servicios de templo dominicales en la iglesia luterana. Y ciertamente, sirviendo de epílogo a este documento, el desenlace que me dispongo a contar fue no solamente decisivo, sino terminante.

Meses después de su llegada, mi tío vaticinó nada menos que el hundimiento de la isla debido a maremoto, nada más y nada menos que eso: un maremoto. Los pocos y escogidos amigos que aún le profesaban una rendida admiración ( aquellos que en cualquier conversación donde se tendiera a mancillar su reputación o su honor, lo tomaban como un agravio hecho a sí mismos, y de lo cual doy fe), se encargaron por petición suya de hacer correr el aviso, la profecía, la revelación. Lo cual, en sí, constituyó otro maremoto en el ánimo de aquella colectividad no del todo repuesta del anterior suceso. En este caso, las reacciones fueron muy diversas: desde el descreimiento absoluto, la mofa y el escarnio, hasta la ira, ira nacida sobre todo entre las autoridades religiosas. El párroco católico no dudó en excomulgarle “latae sententiae” tras una exhortación pastoral donde se le exigió pública retractación, y el luterano directamente lo maldijo desde su púlpito, blandiendo un volumen del Nuevo Testamento ante los ojos de mi familia en el servicio de los domingos.

Ya puede imaginarse el lector la nula importancia que mi tío Lucas profesaría a tales advertencias. Marcó una fecha a partir de la cual entraríamos en estado de riesgo y alerta toda manifestación viviente de la isla perteneciente a los órdenes mineral, vegetal, animal y humano, de forma que antes de ella debería abandonar la isla todo aquel que quisiera salvar sus posibilidades de vida y las de su familia. Redactó tales informaciones para que sus criados las distribuyeran por los lugares de mayor acceso público; entre ellos, las puertas de las iglesias.

Los criados tuvieron que contener a la multitud asustada que quería visitarlo, hablar con él, oír de sus propios labios la magnitud del desastre. La condición humana se puso a prueba por aquellos terribles días entre nuestra comunidad, y antes de la fecha terrible numerosas familias decidieron embarcar con todas sus pertenencias. Fue un triste espectáculo asistir en los embarcaderos de la isla a los vecinos que maldecían y lanzabas piedras contra los fugitivos, idénticos al brazo armado del sacerdote católico que les iba lanzando vetos y anatemas con la cruz uno a uno desde el muelle, acompañado de todos sus acólitos excepto del monaguillo, que a la sazón escondía su rostro entre las manos mientras trataba de esconderse en la cubierta de uno de los paquebotes que zarpaban. Previendo que la ira descontrolada del populacho, al igual que cuando los sucesos de los robos, muy pronto se volcaría contra la casa de mi tío y su propia integridad física, mi madre lo animó a que se marchara cuanto antes no tanto por la exactitud de sus premonición cuanto por una cuestión de mera supervivencia. Mi tío sonreía, nos tranquilizaba a todos, y mirando a mi padre con su voz siempre cordial, le conminó educadamente a que le acompañáramos en nombre de la vida de su familia. Mi padre ya lo conocía lo bastante para advertir que en ese ligerísimo cambio en la entonación velaba una advertencia en sus palabras, y respondió humillado que su presencia en nuestro hogar, se debía exclusivamente al parentesco de primer rango con mi madre, siendo por lo demás, la suya, una presencia ingrata a los ojos de un buen cristiano como él. Mi madre abandonó llorando el salón donde tomaban el té los mayores y mi hermana y yo escuchábamos en silencio. Fue un triste día en el hogar de los Schiller.

En coherencia con su predicción, mi tío organizó su marcha de la isla a bordo de su propia trainera. Pertrecharla de víveres y equipaje les llevó a los criados unas 24 horas antes de levar anclas, 24 horas en que los más exquisitos artilugios, tesoros y hasta el más insignificante de los libros de su biblioteca fueron cuidadosamente trasladados al antiguo pesquero para su partida definitiva de aquel agonizante trozo de tierra en el mar del Caribe, la isla donde mi tío había desarrollado buena parte de su carrera política e investigadora, donde mi hermanita y yo habíamos nacido, mis padres unido en alianza cristiana y tantas y tantas vivencias. En aquel barco, así lo sentí, se alejaba de nosotros el alma de su casa: me parecía estar viendo la marcha de un siglo tras otro hasta por lo menos la Edad Media a través de innúmeros objetos: muebles tallados, láminas de oro con que se habían forrado algunos de los techos, como el de la sala de los espejos, cajones llenos de pañuelos de encaje, retratos oscurecidos de hombres y mujeres ataviados con trajes antiguos, diferentes según las épocas, pero en todos ellos los mismos rasgos familiares de nuestra saga, que a veces daba la sensación de disminuir, pasando del rubio al moreno, para volver de repente con todo el impulso de su origen, como si el tronco hubiese recordado su esencia, cajitas adornadas con joyas, algunas de las cuales aún contenían restos de rapé, igual que si se hubieran usado la víspera, joyeros de nácar, retratos de sus dos esposas conocidas: Anna Q. de Pasquallis con su cabello negro y ondulado, el semblante pálido y delicado de perfil del más puro trazo griego, sus ojos penetrantes y oscuros, y la francesa Amadora Binoche, una belleza (decía mi tío ) a lo Botticelli: el cabello rubio cayendo sobre la clavícula, cuya hermosura eclipsó los sueños de poetas y pintores, y cuyos ojos de azabache eran los de una Esfinge tierna e impenetrable, y podría continuar con los bastones de incrustaciones de ónice, anillos con nuestras armas, pero sobre todos los objetos y sugestiones que traían consigo sus criados, en mi memoria causó un impacto la llegada y almacenamiento ( bajo su ordenada y meticulosa atención) de los elementos de su laboratorio secreto: las retortas conteniendo los elixires, los hornos, las matraces, los instrumentos con que llevaba a cabo su magna labor química, la gran obra.

Y con la siguiente marea, el barco zarpó una madrugada rumbo a la isla de Basse-Terre, capital administrativa del archipiélago. A pesar de la hora, volvimos a encontrarnos al borde del muelle a la congregación de exaltados que aún quedaban en tierra, cada vez menos, cada vez más inseguros y enteramente desconcertados con la marcha de mi tío, especialmente aquellos que habían jurado sobre la propia Biblia cortarse la mano si aquello no resultaba ser otra cosa que una broma macabra de él… pude escuchar la tenebrosa declamación del cura católico entre la niebla de la amanecida, entrever su figura mayestática, revestido de casulla blanca con bordados de hilo de oro, acusando a mi tío Lucas de masón y hechicero, de ser miembro de “ la cloaca donde se han juntado las doctrinas impías, las prácticas sacrílegas y abominables de todas las sectas más infames, desde el comienzo de los siglos hasta nosotros”( ni una sola de tales palabras y en su perfecto orden he podido olvidar).

Recuerdo el ajetreo en cubierta durante la despedida, la calma de mi tío y del resto de la tripulación ante los ataques y lanzamientos cobardes de alguna que otra piedra contra la trainera, los marinos aferrándose en desplegar las velas, y al fin zarpar… Una leve brisa erizaba la superficie del mar cuando me sorprendí llorando a solas y luego la mano de mi padre sobre mi hombro intentando un consuelo sin palabras, el sonido de las olas lacias crujiendo contra las quillas, la misma brisa tranquilizadora levantando mis cabellos y volviéndolos contra mis lágrimas en cubierta, las velas ya preñadas de aire en mar abierto cuando decíamos adiós a la patria de mis primeros días porque, en efecto, mi padre había sucumbido a las presiones de su esposa y la familia al completo nos unimos al éxodo. Con el tiempo, he llegado a encontrar cierta grandeza en la metódica insistencia de su humillación, una nobleza trágica de la que yo nunca había sospechado que llegara a ser capaz mi padre, sobre todo cuando, ya instalados en Basse-Terre días más tarde, supimos que nuestra colonia había sido sepultada bajo toneladas de agua salada por los siglos de los siglos. Todas las campanas del archipiélago antillano doblaron en plegaria por la salvación de aquellas almas que desoyeron los consejos de mi tío. Hoy, varios siglos más tarde, nuestra levítica isla es una de las numerosas e intrigantes montañas marinas que se elevan hacia la superficie, pero terminan en cumbres planas. ¡Y los geólogos aún dudan de si fue una isla!

Es éste un retazo de mi biografía paralelo al de mi tío. No pretendo extenderme más en este documento sobre su vida o la mía, ni por supuesto sobre la duración de ambas… Baste decir que de él fui recibiendo numerosos regalos y donaciones según crecía y evolucionaba en estudios, en persona y espíritu; fui instruido en las letras hebreas, pues él opinaba que ningún hombre que pretenda conocer la Naturaleza y los secretos del espíritu, debe desdeñar las vías del conocimiento de la mística latente en la Cabalá y el Zohar; fui formado en un saber de arcanos, que a su debido tiempo emergieron a mi clara conciencia, y también en el manejo de instrumentos de enorme utilidad para mis investigaciones sobre la causa causarum de todo en el Universo: la sustancia fuerza en la que reside el misterio de la generación universal. (Todo ello, es obvio, a espaldas de mi padre mientras fue necesario). Me independicé, cambié de residencia, obtuve el doctorado en medicina, me casé, tuve familia. Mi tío un buen día se despidió, se fue muy lejos, a alguna ciudad del sur de Europa donde solía acudir con cierta frecuencia para las reuniones que mantenía con otros miembros de una sociedad secreta, una hermandad de la que muy pocos conocen datos y pormenores. Me dijo en su despedida que la vida para él no es más que el inextinguible goce de examinar, de manera que hasta que no hubiera agotado todas las maravillas que el Creador ha sembrado en la tierra, no desearía nuevos mundos donde habitar, y terminó dándome este consejo: “Procura habitar más mental que físicamente los espacios de tu vida”.

Su nombre verdadero era y es Eliphas Levi.

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