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domingo, 14 de septiembre de 2014

EL MAR (María Ángeles Mata)


Estoy ilusionada con este viaje. Por primera vez en mucho tiempo el hecho de levantarme al alba no ha supuesto un pesar: todo lo contrario. En toda la noche, apenas si he podido conciliar el sueño mientras no dejaba de moverme entre las pegajosas sábanas de mi cama a causa del sofocante calor que está aconteciendo en el país durante este recién estrenado verano.

Pero eso no me importa en lo más mínimo, estoy tan emocionada con el trayecto de mañana que no dejo de pensar en qué sentiré cuando llegue a mi destino. ¡No puedo creer que haya tardado casi toda una vida en tener la oportunidad de acercarme a ese lugar en el que, casi todo el mundo, ha ido al menos una vez en la vida! Me parece estar ante una peregrinación a la que soy la última en apuntarme.

-¡A tus años con estas ilusiones!-que diría mi madre.

Sé que hay gente en este pueblo, en el que tengo la dicha (según se mire) de vivir, que piensan que ya no estoy para estos trasiegos. Pero me he cansado de escuchar tonterías de gente amargada o que no comprende la ilusión de una mujer que hace años sueña con cumplir un deseo.

La vida en el campo es dura. Aprendí lo básico: leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir. Mi rutina transcurría de casa al campo y vuelta a empezar cada día; un real los domingos, heredar la remendada ropa de familia y vecinos…Siempre soñando con salir del ambiente opresivo en el que me encontraba inmersa.

-Eres una soñadora sin remedio -solía decir resignada mi madre.

Por fin me he subido al autobús de línea que me acercará a mi destino. El camino es corto y excitante a la vez. Como se trata de la época estival está lleno de mucha más gente de la que suele decidirse por este transporte dado que hace meses, o años, diría yo, que pide a gritos que lo dejen jubilarse.

Los asientos están, la mayoría, con roturas en su tapicería que dejan ver el relleno y los incómodos y algo oxidados muelles que han roto la espuma que ha pasado de un originario color amarillo a marrón. Me he sentado en uno de los últimos, no sin antes haber puesto un cojín que llevaba en el enorme bolso de esparto que mi hija lucía el verano pasado y en el que puse mis ojos y que cuando ella se percató de mi inclinación hacia él, me regaló uno idéntico en su siguiente visita con una sorpresa en su interior:

Conocedora como era de mis esperanzas ya perdidas, decidió hacerla realidad regalándome unos billetes para el autobús y una pequeña estancia en un hotelito en el lugar al que me dirijo, junto a sus disculpas por no haberse decidido a hacerlo antes.

15 kilómetros no son nada, aunque para mí es todo un trayecto. ¡Tan lejos y a la vez tan cerca! Miro por la ventana observando el angosto paisaje que me separa del único anhelo que he tenido jamás.

Una señora algo más joven que yo, pero tampoco mucho (ya que las arrugas de su cara delatan lo que la ha marcado la vida), se me sienta al lado y no deja de quejarse de que el autobús de línea no sortea bien los baches que pueblan la carretera y eso es perjudicial para su delicado corazón. Le hago saber pacientemente que hay otros medios de viajar adonde se dirige pero me comunica que le gusta el autobús pese a todos sus inconvenientes. Me vuelvo a mirar por la ventana fingiendo interés por el paisaje cuando en realidad estoy soñando despierta sobre mi destino.

¡Por fin he llegado! Siento la arena caliente bajo mis pies y un suave cosquilleo al andar. La sensación es indescriptible y contrasta con el agua fresca que acaricia mi piel cuando me adentro en el mar hasta cubrir mis rodillas. ¡Me parece soñar! Tengo 84 años y es la primera vez que veo el mar.

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