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jueves, 4 de septiembre de 2014

EL MUERTO SINGULAR (Gabriel José Vale)


El terremoto se sintió muy dentro del cementerio, debajo de las inconmovibles lápidas. Si bien fue leve, su levedad pareció arraigarse de algunos cadáveres ha poco enterrados entre un luto tumultuoso e incierto. Como a las tres de la tarde la tierra empezó a sacudirse borrosamente, y toda aquella laboriosa lentitud también parecía combinar el pánico de los que temblaban en una idéntica postergación. Con mejor virtud sea dicho, la tierra salta cuando, por errar su báculo, trastabilla en los pies de quienes así tropiecen.

Ya en la noche los noticieros cifraban algunos daños notorios o repetían las testimoniales interjecciones de un silencio que imperiosamente brotaba de todas las lenguas. Se hablaba de algunas supuestas bajas, pero el gobierno no propugnó datos oficiales ese día, y no lo había de hacer en años.

Sucedió que sólo las pocas edificaciones derruidas eran tan evidentes para todos —si bien al parecer ninguno de sus moradores había perecido—, como para hacerse una idea fundamental o peculiar de lo que no podía verse. En verdad era bastante inverosímil que de entre algunas ruinas casi milenarias salieran todos ilesos (con apenas magulladuras), pero a pesar de las digresiones comprensibles se corroboró que aun ciertos ausentes de unos años volvían a manifestarse entre abrazos compungidos.

La tarea de contar los muertos (si los hubiere) se le encomendó a una oficina reservada, que presidía un perspicaz y a la vez abstruso hombrecillo de gafas gruesas y sombrero de ala cortísima. Tras haber documentado los accidentes automovilísticos; tras haber pesquisado las urgencias de hospitales y clínicas; tras haber buscado en los memoriales de la policía y los bomberos; tras haber recibido las cifras de una morgue centenaria, pues consiguió al fin una nulidad más exacta que el redondo de un cero. Nadie murió en el ámbito de ese temblor, cuyo amplio arco fue también su intemporal dominio. Todos los que habrían de morir ese día por circunstancias naturales (ya que no por las agujas de dos minutos fijos) se demoraron entre las réplicas imperceptibles del temblor original. Los desaparecidos que no iban aparecer, ni en las máculas de tinta aparecieron. Nada pareció darse en aquel terremoto. Nada que lo agitara más de lo que de suyo fue su ritmo; y ni el crimen ordinario pudo extender en él su carácter.

El asombro era tal, y tantas las formas de rigor, que se buscaban los muertos hasta debajo de las piedras, aunque fueran muertos del pánico o de la “clandestina tozudez de unos subversivos”. Sucedió que de tanto extremarse según perplejas dudas, hallaron finalmente a un hombre en su deforme hinchazón, abrillantado y con los botones casi al reventar como el brote de su ya desnudo ombligo. Al infeliz le habían caído unos tapiales ciegos en el jardín interior de una casa vetusta que se refaccionaba por aquel entonces. Si bien llevaba algunas herramientas del jornal, ninguno de los demás obreros, comisionados para el otro lado del edificio, le reconocía de forma alguna. El capataz de la obra no recordó haberle contratado ni menos precipitarse a las reformas de ese jardín, oculto durante décadas bajo un derrumbe para el cual sí que era menester de unas grúas especiales.

Ningún documento de identidad acreditaba su anonimato; ningún registro dental que pudiera morder el anzuelo, y tampoco sus huellas dactilares estaban reseñadas entre los límites de folio alguno. Era todo un enigma aquel muerto singular, acaso por pertenecer a un linaje cuyo origen parecía estar precisamente en su fin y a la vuelta de su mismo vórtice. En un cortejo furtivo se le conservó como a una momia. Era verdad que el gobierno se dilataba en los informes y que la opinión pública interpretaba aquel silencio con la pareja incertidumbre de todos los días. En cada casa, se contaban los parientes indispensables y se apaciguaban todos con una resignación feliz, que, sin embargo, no excedía la cuenta de cada cual.

Pero, entonces, ¿de quién era el muerto? ¿De dónde venía? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué hacía y luego por qué lo hacía? ¿Para quién trabajaba? ¿Para quién vivía? ¿Por qué murió? De modo que no se suscitaran desórdenes entorno a un misterio inabarcable y mucho menos se excitara la imaginación estrafalaria del vulgo, el gobierno le impuso al comisionado de gafas gruesas revelar la identidad de aquel hombre, antes de cifrarlo a su singularidad.

A las semanas del terremoto se hizo pasar por las televisoras y la prensa el retrato casi irreconocible de aquel muerto, sin duda para que la hinchazón de cierta notoriedad divulgara un vínculo ineludible; tal vez le vieran como un orate que había extraviado a sus parientes, acaso como un borracho pendenciero cuyas ojeras no le dejaban despertar del todo. Los chicos de la morgue y la oficina, secretamente conjurados a sus designios, ya le tenían un nombre; ya le reconocían en su irreconocible corrupción truncada en seco. Le decían la momia del jardín oculto.

Pasaron los meses. Pasaron más años que días tienen esos años, y después de longevos votos, el comisionado, casi a tientas, detrás de gruesísimas gafas de carey, escribía la última ficha de aquella calamidad. Con dedos tartamudos hizo tabletear a una máquina diligente, apenas la ráfaga fugaz de un fusilamiento incógnito:“Terremoto de 19**, sin víctimas fatales.” El mismo día, a la misma hora en que al fin se le daba sepultura al muerto singular, de modo que se perdiera entre los despojos de una fosa hondamente cavada para entrampar la revuelta que precedió a un inocuo terremoto. Sólo aquellas letras oficiales fueron el epitafio, e incluso por aquellas letras el muerto fue quien fue, si bien ya perdido para siempre entre los anónimos detractores de una tiranía.

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