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viernes, 18 de agosto de 2017

APOSTASÍA (Emilia Pardo Bazán)


Cuando Diego Fortaleza visitó la ciudad de Villantigua, sus amigos y admiradores le tributaron una ovación que dejó memoria. Es de notar que a la ovación se asociaron todas las clases sociales, distinguiéndose especialmente las señoras y el clero. Y nada tiene de extraño que despertase entusiasmo y cosechase fervientes simpatías mozo tan elocuente, de tanto saber, de corazón tan intrépido y fe tan inquebrantable: el de la frase briosa y acerada, que defendía en el Parlamento y en el periódico, en los círculos y en los ateneos, los puros ideales del buen tiempo viejo, la santa intransigencia, las creencias robustas de nuestros mayores y todo lo que constituyó nuestra gloria y nuestra grandeza nacional. A la voz de Diego Fortaleza, se derrumbaba el hueco aparato de la ruin civilización presente: resurgía la visión heroica del poderío y del vigor moral que demostramos antaño, y se diría que nuestro eclipsado sol volvía a fulgurar en los cielos. Paladín y poeta a la vez, Diego arrullaba las esperanzas muertas, y los que le escuchaban creían firmemente que del caos de nuestra actual organización no podía tardar en salir reconstituida sobre sus venerados cimientos la España de ayer, la sana, la honrada, la amada, la llorada, la eterna.

Echaron, pues, la casa por la ventana en Villantigua para obsequiar al que llamaban Niño de Plata del partido. Hubo solemne velada en el Círculo tradicionalista, con mucho piano, himnos, discursos y lectura de composiciones poéticas alusivas; al final, cuando Diego se levantó a pronunciar «dos palabras», estallaron inmediatamente aplausos frenéticos, y a la salida fue llevado a su residencia casi en triunfo. No faltó la serenata, ni el banquete monstruoso de ciento ochenta cubiertos, ni se omitió la jira a las pintorescas orillas del Narrio, ni la visita a la Virgen de la Ortigosa. Las gentes de fuste de Villantigua sobra decir que se rifaban a Diego, el cual todos los días se veía precisado a rehusar, en galante forma, varios convites, pues si fuese a comer dondequiera que le invitaban, no tendría bastante con una docena de estómagos.

Últimamente, cansado ya de enseñarle iglesias y paisajes, museos provinciales y fábricas, los gabinetes de física e historia natural del Instituto, y hasta la colección de monedas y medallas que el respetable numismático señor Mohoso, C. de la Historia, ocultaba a todo el mundo como un crimen y por especial favor dejó admirar a Diego, los admiradores del joven diputado resolvieron llevarle a la casa de Orates, o dígase al manicomio.

Con gran acompañamiento de médicos y sacerdotes entró Diego en la morada triste. El director, avisado de antemano, había puesto orden en las dependencias, procurando que resaltase y luciese la inteligencia de su gestión. Sonriendo picarescamente, llevó a Diego al departamento de las locas, por donde pasaron aprisa, pues a algunas infelices las exaltaba la presencia del varón, y quitado de su espíritu el freno de la vergüenza, que la razón no quebranta jamás, declaraban con palabras y aun con acciones su penoso extravío. Llegados al departamento de los hombres, el director fue mostrando a Diego varios casos curiosos y dignos de ser observados: un loco místico, cuya manía era haberse encerrado en una cueva y practicar allí la pobreza, la austeridad y la oración; un inventor que enseñaba los planos de un globo dirigible a voluntad y una mecánica de palitroques con la cual declaraba resuelto el problema del movimiento continuo; un enamorado que escribía el nombre de su amada hasta en las suelas de las botas, y un economista que proponía planes de hacienda dignos del famoso arbitrista de Quevedo. Entre tanto tipo original, vio Diego uno que pareció despertar en sumo grado su interés.

Era un vejezuelo calvo, pálido, de ojos sumidos y párpados amarillentos. Su rostro tenía algo de sepulcral; se diría que ya no estaba en el mundo de los vivientes: la ausencia de color, la inmóvil solemnidad de su fisionomía, eran propias de cadáver. Su voz resonaba hueca y sorda, sin inflexiones. Hablaba con escogida frase, con palabras dignas y majestuosas, y tomó por asunto del discurso, que dirigió a Diego, la injusticia que se cometía al retener cautivo, y en el manicomio, a un hombre cuyo único delito consistía en haber realizado, a fuerza de cavilaciones, cierto descubrimiento soberano.

Como Diego le preguntase qué descubrimiento era ése, el loco explicó que se trataba nada menos que de parar el mundo, el pícaro mundo en que habitamos y que hasta que el día no ha cesado de rodar con perenne y vertiginoso volteo. Ese giro incesante -añadió el loco- es la causa de todos nuestros males y luchas. ¿Se concibe que existan paz, estabilidad, instituciones duraderas y próvidas, en un planeta desquiciado, precipitado en carrera insensata a través del espacio y sometido a una trepidación profunda que todo lo desmorona y lo hace polvo? ¿Es mucho que pasen y se desvanezcan los imperios, las civilizaciones, las grandezas y poderíos, si el mundo, epiléptico, agitado por perpetua convulsión, no puede evitar cubrirse de ruinas, destrozarse a sí propio, en el estéril y vano temblor que le consume?

El verdadero redentor de la Humanidad sería el que lograse fijar con clavos de diamante la esfera andariega y corretona, dándole la hermosa quietud, la serenidad del reposo, la grandeza de lo inmutable que ya por sí solo tiene algo de divino. Y ese redentor estaba allí: era él, indignamente sujeto entre cuatro paredes por los que no le comprendían, ni se daban cuenta de los beneficios del invento.

Y el loco desarrollaba su vasto plan, el sistema de poleas, pesos, compensaciones, tornillos y barras que habían de fijar, mal de su grado, al rebelde planeta, quitándole las ganas de hacer cabriolas…

-¡Con qué atención oía nuestro don Diego a ese demente! -observó el director, siempre bromista, cuando salieron del patio-. Hasta parece que se ha quedado meditabundo. ¿A que sí?

-En efecto -contestó Diego, alzando la cabeza-, le aseguro a usted que me ha dado qué pensar el hombre.

-¡Extraña manía! -advirtió uno de los que acompañaban a Diego, rico propietario muy rígido y neto en sus ideas-. Es el primer caso que veo.

Diego calló, y al día siguiente salió de Villantigua, despedido por entusiasta multitud que quiso vitorearle una vez más.

Honda y amarga fue la decepción que padecieron los villantigüenses o villantigüeños aquel invierno mismo, cuando se reunieron las Cortes. ¡Diego Fortaleza, el propio Diego, el Niño de Plata, el adalid del pasado, apostató, reconociendo lo presente, deponiendo su actitud quijotesca y noble, envainando su fulgurante espada de arcángel exterminador, y dedicándose exclusivamente a una campaña de moralidad administrativa, raquítico fin de tan brillantes esperanzas! La Voz del Empíreo le excomulgó, y La Santa Maldición fue más lejos, pues le supuso vendido al Gobierno por un plato de lentejas viles. En Villantigua se organizó un comité numeroso, sin más programa que el de silbar a Diego Fortaleza cuando aporte otra vez por allí, ¡que no aportará el muy Judas!

La única persona que aún habla bien de Diego es el director del manicomio, porque el joven diputado le envió varias cajas de soberbios Londres, con encargo de ofrecer una al loco que ha descubierto la manera de parar el mundo.

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