El sol se desploma sobre la carretera de montaña. El ciclista avanza con los dientes apretados. Sus hombros se mecen al ritmo de las pedaladas. No vuelve la vista hacia los conductores que lo observan, ni hacia los niños que boquiabiertos se pegan a la luna trasera de los coches. Para muchos es la primera vez que ven a un hombre con una sola pierna, y lo ven así: escalando una montaña, en una isla griega.
Y la carretera serpentea por la ladera. Traza curvas de ciento ochenta grados. El ciclista sortea piedras desprendidas, caídas en mitad de la calzada, sortea excrementos de cabra. A medida que aumenta la altura llega un poco de brisa.
Junto a la carretera un rellano y en el rellano una capilla pintada de blanco. El ciclista se detiene. Posa el pie en tierra y descansa. Se libera del casco. Enjuga el sudor de la frente. Extrae el botellín de agua de su soporte en el cuadro de la bicicleta y bebe. El agua está caliente. A un costado de la capilla hay una fuente. Empuja la bicicleta hacia allí. Gira muchas veces el grifo de la fuente pero no ocurre nada. Vuelve a beber de su agua caliente.
Las ventanas de la capilla son pequeñas y tienen barrotes, entre los que alguien ha depositado flores que cuelgan secas. El ciclista hace pantalla con las manos y echa un vistazo al interior. Una virgen inclina la cabeza mientras observa la oscuridad.
El ciclista se apea del sillín y apoya la bicicleta contra la capilla. Saltando sobre su pierna llega hasta donde acaba el rellano. Otras montañas, una de ellas hendida por una cantera de piedra de esmeril. Pueblos blancos. Carreteras. Olivos. A lo lejos el mar.
Se queda allí contemplándolo todo, en equilibrio sobre su única pierna, las manos reposando en las caderas y gesto satisfecho. Sólo lamenta no poder dar, juguetonamente, una patada a uno de los cascotes que reposan en el suelo, y verlo trazar un amplio arco en el aire transparente y luego verlo descender por la pendiente dando botes y rodando.
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