La expresión lucha contra el tiempo, ese lugar común horrible, define, con toda su vulgaridad, lo que ha llegado a ser mi vida. Escribo esto y me acuerdo de la pregunta que le hizo a Júlio Pomar su criada, al ver cómo se afanaba en su taller:
-¿Por qué trabaja tanto, señor Pomar, si ya tiene a sus hijos criados?
A mí me preguntan, con igual incomprensión, por qué no salgo, no me divierto, no vivo. La frase es exactamente ésta:
-¿No te gusta vivir?
y sigue dejándome pasmado. Después me doy cuenta de que no hay nada más aburrido para los demás que un hombre que no se aburre. Las personas que se aburren necesitan, como ellas mismas dicen, distraerse, vivir: cines, viajes, cenas, salidas de fin de semana. Y se ríen, son lo que se llama buenas compañías, conversan. Yo detesto distraerme, tener que ser simpático, escuchar cosas que no me interesan. No suelo ir a presentaciones, ni a fiestas, ni a bares. Casi no doy entrevistas. No hablo. No aparezco. No me ven. No promuevo mis libros. No tengo tiempo. Para mí está muy claro que tengo los días contados y que los días son demasiado pocos para lo que tengo que escribir. Los demás sentencian
Me preguntan por qué no salgo, no me divierto, no vivo
-En el fondo haces lo que te gusta
y tampoco es verdad. Escribir es una ocupación que asocio muy raras veces con el placer. No se trata de eso. Es difícil explicarlo y siempre me han agobiado las explicaciones. Y eso me ha acercado a personas con el mismo designio, aunque no hay designio alguno. Eduardo Lourenço, que entiende de estas cosas, iluminaba el problema con unos versos de Pessoa, que a él le gustan y a mí no: "Emisario de un rey desconocido / cumplo informes instrucciones del Más Allá". Esto en Évora, juntos los dos: con él sí que me divierto. Porque hablamos la misma lengua, una lengua diferente. Tal como me ocurre con José Cardoso Pires, Marianne Eyre, Christian Bourgeois, Júlio, el que mencioné arriba, y algunos más. Los Emisarios. Esos que, por no aburrirse, son considerados aburridísimos por los aburridos. Qué curioso que sean esos tan aburridos los que inundan los estantes, a los que vamos a escuchar a los conciertos, a quienes se visita en los museos. Hace meses invité a una de mis hijas a conocer a un escritor extranjero que le gusta mucho. Y su respuesta me alegró, por sentir que era francamente saludable:
-¿Para qué? Después de confesarle que me gustan sus libros ya no tengo nada más que decirle
y pensé enseguida
-Has ganado el cielo.
No obstante, es curioso, sólo con estos aburridísimos me siento bien. Nunca nos quedamos juntos mucho tiempo porque estamos llenos de imperiosas voces interiores que inapelablemente nos convocan, de informes instrucciones que nos llaman sin cesar. Hace pocas semanas me invitaron para clausurar
(qué espanto de palabra)
un congreso de médicos. Claro que no preparé nada. No tenía tiempo. Así que me puse a enhebrar rezongos al azar. Me acuerdo de lo que dije al principio:
-Me pedisteis que viniese porque dabais por supuesto que un escritor dice cosas interesantes. Esperar que un escritor diga cosas interesantes es lo mismo que esperar de un acróbata que dé saltos mortales en la calle.
En rigor, sólo los artistas mediocres dicen cosas interesantes y tengo una desconfianza instintiva frente a los verbosos, los de habla fluida, los graciosos, los que disertan, sin pudor, acerca de su trabajo. Nunca le cuento a nadie lo que estoy haciendo. Mi hija una vez más
-Papá nunca habla de lo que escribe
y no sé si ella comprende que no es posible hacerlo. Hablar de qué, si trabajo en la oscuridad y no veo. Y, si me fuese posible hablar de un libro, no sería necesario escribirlo. Trabajo en la oscuridad, tanteando, llegan sombras y se van, llegan frases y se van, llegan arquitecturas fragmentarias que confluyen, se unen. Hace unos días, en la primera versión de un capítulo, comencé a llorar mientras escribía. Leí que Dickens
(otro aburridísimo)
reía y lloraba durante la composición de sus libros. No pude creerlo. Ahora lo creo: nunca me había ocurrido antes y dudo que me vuelva a ocurrir. Pero fue un momento único, de felicidad total, la sensación de haber alcanzado y de estar viviendo en el centro del mundo, en el que todo me resultaba claro, de una belleza indescriptible, de una armonía absoluta. Son momentos así los que persigo desde que hacia los doce o los trece años
(para qué estoy haciéndome el tonto, sé perfectamente la fecha exacta)
me vino la certeza fulminante de mi destino: fue el día 22 de diciembre de 1955; a las cinco de la tarde iba yo, pequeño aún, en un autobús a casa, y de repente
-Soy escritor
y palabra de honor que esta evidencia me dio miedo: yo no sabía qué era un escritor. Después me di cuenta de que en la palabra escritor cabían, sin serlo, casi todas las personas que hacen libros y lo comprendí mejor. Pero me hace falta tiempo, más tiempo. Dios mío, dame tiempo. Dame dos, tres, cuatro novelas más, dame esta gracia de Tu bondad
(Daniel Sampaio:
-El otro día me dijeron "usted que es ateo" y me puse furioso)
dame el poder de ser como Tú cuando trabajo mucho, la capacidad de ver nacer un mundo de esta nada, de ver levantarse, entero, el milagro de mi condición. Y, sobre todo, de seguir siendo como el pintor Bonnard
(creo que ya he contado esta historia)
que visitaba los museos con una pequeña cartera y, cuando pillaba al guardián distraído, sacaba un pincel de la cartera y retocaba sus cuadros. Esta prosa me ha salido descosida, la pobre: es que estoy en un brete con una novela que se escurre por todos lados, y soy el perro de aquel rebaño de palabras que siempre huyen del papel mientras yo intento atraerlas otra vez. No se les puede ladrar a las palabras: hay que correr a su alrededor. Llevo ocho versiones de los primeros capítulos de este libro y son ellas las que me advierten
-No es eso, algo falta todavía, vuelve a empezar.
Corro el riesgo, en todo lo que he afirmado aquí, de dar la impresión de que mi vida es un tormento y una carga, cuando se trata, precisamente, de todo lo contrario: me siento como frente a una mujer desnuda, con el fervor que precede al primer beso y unas ganas locas de arrodillarme de ternura, padeciendo, como una alarma feliz, la vehemencia del cuerpo.
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