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viernes, 2 de diciembre de 2016

EL DUENDE DE MADERA (Vladimir Nabokov)


Delineaba pensativamente la sombra circular y temblorosa del tintero. En una lejana habitación un reloj dio la hora mientras yo, soñador que soy, imaginaba que alguien llamaba a la puerta, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo, expectante.

-Sí, aquí estoy, pase…

El pomo de la puerta crujió con timidez, la llama de la vela a medio consumir se agitó y de un salto oblicuo él abandonó un rectángulo de sombra, encorvado, gris, cubierto por el polen de la noche fría y estrellada.

Conocía su rostro -¡oh, hacía tanto que lo conocía!

Su ojo derecho aún se hallaba hundido en la penumbra; el izquierdo me estudiaba con temor, alargado, de un verde nuboso. La pupila brillaba como un destello de herrumbre… Ese mechón de un gris musgoso en su sien, la ceja plateada apenas perceptible, la cómica arruga cerca de su boca lampiña -¡de qué manera todo esto hostigaba e inquietaba vagamente a mi memoria!
Me levanté. Él avanzó un paso.

Su pequeño abrigo raído parecía tener mal los botones -del lado femenino. Llevaba en la mano una gorra -no, un bulto oscuro, pobremente atado, y no había rastro de gorra alguna…

Sí, claro que lo conocía -quizá incluso le había tenido cariño, sólo que no podía ubicar el dónde y el cuándo de nuestros encuentros. Y debíamos habernos encontrado a menudo, de otro modo no tendría un recuerdo tan nítido de esos labios de arándano, esas orejas puntiagudas, esa grácil nuez de Adán…

Con un susurro de bienvenida estreché su mano ligera, helada, y rocé el respaldo de un sillón ajado. El se retrepó como un cuervo en un tocón y empezó a hablar apresuradamente.
-Da mucho miedo la calle. Así que vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? Solíamos retozar juntos y gritamos días enteros. Allá en la vieja patria. ¿Vas a decirme que lo olvidaste?

Su voz literalmente me cegó. Me sentí deslumbrado y aturdido -recordé la felicidad, la sonora, eterna, irremplazable felicidad…

No, no puede ser: estoy solo… Es un absurdo delirio. Y sin embargo había en efecto alguien sentado junto a mí, huesudo e improbable, con espigadas botitas alemanas, y su voz tintineaba, crepitaba -áurea, de un verde exquisito, familiar- pese a que las palabras eran tan sencillas, tan humanas…

-Allí está -te acuerdas. Sí, soy un antiguo Elfo del Bosque, un duende malicioso. Y aquí estoy, obligado a huir como todos los demás.

Soltó un profundo suspiro y de nuevo imaginé nimbos hinchados, soberbias ondulaciones frondosas, límpidos destellos de abedules como chorros de espuma de mar contra un murmullo melódico, perpetuo… El se inclinó hacia mí y me miró con dulzura a los ojos.

-¿Recuerdas nuestro bosque, abetos negros, blancos abedules? La pena fue insoportable -veía a mis queridos árboles crujiendo y cayendo, ¿y qué podía hacer? Me empujaron a las ciénagas, lloré y aullé, bramé como animal, luego me fui veloz a un pinar vecino.

“Ahí languidecí, no dejaba de sollozar. Apenas me había acostumbrado cuando de golpe ya no había pinos, sólo cenizas azules. Tuve que vagar un poco más. Di con un bosque -un magnífico bosque, denso, oscuro, fresco. Aun así, de alguna forma no era lo mismo. En los viejos tiempos retozaba del alba al ocaso, silbaba apasionadamente, aplaudía, asustaba a los paseantes. Acuérdate de ti -te perdiste una vez en un sombrío rincón de mi bosque, tú y un pequeño vestido blanco, y yo obstruía las veredas, hacía rodar troncos, titilaba en el follaje. Me pasé la noche entera haciendo travesuras. Pero sólo jugaba, todo era en broma, por más que me denigren. Ahora me he calmado, mi nuevo hogar era incómodo. Día y noche extrañas cosas crujían a mi alrededor. Al principio creí que otro elfo acechaba allí; le grité, luego escuché. Algo chasqueaba, algo gruñía… Pero no, no eran los ruidos que nosotros hacemos. Una vez, hacia el anochecer, brinqué a un claro, ¿y qué es lo que veo? Gente tendida, algunos de espaldas, otros bocabajo. Bueno, pensé, los despertaré, ¡haré que se muevan! Y puse manos a la obra, sacudí ramas, arrojé piñas, salté, rugí… Me afané durante una hora en vano. Entonces miré con mayor atención y me estremecí. Aquí está un hombre con la cabeza colgando de un frágil hilo escarlata, allá uno con una pila de gruesos gusanos por estómago… No lo pude aguantar. Solté un aullido, brinqué en el aire y huí…

“Vagué mucho tiempo por distintos bosques, pero no podía hallar la paz. O era silencio, desolación, tedio mortal, o un horror que es mejor no imaginar. Por fin me decidí y me transformé en un mendigo, un pordiosero con alforja, y me fui para siempre: Rus’, adieu! Un espíritu afín, un Duende del Agua, me ayudó. El pobre también huía. No dejaba de admirarse, de decir: ¡qué tiempos nos han tocado, una auténtica desgracia! Y aunque en otra época se había divertido y solía atraer a la gente con señuelos (¡qué hospitalidad la suya!), ¡cómo la mimaba y consentía en el fondo del dorado río, con qué canciones la embrujaba en recompensa! Ahora, dice, sólo pasan flotando hombres muertos, por montones, en grandes cantidades, y la humedad del río es como sangre, espesa, cálida, viscosa, y no hay nada que se pueda respirar… Y así me llevó con él.

“Se fue a errar por algún mar remoto y me desembarcó en una costa brumosa -anda, hermano, ve y encuentra algún follaje cordial. Pero no encontré nada y acabé en esta extraña, atroz ciudad de piedra. Y así me volví humano, con todo y cuellos perfectamente almidonados y botitas, e incluso he aprendido el habla humana…

Calló. Sus ojos brillaron como hojas húmedas; tenía los brazos cruzados y, a la trémula luz de la vela consumida, unas pálidas hebras peinadas hacia la izquierda relumbraron de un modo inquietante.

-Sé que también sufres-fulguró nuevamente su voz-, pero tu sufrimiento, comparado con el mío, mi tempestuoso, turbio sufrimiento, es sólo la respiración pausada del que duerme. Piénsalo: no queda nadie de nuestra tribu en Rus’. Algunos nos alejamos como jirones de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos son melancolía, ninguna mano intranquila esparce los rayos de la luna. Quietas están las huérfanas campánulas que por azar permanecen intactas, el gusli de un deslavado azul que alguna vez mi rival, el Duende de los Campos, empleó en sus canciones. Bañado en lágrimas, el tosco y afable espíritu doméstico ha abandonado tu hogar en deshonra, humillado, y se han marchitado los bosques, su patética luz, su mágica sombra…

“¡Nosotros, Rus’, fuimos tu inspiración, tu insondable belleza, tu encanto perenne ! Y todos nos hemos ido, echados por un inspector enfermo.

“Amigo mío, pronto he de morir, dime algo, dime que amas a este espectro desamparado, siéntate más cerca, dame tu mano…

La vela parpadeó y se extinguió. Fríos dedos acariciaron mi palma. Repicó la conocida carcajada de la melancolía para luego callar.

Cuando encendí la luz no había nadie en el sillón… ¡Nadie!… En la habitación quedaba sólo una fragancia inusitadamente sutil: abedul, húmedo musgo…


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