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domingo, 30 de noviembre de 2014

CALEIDOSCOPIO (Ray Bradbury)


El primer impacto rajó la nave cual si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
-Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
-¡Woode, Woode!
-¡Capitán!
-Hollis, Hollis, aquí Stone.
-Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
-¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignación.
-Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.
Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.
-Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
-Depende de tu velocidad y la mía.
-Una hora, supongo.
-Algo así -dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
-¿Qué sucedió? -preguntó Hollis al cabo de un minuto.
-El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
-¿Hacia dónde caes?
-Creo que me estrellaré en el Sol.
-Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora, Arderé como una cerilla.
Hollis pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.

Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
-¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! -exclamó una voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
-¿Quién habla?
-No lo sé.
-Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
-Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
-Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
-¿Stimson?
-Sí -replicó por fin.
-Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
-No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
-Hay una posibilidad de que nos encuentren.
-Si, sí, seguro -dijo Stimson-. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
-Es una pesadilla -dijo alguien.
-¡Cállate! -ordenó Hollis.
-Ven y hazme callar -contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin histeria-. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había esperado muchos años para poder hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!

Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
-¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran entre sí.
Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
"Da lo mismo -pensó Hollis-. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?"
Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.
-Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
-Aquí Applegate otra vez.
-¿Qué hay, Applegate?
-Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
-Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
-Capitán, ¿por qué no se calla?
-¿Qué?
-Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
-¡Compórtese, Applegate!
-No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
-¡Le ordeno que se calle!
-Adelante, vuelva a ordenarlo. -Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El capitán no dijo nada más-. ¿Dónde estabamos, Hollis? Ah, sí ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis, desesperado, cerró los puños.
-Quiero confesarte algo -prosiguió Applegate-. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.

¡Todo era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
-¿Estás enfadado, Hollis?
-No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
-Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí también.
-No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.
Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.
-Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
"Pero ahora estás aquí -pensó Hollis-. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca."
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
-¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
-¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
-¿Quién habla? -preguntó Lespere temblorosamente.
-Soy Hollis.
Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el espacio le habían herido.
-Ahora estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, ¿no es cierto?
-No.
-Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
-¡Sí, es mejor!
-¿Por qué?
-Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! -gritó Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.

Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.
-¿Y para qué te sirve eso? -gritó a Lespere-. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
-Estoy tranquilo -contestó Lespere-. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo perverso, como tú.
-¿Perverso?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para una ocasión como la actual. "Perverso". La palabra martilleó en su mente. Se le saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
-Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando a otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora lo comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la "serenidad", que puede acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
-Sé lo que sientes, Hollis -dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una voz cada vez más apagada-. No me has ofendido.
"Pero, ¿no somos iguales? -se preguntó un aturdido Hollis-. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra."
Pero Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pié derecho había desaparecido. Estuvo a punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
-¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
-Aquí Applegate de nuevo -dijo la voz.
-Sí.
-He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
-Sí
-Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Guando oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.

Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
-Gracias, Applegate.
-No hay de qué. Y anímate, bobo.
-¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
-¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente:
-Debe de haber muerto.
-No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...
-Es él. Escuchad.
-¡Stimson!
Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
-No contestará.
-Ha perdido el conocimiento. Dios le ayude.
-Es él, escuchad.
Una respiración apenas audible, el silencio.
-Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla. Consideradlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
-¡Eh! -dijo Stone.
-¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un buen amigo.
-Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
-¿Meteoritos?
-Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, que hermoso es todo esto!
Silencio.
-Me voy con ellos -prosiguió Stone-. Me llevan con ellos. Estoy condenado. -Y se rió de buena gana.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio de un niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.
-Adiós, Hollis. -La voz de Stone, ya muy debilitada-. Adiós.
-Buena suerte -gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
-No te hagas el gracioso -dijo Stone.
Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas las voces, iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
-Adiós.
-Tómatelo con calma.
-Adiós, Hollis -dijo Applegate.
Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
"¿Y yo? -pensó Hollis-. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra."
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz... Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
"Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro."
-Me pregunto si alguien me verá -dijo en voz alta.

Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
-¡Mira, mamá! ¡Mira! -gritó-. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
-Pide un deseo -dijo la madre del niño-. Pide un deseo.

LA ISLA DESCONOCIDA (José Saramago)

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase: los obsequios que le ofrecían a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza, que, no teniendo en quien mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio. Y tú, qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era chica señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario, que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió, Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante de cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios.En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las peticiones (...) Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco. El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero después reflexionó que parecía mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle.
La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, hizo tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo más nada que hacer; pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al Rey hasta tal punto desconcertado, que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba (...) Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas (...) Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó (...) Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre, Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas, están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos eres nada, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás.Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar, Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia de palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco (...) Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran estas las palabras que él había escrito sobre el hombre de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro (...)

Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo es, es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con que la mujer de la limpieza había estado mirando, ya que, en ese preciso momento, tomó la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría (...) Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto (...) Un poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos atracados. Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del puerto.

El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de arriba abajo, y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes carné de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese. El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas, lo aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entendí, vas a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas. Sí, a veces se naufraga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto a donde llegué fue ese, Quieres decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo. Voy a a darte la embarcación que te conviene, Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la limpieza percibió para donde apuntaba el capitán, salió corriendo de detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había gustado, simplemente. Parece una carabela (...), después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, Qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos. Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela mira cómo está aquello después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe ser la peor manera de gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanse, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.

La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya las malvadas se precitaban sobre ella gritando, furiosas, con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfrentaban. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó bien los pies en la pasarela, y, remolineando la escoba como si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida (...) Tiró al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las costuras, ha pasado tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son los músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio, Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza (...) Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas (...) En cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos (...) Ya le enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco: no falta mucho para que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre (...)

No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, pero antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso. Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual (...) Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo. Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces por fuera, Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco. Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.


En menos de un cuarto de hora habían acabado la vuelta por el barco: una carabela, incluso transformada, no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya no la quiero. Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad fue esperar al rey tres días, y no desití. Si no encuentras marineros que quieran venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú, ni vale la pena explicarlo, es un disparate, Después veremos, ahora vamos a cenar (...) Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida. La tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una isla desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste que no se sabe dónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a que sea la estación propia, y salir con marea buena, y que venga gente al puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna inluminaba la cara de la mujer de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada, debía haberlo pensado todo durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera (...) La sirena de un paquebote que salía para el mar soltó un ronquido potente, como debieron ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del muelle, el agua se onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre me dijo, Pero nos balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir, No es que yo tenga mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre resondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor, probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la llama bajo la cúpula de los dedos curvados, la llevó con todo el cuidado a los viejos pábilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida, he aquí como se equivocan las personas interpretando miradas, sobre todo al principio. Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme bien, él quiso decir lo mismo de otra manera, Que tengas sueños felices, fue la frase que le salió dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño, después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil, muda las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas que están juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.

Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando. Soñó que su carabela nevegaba por alta mar, con las tres velas triangulares gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la rueda del timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban allí los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la grosera ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos, gallinas, lo habitual de la crianza doméstica (...), el viento dio una cabriola, la vela mayor se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres que incluso sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros, se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se ha viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la limpieza y no la vio, Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe, aunque tampoco sepa cómo la sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó para embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y comenzó a llover, y, habiendo llovido, comenzaron a brotar innumerables plantas de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida, sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que transplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores que abrirán de estos capullos. El hombre del timón pregunta a los marineros que descansan en cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que no ven ni de unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la primera tierra habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear, una taberna donde beber y una cama donde folgar, que aquí no se puede, con toda esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla desconocida es cosa inexistnte, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey fuero a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es algo que se acabó hace mucho tiempo, Debíais haberos quedado en la ciudad, en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No sois marineros, Nunca lo fuimos, Solo, no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes de pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta que ella era el reflejo de una otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron, dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Ésta es una isla del mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a la muralla del embarcadero, Podeis iros, dijo el hombre del timón, acto seguido salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y la gallinas (...) El hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para retener a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los trigos y las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y pendían de la amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían roto y derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que venga un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ve al hombre del timón comer, debe ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño le apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino.

viernes, 21 de noviembre de 2014

EXTRAÑOS EN LA NOCHE (Antonio Muñoz Molina)


Habría dado cualquier cosa por no encontrar la foto en el periódico, en la sección de sucesos. Aquella cara redonda y vulgar que no parecía que pudiera pertenecer al recuerdo de nadie y a la que nadie, ni siquiera él, que la había tenido frente a sí una sola noche de su vida, podía darle un nombre, y cuando pasó la página tan apresuradamente como si enterrara con el pie a un pequeño animal venenoso y miró otros titulares y alzó los ojos para observar a la gente que desayunaba en torno suyo, en las otras mesas de la cafetería, comprendió que ya era demasiado tarde y que él sí había seguido recordándola, aunque nunca hubiera sabido su nombre, a pesar de los meses y de su voluntad de olvidar, y que aquella cara que deseaba no haber visto jamás volvía a mirarlo igual que la primera y única noche, fea y absorta, corrompida por la soledad y la desgracia, con sus acuosos ojos detenidos en él como si lo hubiera elegido entre una multitud.

Apuró el café con leche, que se le había quedado tibio, y llamó al camarero con un gesto de autoridad laboriosamente forjado y perfectamente inútil, porque el camarero ni reparó en él. Habría dado cualquier cosa por no abrir esa mañana el periódico, pero ya era demasiado tarde, como siempre en su vida. Aquella cara le traía consigo el vaticinio de la mala suerte, la negra, decía él cuando se desesperaba; la ingrata sensación de que sería vano todo lo que hiciera, de que aquello de lo que venía escapando desde que tuvo uso de razón lo perseguía de nuevo y volvía a encontrarlo aunque se hubiera escondido en las populosas calles y en las cafeterías de Madrid, buscándolo siempre con la tenacidad de un perro vil y rechazado, como aquel malhechor cojo que nunca dejaba en paz al héroe de una serie en blanco y negro de la televisión. Uno se cree que está a salvo, se descuida, y de pronto todo lo que tenía se le deshace entre los dedos. Mira una foto y un titular en un periódico y le vuelven el miedo y el remordimiento de siempre, y los camareros de los bares le pierden el respeto y no hacen caso a su llamada. Para no rendirse del todo dejó unas monedas junto a la taza de café y se levantó temiendo que sospecharan que intentaba irse sin pagar, pero quién se atrevería a desconfiar de él, con su traje gris claro, con su cartera negra donde guardaba los catálogos y los talonarios de pedidos; quién iba a imaginar que él sí conocía a esa mujer del periódico. Hay que imponerse, pensaba; quien tiene cara de víctima será sacrificado. Añadió una considerable propina a la cantidad exacta que había dejado para pagar el desayuno y estuvo a punto de fingir que olvidaba el periódico sobre la mesa. Lo recogió en el último instante como si eliminara la prueba de un delito. Pero quién iba a acusarlo, de qué: también él ignoraba el nombre de la mujer de la foto, porque ella se había negado a decírselo, y si se lo hubiera dicho posiblemente lo habría olvidado igual que se olvidan la mayor parte de las caras y de los nombres.

Ahora, sin embargo, lo recordaba todo, y no le hacía falta abrir de nuevo el periódico para ver la cara como de carne muerta que iluminaron una noche de varios meses atrás las luces del hotel de Madrid donde pasó unas pocas horas con ella, sin desearla, sin saber su nombre, sabiendo únicamente que nunca más volverían a encontrarse. "Extraños en la noche", dijo él, mientras la miraba y no sabía qué decirle, sentado junto a ella en la cama, oyéndola respirar. Recordaba que entonces fue cuando la desconocida le sonrió por primera vez y que le había contado, mintiendo, sin la menor duda, que en otro tiempo bailó mucho esa canción. "Soy muy romántica", le dijo, "ésa ha sido siempre mi desgracia". Pero no, no quería acordarse, no quería sentir otra vez aquella culpa semejante a un regusto de vómito de la que había tardado tanto tiempo en librarse, como de los residuos de una borrachera, de una de esas noches abyectas cuyo maleficio sigue durando bajo la luz del día. Como siempre que descubría un error en sus actos pasados, se arrepintió minuciosamente de cada una de las cosas que había hecho esa mañana, de los azares y de las decisiones que lo condujeron al momento en que miró la página de sucesos. Se arrepentía de haber nacido pobre, de no haber acabado el último curso de la escuela, de no haberse buscado una colocación fija mientras estuvo a tiempo. Se arrepentía de no haber encontrado a la mujer de su vida, de viajar solo y de vivir solo, de abandonar algunas noches la habitación de un hotel para internarse por calles oscuras en busca de mujeres. Pero pensó que no quería sentir compasión de sí mismo, menos que nunca ahora, cuando notaba que tal vez había empezado a librarse de la predestinación al infortunio. Ya no dormía en pensiones ni acurrucado en el coche como en los peores tiempos; ya lo invitaban con los gastos pagados a las convenciones de la empresa y algunos directivos lo llamaban por su nombre de pila, y ahora estaba en Madrid, caminando Gran Vía abajo con su traje gris claro y su cartera en la mano, y a las dos y media lo esperaba un cliente para celebrar una comida de negocios, no en un restaurante de lujo, desde luego, pero sí en esos lugares ante cuya puerta se detenía uno o dos años atrás para mirar las listas de manjares que no podía permitirse.

"No sé quién es", pensó, "nadie lo sabe, yo no la he visto nunca". Tiraría el periódico, pero le gustaba llevarlo bajo el brazo cuando iba a una reunión. Arrancarla la página donde estaba la foto; al fin y al cabo, él nunca leía los sucesos. Tampoco leía los deportes. Buscaba los artículos de fondo, las crónicas internacionales. Años atrás, cuando era más joven, se había comprado un robusto cuaderno de hojas rayadas que parecía un libro de contabilidad y le dio el nombre de archivo, y cuando veía una foto o una noticia interesante en el periódico la recortaba y la pegaba en el cuaderno, escribiendo debajo la fecha. Había observado que otros viajantes sólo compraban diarios deportivos, si los compraban, que muchos ni siquiera eso, y advertía, con un oculto sentimiento de superioridad, que eran incapaces de mantener una conversación sobre política. Él, en cambio, se sabía los nombres de los dirigentes de las principales potencias y podía repetirlos en voz alta igual que repetía, cuando iba solo en el coche, las capitales de África, por ejemplo, o los ríos de España con sus principales afluentes. Recordaba con orgullo, con una nostalgia casi dolorosa, que en la escuela solían elogiarlo por su buena memoria. Nunca olvidaba el nombre de un cliente. Odiaba el fútbol y la televisión, opio del pueblo, había leído en una revista, alimento de esclavos. Y en las pensiones, al principio, y luego en los hostales de una y hasta de dos estrellas que pudo frecuentar cuando empezó a librarse de la mala suerte, se quedaba leyendo hasta después de medianoche los libros que compraba un poco al azar en los tenderetes de ocasión, enciclopedias de mecánica o de ciencias naturales o de vida sexual, grandes biografías, que le gustaban más que las novelas, porque trataban de hombres y mujeres reales, Napoleón, madame Curie —la descubridora del radio—, Hillary —el que escaló por primera vez el Everest—, Stalin, Winston Churchill. Tenía un diccionario de bolsillo, que manejaba asiduamente para enriquecer su vocabulario, y durante algún tiempo había seguido un curso de taquigrafía por correspondencia, esfuerzo inútil, porque pasaba la mayor parte del año fuera de su casa —más de una vez ni siquiera la tuvo— y no había manera de que le enviasen regularmente las lecciones ni de que le devolvieran sus ejercicios corregidos. A lo que sí aprendió fue a escribir a máquina. Su padre le había dicho siempre que el saber no ocupaba lugar y que un hombre que supiera mecanografía era: más capaz que nadie de abrirse paso en la vida. Se compró una máquina portátil, de segunda mano, con la que le regalaron un método, y al cabo de un ano de repetir sin falta todos los ejercicios aprendió a escribir usando los 10 dedos. Llevaba consigo la máquina en todos los viajes: la usaba para pasar a limpio las hojas de pedidos. Aquella noche que ahora no quería recordar, la mujer se quedó mirando la máquina, que estaba abierta sobre una mesa baja, y le preguntó para qué le servía. Entonces él dijo la primera mentira, sin premeditación, todavía sin remordimiento:

—Soy escritor. Trabajo por mi cuenta.

—Pero no tienes cara de escritor.

—¿Has visto alguno?

—Se puso serio porque le habían herido las palabras de ella.

—No.

La mujer se replegó en sí misma, débil de pronto, como si tuviera miedo.

—Pues entonces.

Era posible que ella en ningún momento le hubiera mentido. Lo único que hacía cuando deseaba que él no supiera algo era guardar silencio. Y eso mismo estaba haciendo ahora, pensó, cuando se detuvo en otro bar y desplegó el periódico sobre el mostrador de aluminio y no tuvo ni siquiera que buscar la página, que apareció ante él como si obedeciera a una voluntad que no era la suya. Allí estaba la cara, abajo, a la izquierda, la clase de fotografía y de noticia en la que nadie repara, sólo él; que vivía hipnotizado por el papel impreso, por el prestigio de los titulares y de las palabras escritas, un reino que miraba de lejos y del que se había excluido como de esos restaurantes y bares de lujo a cuyos ventanales iluminados alguna vez se acercó de noche para mirar las caras de la gente exótica que habitaba en ellos y escuchar el rumor de la porcelana y de los cubiertos de plata y las copas de cristal. Fue la cara lo primero que vio, y la reconoció enseguida, aunque la foto, desde luego, había sido tomada varios años atrás. El peinado era antiguo, más antiguo todavía que cuando él la conoció; el pelo liso y una especie de diadema o pañuelo ceñido por encima de la frente que le hizo acordarse de las primeras locutoras de la televisión, de mujeres dotadas en su recuerdo de una juventud anacrónica que anunciaban electrodomésticos o productos de limpieza y participaban en concursos; madres y esposas felices que daban pasos de vals sobre un suelo recién abrillantado. Pero incluso entonces ella debió de ser una parodia, y lo supo. Bastaba mirar su fotografía para comprenderlo, esa pesada y torpe lozanía de los pómulos, esa manera de sonreír apretando los labios para mantener los dientes escondidos, el pelo lacio subrayando la anchura de la cara. Pero por alguna razón ella guardó esa fotografía y la siguió conservando después de perderlo todo o de despojarse de todo, porque no tenía nada cuando la encontraron tirada sin conocimiento a la puerta de un hotel. "Mujer desconocida lleva un mes en estado de coma", decía el periódico. Volvió a leer los detalles con avidez y repulsión, como si tocara y oliera de nuevo aquel cuerpo blando y deshecho que una vez lo envolvió y que temblaba sobre él como una estatua de cieno. Imaginó los grandes muslos abiertos sobre la acera, la curiosidad de la gente que miraba y no se detenía, la camilla y los hombres de uniforme blanco, la sirena abriendo paso en el tráfico hacia el hospital donde ella estaba ahora exactamente igual que hacía un mes, cuando la recogieron en la calle, respirando con los ojoscerrados, con un tubo de plástico incrustado en la nariz.

Hacia las seis de la tarde, el 22 de febrero, una mujer cae desmayada ante el vestíbulo de un hotel, rueda las escaleras hacia la calle. El recepcionista afirma —imagino que con alivio— que no es uno de los huéspedes. Nadie en la vecindad sabe nada de ella; abren su bolso buscando algún documento y no encuentran nada en él, sólo una fotografía que se le parece vagamente, una foto pequeña, en blanco y negro, como de carné. En todo ese tiempo nadie la ha reclamado, nadie entre esa gente que acude a la policía y recorre las salas de los hospitales en busca de algún familiar perdido había sabido identificarla. De cuando en cuando abría los ojos, leyó, y parecía que recobraba el conocimiento, movía los labios como si quisiera decir algo, tal vez su nombre, pero la enfermera que la atendía no había logrado comprender ninguna de las cuatro o cinco palabras que se desvanecieron en sus labios como pompas de aire. Se removía en la cama, los ojos fijos en el techo o en la cara de un médico, y luego los cerraba otra vez y durante varios días no daba más señales de vida que el ruido monótono de su respiración y los latidos que fosforecían como puntos de luz quebrando sobre una pantalla verde oscuro la línea impasible de su ritmo cardiaco.

"Pero yo tampoco sé quién es", dijo, como si se disculpara ante alguien, tampoco él podía salvarla, y seguía sintiéndose oscuramente culpable, como en la mañana de aquel día que se despertó en la cama de un hotel y no supo dónde estaba ni quién respiraba a su lado, una mujer desconocida, echada en el respaldo, fumando un agrio cigarrillo negro que llenaba la habitación de un olor a noche innoble y a humo sucio y enfriado. La resaca y la falta de sueño agravaron la desventura de su despertar, y no quiso abrir los ojos ni moverse bajo las sábanas, súbitamente abrumado por el recuerdo de la noche anterior, de la que sólo le separaban dos o tres horas, porque también recordaba que cuando miró por última vez el reloj antes de dormirse eran casi las siete y ya había una helada luz gris en la ventana. "Cierra las cortinas", le pidió ella, desesperada y suplicando; "no quiero ver la luz no quiero que se haga de día". El se levantó, cerró los postigos y echó las cortinas, y la habitación volvió a quedar sumida en la penumbra, iluminada sólo por la luz del cuarto de baño. No odiaba el día, pensó él, le tenía miedo, le daba terror igual que a los vampiros, temía que la claridad le cegara los ojos. Y cuando él se vistió y recogió furtivamente sus cosas, la mujer le dijo que si le permitía quedarse un poco más en la habitación. Seguía sentada en la cama, sujetando la sábana sobre sus pechos grandes y caídos con un gesto que parecía imitado de las escenas eróticas del cine, llevándose continuamente un cigarrillo a los labios con la mano izquierda. El cenicero que había sobre la mesa de noche estaba lleno de colillas y en la habitación duraba todavía una vaga luz de amanecer, aunque se oían automóviles y voces al otro lado de las cortinas echadas, muy gruesas, de un color marrón que a él se le antojó inmundo. Le dijo que sí, que podía quedarse. Se disculpó por su premura, explicándole algo sobre un compromiso de trabajo. Le prometió, porque ella se lo había pedido, que le dejaría sus señas en recepción: ahora no podía anotárselas, no llevaba bolígrafo, mintió, haciendo como que lo buscaba en los bolsillos interiores de su chaqueta. Temió que ella sí tuviera uno. Pero si lo tenía prefirió no decírselo y aceptar la mentira.

Viendo la foto del periódico se acordó de su cara cuando antes de salir volvió a mirarla para decirle adiós. Pagó la cuenta, recelando miradas de desprecio o de burla en los empleados de la recepción, subió a su coche y esa misma mañana abandonó Madrid, y de cuando en cuando se olía las manos o la ropa para comprobar que se iba diluyendo el olor de aquella mujer, deseando que al mismo tiempo que se borraban de su piel los rastros de la noche desapareciera de su memoria el recuerdo de lo que le había sucedido, no una culpa abstracta ni un obsesivo arrepentimiento, sino una sensación puramente física de vergüenza, la misma conciencia de estar sucio y haber sido manchado que todas las mañanas acudía a él en ese tiempo en que dormía en el coche porque no tenía dinero para pagar una pensión y se lavaba la cara y se afeitaba ante el espejo del retrete de cualquier bar de carretera.

Desde el principio supo que aquella mujer estaba condenada, y si tuvo miedo y sintió náuseas y una especie de piedad —la había abrazado, había fingido que la deseaba— fue porque sospechó en su encuentro la señal odiosa de un destino común. También él se había arrojado solo a una noche en la que nadie ni nada lo esperaban, y había bebido con hombres y mujeres a los que no conocía, y regresado al hotel casi tambaleándose por las calles de una ciudad que siempre le seria hostil y que al mismo tiempo se le figuraba poblada de promesas y de cuerpos que resplandecerían cuando los alcanzara como las luces de los clubes. Pudo no haber salido esa noche, como le sugería una parte de sí mismo a la que no hizo caso aunque supiera que se arrepentiría más tarde; pudo haberse quedado en su habitación repitiendo ejercicios de mecanografía en su máquina portátil o leyendo una de esas vidas que le servían de exaltación y de consuelo, vidas de hombres que habían empezado exactamente igual que él, desde la misma nada y la pobreza, que se rebelaron y perseveraron contra el infortunio y supieron alcanzar la cima del mundo, gobernar países o ejércitos, descubrir la máquina de vapor, o la dinamita, o la electricidad, o escalar la montaña más inaccesible de la Tierra. Lo había hecho otras veces, en otras ciudades. Cenaba en un restaurante barato, se concedía una sobremesa de cigarro puro y sol y sombra mirando la televisión, y no quería fijarse en las mujeres que caminaban por la calle, sin pensar en todo el tiempo que llevaba sin acariciar a ninguna. Salía del restaurante con las manos en los bolsillos, fumando todavía, y se encaminaba al hotel, desesperado, tranquilo, más extranjero que un perro, premeditando las tareas de la mañana siguiente, calculando los porcentajes que obtendría de cada venta que hiciera, ventas mezquinas, en droguerías de segundo orden, donde los dueños usaban guardapolvos grises y había siempre un denso olor infantil a sosa cáustica y a detergentes de marcas desaparecidas muchos años atrás.

Empleaba la parte más enérgica de su voluntad en arrepentirse de lo que ya era irreparable. Si no hubiera salido aquella noche por segunda vez del hotel, si no le hubiera dado tanto miedo de pronto la habitación vacía, con la maleta abierta sobre la cama, con su ropa sucia tirada por el suelo, como las habitaciones de todos los hoteles donde había vivido desde hacía tanto tiempo que ya no recordaba la sensación de poseer un lugar que fuera únicamente suyo. A las tres de la madrugada lo habían dejado solo, después de una cena larguísima y de una borrosa travesía por locales nocturnos de los que sólo recordaba la violencia de la música, el gusto y la saciedad del alcohol y el brillo de los ojos de las mujeres, que a él nunca lo miraban. En el silencio y en el frío de la calle las palabras confusas que había dicho y escuchado seguían sonando en el interior de su conciencia como el estrépito del mar. Procuró caminar bien erguido mientras cruzaba el vestíbulo en dirección al ascensor, perdido en una exaltadora embriaguez de porcentajes y cifras, de propósitos que olvidaba casi a la misma velocidad con que los iba formulando su imaginación. Estaba claro que la mala suerte no existía, que uno se ganaba a pulso el fracaso o el éxito y que sólo los débiles o los privilegiados podían permitirse la desesperación. Se sentó en la cama, excitado, nervioso, incapaz de tranquilizarse y dormir. Al otro lado de la ventana, en la calle, palpitaba la noche de la ciudad, circulaban los taxis, caminaban mujeres de tacones altos y medias oscuras.

Debió haber hecho lo mismo que otras veces, quedarse en la habitación, aceptar que también esa noche la pasaría solo, leyendo alguna biografía, pasando a máquina sus hojas de pedido. Podía haberse concedido el deleite secreto y casi siempre melancólico de mirar una de esas revistas que de cuando en cuando compraba en los quioscos y que venían envueltas en celofán y contenían fotos de mujeres desnudas, de mujeres que se retorcían abiertas en ofrecimientos imposibles y parecía que fijaban en él sus pupilas dilatadas por el doloroso deseo y la locura. Hubo tal vez un momento en que pudo no hacer lo que hizo, pero también hubo otro en el que estuvo a punto de no encontrar en el periódico la cara de la mujer a quien conoció aquella noche. Imaginó cuerpos y palabras que sólo había oído en las películas y recordó esa canción antigua que le gustaba tanto porque era como una película, Extraños en la noche, un hombre y una mujer que están solos y se buscan aunque únicamente cuando se miran por primera vez saben que han pasado toda la vida buscándose. Él nunca dejaba de esperar la aparición de una mujer así, la había buscado en todas las ciudades, todas y cada una de las noches, en las barras de los bares y en los vestíbulos de los hoteles, incluso en esos turbios clubes cuyas luces se encienden al atardecer a un lado de las carreteras, en reservados con pegajosos divanes de plástico y en habitaciones donde sólo había un colchón desnudo sobre el suelo de cemento y donde todo sucedía tan rápida y tan desalentadoramente como una cruda transacción.

Pudo haberse quedado en el hotel, al fin y al cabo ya eran casi las cuatro de la madrugada, y él bien sabía lo que era caminar a esa hora por ciudades sin nadie, pero volvió a ponerse la chaqueta y guardó en ella el dinero y el carné de identidad —a uno lo pueden arrestar si no va documentado—, y cuando pisó la calle de nuevo le pareció que revivía. Vio bares con los cierres metálicos echados, vio rostros hostiles que le dieron miedo, hombres encogidos en huecos de portales que dormían envueltos en trapos de muladar y hojas de periódicos. En una esquina, una muchacha muy delgada tiritaba como si estuviera muriéndose de frío y un hombre la insultaba y la sacudía por los hombros, levantándole con violencia la cara, señalándole imperiosamente algo, el portal o la ventana de una casa donde había encendida una luz.

La noche se retiraba como una furiosa marea que dejara tras de sí una escoria de despojos. Él caminaba aún, sin rendirse, sin saber dónde estaba ni hacia dónde iba. Encontró un bar abierto, aunque del todo vacío, y bebió con desgana una cerveza tibia. Había fumado tanto que tenía como acolchada la lengua y le daba asco el sabor del tabaco. Volvió a la calle y siguió caminando, vencido y no resignado, esperando que al otro lado de la próxima esquina hubiera un nuevo bar abierto o una larga acera poblada de mujeres inmóviles.

Eran las cuatro y media cuando el azar de sus pasos, y no su voluntad extinguida, le devolvió a la cercanía del hotel. Pensó que estaba a salvo, que no le importaba la soledad, sino la certidumbre de tener una habitación donde dormir unas pocas horas, hasta el fin de la noche. De día todo le resultaba mucho más fácil de aceptar. Pediría que le sirvieran el desayuno en la habitación, y antes de las once, las once y media a lo sumo, estaría en la carretera, limpio de resaca y de todo arrepentimiento, mirando en el espejo retrovisor cómo se alejaban y se desvanecían los edificios de Madrid. Entonces vio a la mujer. La vio venir lentamente hacia él desde el fondo de la calle, sin rasgos todavía, sin volumen, cobrando forma a medida que se le acercaba, como si no fuese una mujer verdadera, sino una encarnación de su avaricioso y solitario deseo nacida de la nada, de la oscuridad nocturna.

Tal vez ella no le había visto aún. Venía con la cabeza baja y los brazos cruzados y no llevaba bolso, no parecía una de esas mujeres que rondan hasta muy tarde las puertas de los hoteles y se acercan a uno para pedirle fuego. Pero él, oscilando un poco todavía por culpa del alcohol, se detuvo a esperarla y encendió un cigarrillo, queriendo distinguir su cara en la sombra, preguntándose si seria ella quien le dirigiría primero la palabra, si pasaría a su lado sin mirarle y sin que él se atreviera a decirle nada. Antes de que llegara junto a 61 ya había comprendido que no era deseable. Caminaba pesadamente sobre unos tacones torcidos, como si no hubiera descansado en mucho tiempo; tenía las caderas anchas y su falda descubría unas rodillas carnosas, y cuando su cara ingresó en el espacio iluminado por las cristaleras del hotel se dio cuenta de que ya no era joven y de que nunca había sido hermosa, pero ya estaba muy cerca y lo mirada sabiendo que él se había detenido para esperarla. Se quedó quieta, se limpió la boca y la nariz con el dorso de la mano. Tenía los ojos húmedos y manchados de rimel. Estaba parada frente a él, sin hacer nada ni decirle nada, llorando, mirándolo tan fijamente como si le pidiera la explicación de su dolor. Debió escapar entonces, darse la vuelta y huir de aquella cara estragada por la fealdad y las lágrimas y del ruido del llanto, pero no lo hizo. Le preguntó qué le pasaba, adónde iba, y la mujer no le contestó, y siguió mirándolo y se limpió otra vez la nariz, temblando, con los brazos cruzados. Sacó el paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo. La mujer se lo puso en los labios, pero no aspiró cuando él le dio fuego, como si no recordara que se disponía a fumar.

—Quiero una copa —dijo—. La última.

—Es muy tarde. Ya está todo cerrado.

—Quiero una copa, una sola.

—Estoy parando aquí, en este hotel. Podemos tomarla en mi habitación.

—Quiero una copa en un bar —la mujer hablaba siempre en el mismo tono, sin responder a lo que él le decía, sin oírlo.

—No hay bares abiertos por aquí. Son casi las cinco de la madrugada.

—No me importa. No tengo reloj.

—¿Te han robado?

—Tenía un bolso y un reloj, pero los he dejado en algún sitio.

—¿Vives cerca de aquí?

—No vivo aquí. No soy de aquí.

—¿De dónde vienes?

—No tengo ganas de acordarme. Tengo ganas de tomar una copa.

—No hay bares. Sube a mi habitación. La tomaremos allí.

—¿Tienes guardada una botella? —la mujer sonrió, le brillaron los ojos.

—Nos la subirán si la pido. Es un hotel muy bueno.

Él la tomó del brazo. La mujer lo rechazó con un gesto instintivo, como si la rozara un hocico húmedo.

—No soy una de ésas. No pienses que quiero acostarme contigo.

—Lo siguió a una cierta distancia, como avergonzada. El pidió la llave al recepcionista de noche y no se atrevió a mirarlo a los ojos. Tampoco la miró a ella mientras subían en el ascensor. La mujer había reclinado la cabeza contra la superficie metálica y seguía respirando muy fuerte y limpiándose de cuando en cuando la nariz, sorbiendo de una manera impúdica. Él nunca supo por qué la había invitado a subir. No era deseo y ni siquiera lástima, sino un extraño sentimiento de no estar allí, de que no era verdad lo que le sucedía. Actuaba como a través de la niebla de un estado hipnótico, y cuando entraron en la habitación y cerró la puerta se dio cuenta de que ya no estaba borracho y no le quedaba ni la disculpa del alcohol.

—Pediré las copas —dijo, sentándose en la cama, junto al teléfono.

Levantó el auricular y se acordó de que no había llegado a descubrir qué se hacía para pedir algo. La mujer seguía en pie y examinaba sin agrado la maleta abierta, los libros, la máquina de escribir. Era posible que también ella se arrepintiera de sus actos y que se preguntara qué estaba haciendo a las cinco de la madrugada en la habitación de un desconocido, un hombre un poco gordo y no muy joven que vestía un traje gris y la miraba sin hablarle, sosteniendo todavía el teléfono, como si no recordara que había llamado a recepción para pedir unas bebidas.

—Me prometiste que conseguirías una copa —dijo ella con una avidez sin esperanza, sedienta, mordiéndose los labios.

—No cogen el teléfono —él escuchaba monótonamente la señal en su oído y no se decidía a colgar—. Se habrá dormido el portero.

—Me has mentido. Querías traerme aquí y me has engañado.

—Oiga —en el auricular, muy lejos, había sonado una voz soñolienta—. Quiero pedir unas bebidas.

—No servimos en las habitaciones a estas horas —dijo la voz, y la comunicación se cortó abruptamente, como si alguien hubiera colgado el teléfono en un rapto de ira.

—No hay copas —dijo él, abrumado por la vejación, por el ridículo. Sin duda, ahora el portero estaría murmurando un insulto, acordándose de él, de esa mujer fea y madura que lo acompañaba.

—Vuelve a llamar —ella permanecía inmóvil, moviendo sólo los labios al hablar, no los ojos ni los músculos de su cara ancha y como aplastada, sin maquillaje, sin color, sin rasgos precisos que uno pudiera luego recordar—. Llama otra vez y dile que le pagarás el doble.

—No hay copas —repitió él, levantándose, deseando que la mujer se fuera de allí o al menos que se moviera o hiciera algo—. Bebe agua si quieres. Hay un vaso limpio en el lavabo.

—Dame de beber —de pronto, el cuerpo blando de ella pareció que se deshacía y él se encontró sosteniéndola, aprisionado por sus brazos, sofocado por el contacto de su cara, que otra vez humedecían las lágrimas—. Dame una copa o me moriré.

Se desprendió de ella, la obligó a sentarse en la cama. Fue al cuarto de baño a buscar un vaso de agua y cuando volvió la mujer seguía en la misma actitud, pero ahora estaba fumando. Fumaba cigarrillos negros con filtro, una marca que él no había visto desde muchos años atrás, Celtas emboquillados. Le extrañó que siguieran vendiéndose —los asociaba a su adolescencia— y que los fumara una mujer.

—No quiero agua —ella rechazó el vaso sin mirarlo—. Quiero bebida de verdad. Me prometiste que la conseguirías. Pero te equivocas si piensas que me acostaré contigo.

—No pensaba pedírtelo.

—Mientes. Siempre mentís. Habías salido a la calle para buscar una mujer.

Pero era cierto que no pensaba tocarla y que seguramente ningún hombre lo desearía. Pensó borrosamente que esa cara y ese cuerpo nunca habían sido enaltecidos por una mirada de deseo, y eso le hizo acordarse de sí mismo y de su propio cuerpo, cuando salía mojado de la ducha y se miraba en un espejo, cuando sufría una especie de retardado estertor y dejaba caer al suelo, junto a la cama, una revista con fotografías en color de mujeres desnudas. Tenía sueño, quería cerrar los ojos y que cuando volviera a abrirlos esa mujer ya no estuviera en la habitación. Pero se sentó junto a ella y le tocó los pómulos mojados con las yemas de los dedos.

—Hablaremos si quieres —le dijo, pero no era cierto que quisiera hablar: sentía que estaba repitiendo por obligación el diálogo de una película o de un libro—. Cuéntame qué te pasa. A lo mejor es lo mismo que a mí, que estás sola o que te ha dejado alguien.

—¿Estás casado?

—No tengo a nadie —él había empezado a acariciarle el cuello.

—Seguro que estás casado —la mujer se apartó—. Tienes cara de eso. Engañas a tu mujer. Mañana le dirás que te dormiste pronto y que la echaste de menos.

—Ojalá lo estuviera.

—Mentira —ella encendió otro de sus cigarrillos negros—. Siempre mentís.

—Para qué iba a mentirte. Estoy tan solo como tú.

—Si eso fuera verdad, te habrías vuelto loco.

Al murmurar esas palabras la mujer sostuvo su mirada con tanta fijeza que él sintió un acceso de terror y pensó que ella sí se había vuelto loca, que había escapado de algún lejano hospital psiquiátrico y andaba ahora de noche y de día por las calles de Madrid como esos mendigos enajenados que hablan solos en voz alta y bracean como si pelearan con los fantasmas invisibles del aire. Pero ni aquella noche ni nunca llegó a saber nada de su vida, porque ella no le quiso decir su nombre v pesar del miedo él no creyó que hubiera perdido la razón. Posiblemente la razón era lo único que le quedaba, la lucidez ante un desastre ignorado que él temió que se le contagiaría si le permitía quedarse unos minutos o unas horas más a su lado. La vio hundir la cara entre las manos, sentada sobre la cama, con las piernas abiertas; la oyó de nuevo sorber y respirar muy hondo, y emitir una larga queja que sonó como el aullido de un animal golpeado. Le acarició la cara sin deseo, con repugnancia; la empujó hasta tenderla y le quitó con dificultad los zapatos, porque tenía hinchados los pies, y entonces ella lo atrajo hacia sí y lo hizo hundirse sobre su cuerpo estremecido, buscando su piel y su vientre bajo la ropa, con los ojos cerrados, con las manos suaves y húmedas asidas a su cuello, como si tuviera miedo de perderlo.

Al cabo de unos minutos se rindió, apartándolo de ella, que se quedó medio desnuda y despeinada, buscando a tientas un cigarrillo en la mesa de noche. "Es imposible", dijo cuando lo encendió, "estoy seca". Él se encogió al otro lado de la cama, apretando los párpados, queriendo no oírla ni oler el humo de su cigarrillo ni el sudor de su cuerpo, deseando sobre todas las cosas no volver a mirarla y ni siquiera ver su propia cara en los espejos. Dos horas más tarde, cuando se despertó, la mujer permanecía exactamente en la misma actitud, recostada en la almohada, fumando. "Yo no duermo", le había dicho, "lo único que yo hago de noche es fumar y no dormir".

Así la imaginó luego muchas veces, cuando a él mismo le llegaba el insomnio en los hoteles de otras ciudades, sentada en la cama, sujetándose la sábana sobre los pechos, esperando el amanecer con las cortinas cerradas para eludir la afrenta de la luz. Pensaba en ella, y rechazaba su recuerdo porque le traía la pesadumbre de la mala suerte y del miedo a que también él fuera exterminado algún día por la soledad, a que lo despidieran del trabajo y acabara tirado por las calles como los borrachos y los locos, como las mujeres que andaban solas hasta la madrugada y una tarde cualquiera perdían el conocimiento y eran llevadas en estado de coma .a un hospital donde nadie iría a identificarlas. Derribada en el suelo, pensó, en medio de la gente que se apartaría mirándola de soslayo para no detenerse, con un bolso vacío, sin dinero y sin nombre, tan despojada de todo propósito como cuando él la conoció. No, a él no le correspondía ni una parte de culpa, no había razón para que lo agobiara el remordimiento. Pero al salir de la cafetería, cuando tiró el periódico en una papelera, sintió que ese gesto también participaba de la universal injuria a la que ella fue sacrificada, a la que él mismo no era inmune.

Consultó su reloj. Tenía el coche aparcado muy cerca, sabía la dirección del hospital. Hasta las dos y media no debía acudir a ninguna cita de trabajo. Ya estaba acostumbrado a conducir por Madrid y calculaba correctamente las distancias. Pensó, aunque sin orgullo, que si ella pudiera verlo ahora no lo reconocería. En la puerta del hospital estuvo a punto de volverse. AI fin y al cabo no tenía ningún vínculo con aquella mujer y lo ignoraba todo sobre ella. Un médico joven le estrechó la mano y lo condujo a un pabellón de camas blancas y alineadas donde todos los cuerpos eran como bultos inmóviles. "Han venido ya tres personas esta mañana", dijo el médico. "Por lo de la foto del periódico. No sabe usted cuánta gente desaparece cada día".

El médico se detuvo y señaló la cabecera de una cama. Allí estaba la mujer, su cara ancha y aplastada, la tenue línea de vello sobre el labio superior. En contraste con la blancura de la almohada, su piel tenía una sucia tonalidad amarilla. Un tubo transparente desaparecía en la comisura izquierda de su boca. "Ayer tarde pareció que se despertaba", dijo el médico. "Se quedó un rato con los ojos abiertos, pero le pasé la mano por delante y no movió las pupilas".

Él se sentó con el aire grave de un pariente que visita a un enfermo, vigilando el movimiento casi imperceptible de su pecho bajo el embozo, incómodo, deseando marcharse y sin saber decir que se iba, que esa mujer no era la que buscaba. Preguntó si le quedaba mucho tiempo de vida. Unas horas, una semana, un año, cualquiera sabe, dijo el médico. Pero era muy difícil que recobrara el conocimiento. Preguntó qué harían con ella si cuando muriera aún no la había identificado nadie, y el médico volvió a encogerse de hombros. Iría a la fosa común, aunque era posible que su cuerpo fuera útil para las prácticas en la facultad. Explicó algo que él no quiso entender sobre la escasez de cadáveres y el mal estado en que llegaban los pocos que procedían de donaciones o de ventas. "De ventas voluntarias, imagínese", precisó.

Se puso en pie, se inclinó sobre la cama para mirarla de cerca, temiendo cobardemente que abriera los ojos y lo reconociera. Pero los ojos permanecieron cerrados y notó que las órbitas se movían con lento desasosiego bajo la piel de los párpados. Qué habría hecho en los últimos meses, adónde fue aquella mañana, cuando se quedó sola en la habitación del hotel. Advirtió que el médico lo estaba observando con una atención peculiar, como si sospechara. "No la conozco", dijo, "en la foto del periódico se parecía un poco a una mujer de mi familia". El médico asintió, volvió a estrecharle la mano antes de que se marchara, pero él pensó que no lo había creído, que estaba seguro de que la conocía y lo dejaba irse, como a un ladrón mezquino al que no vale la pena detener.


HAIKUS (Aitor Suárez)



En esta liga
los planetas inhóspitos
ganan 7 a 1.

.....

La Tierra siempre
llevando la contraria,
dando la nota.

.....

Con vida encima,
qué estrafalario ese
tercer planeta.

ALLÁ ELLOS (Saiz de Marco)

Antes de la batalla trinan los gorriones. Entre lanzamisiles vuelan cortejándose. En la mañana azul algunos se posan en las escotillas de los tanques, en el relumbrante metal de los cañones, en las cubiertas de los carros de combate dispuestos en fila…

Tras el bombardeo es el turno de los cuervos y las moscas. No parece repelerles el olor a quemado. Hoy toca festín de carne humana. No sabe muy distinta.

En el suelo de Auschwitz, junto a los barracones y cámaras de gas, en agosto las hormigas buscan alimento: bayas, semillas, hojas, probablemente restos de piel o sangre. Imperturbablemente, como todos los veranos e igual que en cualquier sitio.

Y en sus pequeñas mentes, en sus microcerebros de pájaro o de insecto, cada animal intuye: “Esto no va con nosotros. No somos parte, no nos incumbe. Es cosa de humanos. Así que, nosotros, a lo nuestro”.

jueves, 20 de noviembre de 2014

COSAS DE PIBES (Sebastián Abdala)


Por primera y última vez, como una bendición del mismísimo demonio, entraron dos chicas a nuestro curso, la división “B” del tercer año del industrial de San Fernando —el de peor conducta en todo el colegio.

De una de ellas apenas recuerdo que era fea, gorda, e inteligente. De la otra, Victoria López, o Vicky, recuerdo todo.

Pero la mañana que le conté a Pobirsky que Vicky me volvía loco, cierto rubor en su cara me dejó claro que no tendría reparos en omitir lo que yo sentía por ella. Recuerdo a la perfección su mirada, y recuerdo la especial excitación que lo ganó en el momento que comenzamos con nuestra cotidiana tarea de magullar a golpes al gordo marica de Lembo. Pobre pibe. Era el que siempre la ligaba porque el pelito rojizo y sus pecas de muñequito de torta ameritaban un castigo de orden Divino.

Esa misma tarde, a la salida del colegio, me decidí a invitarla a tomar algo el sábado a la noche, en el bar “Pequeña Ala”, que quedaba sobre la costa de Tigre. Cuando dijo que sí, no pude sentirme feliz, ni contento. Sé que aceptó por compromiso, para no decirme ahí nomás “no, no quiero, me aburrís, infradotado”.

Estuve a la espera de una cancelación todos los días. Al fin, cinco minutos antes de que finalizara la última hora del viernes, me dijo que no era seguro que pudiera salir, porque tenía que ir a visitar a no sé quién. Apenas le sonreí con una tristeza tan evidente como violenta, le rocé una mejilla con mis labios, y callé todas las palabras que se agolparon en mi garganta.

En esos días no creí, así como tampoco lo creo hoy, que le haya importado ir al mismo lugar donde la invité, con Pobirsky, y quedarse toda la puta noche, a los besos, a los abrazos. Mientras me emborrachaba, trataba de entender qué diablos se moría en mi pecho, en mí. Hoy entiendo que era algo que sólo se tiene de adolescente, que hace la diferencia entre un muchacho y un hombre. Esa madrugada tuvieron que llevarme entre un par hasta la parada del colectivo. Y luego de vomitar contra una palmera, debo haber hablado demasiado, porque el lunes, desde la primera hora, me cargaron. Algún desgraciado pintó con marcador en mi pupitre “Pobirsky se la mete a Vicky”. Los miré a todos, uno a uno, sin expresión en la cara, sin temor ni otra cosa en la cabeza, más que confusión. Pero me banqué todas y cada una de sus palabras. No intenté defenderme.

Al rato todos perdieron el interés en seguir con una gastada que no repercutía en nadie, y yo intenté alejar mi mente del resentimiento a Pobirsky.

Desde esa noche pasó todo tan rápido, que casi no pude manejarlo de otra manera.



Cuando el viejo Marchetta, el profesor de laboratorio electrónico, nos explicó, como obligado por lo elemental y rudimentario del asunto, cómo se construye una picana casera, presentí que podría vengarme del Polaco mugriento.

—Entonces ustedes —decía el profesor, pensando en otra cosa, sin sacar la mirada de encima de la gorda—, si sacan la resistencia de un televisor, le reducen el amperaje a una batería y la conectan, consiguen un generador chico, pero violento, de electricidad. Que solíamos llamar “picanita”. A ver Lembo, pase al frente y desmonte la potencia de esta batería.

Hubo unos murmullos en el fondo del taller. Vicky se dio vuelta como para vigilar a Pobirsky, o para defender al marica. Uno le preguntó qué mierda miraba. Ella respondió algo típico de mina con aires de superada, no sé qué idiotez, pero nadie le dio pelota, porque los chicos hablaban de lo bueno que estaría hacer la “picanita”. Pobres brutos, se emocionaban con cualquier gansada, y yo no iba a dejar pasar la oportunidad.

Llegó el recreo, y me fui al baño a fumar un cigarrillo, a ver cómo venía la mano. Ni bien entro, lo oigo a Pobirsky diciendo que tenía en la casa un televisor que no funcionaba, que podíamos ir y armar una picanita.

—Son unos nabos —dije mientras prendía un negro—, mi primo me regaló una el año pasado. Habría que armarse con un par y romperle las bolas a alguien.

—Ah, bueno —dijo el Polaco, envalentonado porque sentía apoyo del resto—, en algo tenés que llegar primero. Felicitaciones.

Me callé mientras masticaba la bronca porque tenía una idea mucho más cínica que darle los dientes contra un mingitorio. Por eso no les presté atención a los que se me reían en la cara. Le di una chupada fuerte al cigarrillo, lo tiré al piso, y dije:

—Si son tan machitos, cada uno se consigue una picana, la traemos al colegio, y lo agarramos al maricón de Lembo.

—Al pedo, boludo —dijo Pobirsky, temiendo un quilombo descomunal—. Nos vamos a meter en un bardo gigante, si el maricón buchonea, nos pueden rajar a la mierda.

—A vos ponerte de novio te hace buen pibe, Polaco —hice una pausa para dejar que sufriera con las risas de los chicos—. Claro, como ahora tu novia es amiga del trolo, vos tenés que hacer buena letra, ¿no?

—Buena letra las pelotas. Si querés la traemos mañana mismo y le damos acá nomás en el baño.

Uno de los pibes dijo:

—No sean cagadores. Aguantemos al lunes, que seguro Marchetta no viene y lo agarramos en el aula. Así nos divertimos todos y de paso lo verdugueamos para que no nos mande al frente.

—Por mí, está todo bien —dije—. Pero si es por cagador, arreglate con el Polaco.

—Che, idiota—me apuró el Polaco—, que yo no tengo la culpa de que a Vicky no le gusten los retrasados.

—Claro, campeón, no te hagas drama. No soy rencoroso. Las minas como esa, van y vienen.

Me clavó la mirada, cabreado, estaba a punto de decirme algo, pero prefirió no demostrar tan abiertamente su “amor” por Vicky. Sonó el timbre, salimos del baño, y cuando volvimos al aula, algunos, al pasar le dijeron al maricón:

—Ponete las pilas o te las ponemos nosotros.

Lembo transpiró y se relajó recién cuando todos nos sentamos y nadie le hizo nada.

Nosotros, en realidad, presentimos un quilombo enorme pero necesario.



Durante el resto de la semana, los muy bestias no hicieron otra cosa que comentar los resultados de las utilidades del artefacto armado. Unos de los chicos, Romedietti, hijo de profesores de biología, nos contó que dio un golpe eléctrico en una pecera, y que el pescadito, cada vez que recibía la descarga, giraba sobre sí mismo, para luego salir disparado hacia la superficie. Y que le dio sin asco hasta que lo mató. No contento con eso, decidió regular la potencia y probar con un animalito más “interesante”. Entonces le dio choques a la cría de la gata que tenía la hermana. Incrementó la potencia hasta que los cachorros se meaban encima. Nos contaba lo bueno que estaba ver cómo se atontaban con el primer impacto, quedando con los ojos entreabiertos, sin reacción, hasta que los desmayaba.

Puedo decir que se relamían al imaginar la paliza eléctrica a Lembo, las marcas para dejarle. No dejaban de decirme que era un capo, al tener la mejor ocurrencia en nuestras vidas.

Y yo que apenas les decía: “Señores, esto recién comienza”

Pobirsky se sonreía, entre irónico y desconfiado.



El lunes, el día señalado para reventarlo a Lembo, cuando llegué al colegio me di cuenta de que había olvidado la picanita: no me quedaba otra que volver a casa a buscarla. Si llegaba a decir que me la había olvidado, los otros guachos eran capaces de masacrarme junto con Lembo. Y ni hablar de lo bien que le hubiera venido a Pobirsky para hundirme.

Agotado del viaje ida y vuelta, tranquilo, con paso lento y firme, entré al aula. Cuarenta minutos tarde.

Los pibes del fondo se pusieron a chiflar y aplaudir.

Todos los animales excitados.

Me senté en el fondo, y mientras sacaba las carpetas, me fueron contando, a murmullos, que Pobirsky se la pasó diciendo que si yo no venía, era porque me había comido los mocos, que mejor frenar con la joda.

— ¿Y ustedes qué carajo le respondieron al cagón? —Pregunté exaltado.

—Le dijimos que si no venías y seguía con eso de frenar, hoy cobraban Lembo, él, y a la salida te íbamos a buscar a tu casa —lo miré sorprendido, y continuó—. ¿Qué te pasa? ¿No harías lo mismo si yo arrugo?

—Obvio que sí, Romedietti —y forzando una carcajada, agregué—, no esperaba menos de vos.

Al término del primer módulo de horas, en el baño, contamos cuántos habíamos llevado la picanita.

Siete.

Siete desgraciados armados con esas mierdas de cosas, dispuestos a divertirnos con Lembo.

Romedietti contó que para conseguir una buena sesión de “masajes eléctricos”, se puso a leer un libro de anatomía, y que los lugares para pegar sucesivos golpes con efecto eran el cuello, la nuca, y por encima de la ropa, el estómago. Pobirsky escuchaba atento, sin decir nada, fumaba nervioso. Cuando le preguntaron si no le daba miedo usar la máquina a la vista de Vicky, se calentó, gritó que no lo jodiéramos más, me tiró el cigarrillo a los pies y salió dando un portazo. Tuve que contener la ansiedad de darle a ese hijo de puta un picanazo en medio de la frente.

Ni bien sonó el timbre, dije:

—Muchachos, arranco yo con el ataque, y le vamos a dar sin asco. Si alguno arruga en el momento, lo dejamos frito todos los demás, ¿estamos?

—Hay que cuidarse de que no arrugue Pobirsky —dijo Romedietti—. La gorda me contó que estuvo tratando de convencerla a Victoria de que hoy faltara a clases, y…

—Obvio que iba a hacer eso. Si llega a arrugar, le damos hasta dejarlo diciendo taradeces, y pobre del que no me siga —hice una pausa, como que recién me había dado cuenta de algo. Lo miré a Romedietti y le pregunté—. ¿Cómo es eso que la gorda te dijo lo del Polaco?

Romedietti se puso colorado y abrió los brazos. Los otros empezaron a reírse y cargarlo con todo. Los gritos y las risas me tranquilizaron, todos estaban dispuestos a cualquier cosa, la sobreexcitación era incontenible.

Volvimos al curso. Un murmullo constante puso histérica a la profesora de historia.

Terminó la hora.

Victoria, cada tanto, se daba vuelta y me miraba con odio.

El murmullo continuó hasta que el profesor de geografía se hartó y le puso cinco amonestaciones a Romedietti.

Victoria me miraba con un odio que iba creciendo en su interior, y a su vez acrecentaba mi furia, mis ganas de matar al Polaco.

Al fin, el profesor salió, y entramos en el campo impune de la hora libre.

Lembo, a las corridas, se puso detrás de Vicky.

Todos comenzaron a murmurar, sabían que íbamos a hacer algo grande. Pobirsky intentó decirme en voz baja que mejor aflojemos, que no daba para hacer tanto quilombo. Lo miré como con ternura, casi agradecido, y mientras lo corría con un brazo le dije:

—Se te puede poner feo si no me seguís, Polaco. —Y avancé hacia donde estaba el marica. Detrás de mí, vinieron los otros, con las maquinitas ocultas en la espalda. Atrás de ellos, Pobirsky.

Me detuve al lado de Vicky, ni la miré, como si no existiera. Todo el curso hizo un círculo, dejando en el medio suficiente espacio como para no molestar la visual de nadie. Me mojé un dedo con saliva, y se lo pasé por la cara a Lembo, apenas rozando con mi codo el hombro de Victoria. De inmediato ella me empujó, y dijo:

—Ni se te ocurra tocar con esa mierda a Lembo, porque soy capaz de denunciarte.

Nadie se sorprendió: era obvio que Pobirsky le había contado todo. Romedietti, conocedor del alma humana, dijo:

—Sos un cagón, Pobirsky. Un buchón de mierda…

—Dejalo —lo interrumpí—, hay tipos que por un polvo con una atorranta hacen cualquier cosa.

— ¡Te voy a romper la cabeza! —me gritó Pobirsky, y se me paró frente a frente. Levanté los brazos, como haciendo una señal, y Romedietti le apoyó una mano en el hombro. Pobirsky entendió que se le complicaba comenzar una pelea que nos distrajera del objetivo principal.

—Tranquilo, campeón, no nos vamos a ir a las manos ahora. —Lo miré a Lembo, temblaba. La miré a Victoria, le sonreí.

Aprovechando la tensión y los murmullos, puse a cargar mi picanita, los demás hicieron lo mismo. Pobirsky dudó un instante, y mientras la prendía, no tuvo el valor de mirar a Vicky a la cara.

Todavía recuerdo los aplausos y los “bravos” que largaron el resto de los chicos de la división cuando nos vieron con los deberes de electrónica realizados. Creo que hasta la gorda aplaudía.

Victoria, enfurecida, dijo:

—Son todos una banda de asesinos, ni piensen que voy a dejar que toquen a nadie con esos aparatos de mierda.

—Callate —le dije, con los dientes apretados—, perra.

—A la salida te agarro, pero te quiero ver solo —me dijo Pobirsky—, hijo de puta.

— ¿Hasta dónde vas a llegar por una mina? ¿Sos capaz de perder la amistad de todos tus compañeros? Vas a cobrar, campeón, despertate. Elegí a quién demostrarle coraje.

—El coraje es hacer lo que uno realmente quiere, no es seguir a la manada. —Dijo, a modo de sentencia.

Todos nos callamos. El silencio creo que se debió a que nadie entendió a qué se refería con esa frase de dibujito animado con parábola moral. Tampoco nos importó.

—Rompele la cara, amor —le dijo Victoria, dando una especie de última oportunidad. Ella estaba parada a un costado nuestro, pero en el medio, como semblanza de algo que podría definirse en el preciso momento.

Ya todos estaban serios, fastidiados de que se hubiera alargado tanto la joda.

—Bueno, vamos a terminar con esto —dije mientras levantaba mi picanita y se la ponía al lado de la cara a Pobirsky—. ¿Y Polaco, vos qué vas a hacer? —Pude leer en su mirada la duda entre darme un golpe y bancarse el castigo, o quedarse en el molde y darle a Lembo. Continué mi discurso. — Ya saben muchachos, todos al mismo blanco.

La primera descarga que le di en el cuello, arrancó de todos la misma exclamación: un “Uh!”, profundo, siniestro, perturbador.

Lembo contuvo un quejido de espanto, quizás torturado por no ser él quien recibió el castigo.

Pobirsky presintió, a sus espaldas, una jauría de hienas, riendo, babeando, esperando por su turno para atacar. Estaban desconcertados, cierto, pero a esa altura ya no les importaba quién era el blanco.

Vicky tardó en reaccionar, luego del golpe tuvo los ojos entrecerrados unos segundos, tal y como Romedietti había dicho que les ocurrió a los gatos. Pero yo sé que el choque eléctrico la había atontado menos que la sorpresa de no recibir ayuda de su “amor”.

Volví a descargar electricidad en el pecho de Victoria.

Y otra vez.

Y otra vez.

Ella luchaba por ponerse detrás de Pobirsky, pero él no la cubrió. Se sentía en el aire el pavor que tenía de estar en lugar de ella.

—Te toca a vos —le dijo Romedietti al Polaco—, “amor”.

Pobirsky la tomó del pelo, y le dio una descarga en el cuello.

Vicky tuvo un quejido ahogado.

De inmediato, comenzamos a darle entre todos, mientras a Lembo le daban una paliza los que no tenían picana. Pobirsky le daba descargas a su novia, con la cara desencajada, con la mirada ajena a todo, sabiendo que cada golpe le dolería a él mismo, tanto tiempo como a mí.

Le dimos tantas descargas, pero tantas, que llegamos a desmayarla.



Ya al otro día, se armó el mayor quilombo en la historia del colegio.

Recuerdo haber visto a la madre, que vino con abogados y todo, enfurecida, gritándole al director y al profesor Marchetta, amenazando con una intervención o una denuncia en los ministerios, o no sé que otra gilada.

También recuerdo que nos pusieron las amonestaciones necesarias como para que, si nos ponían una más, nos rajaban. Incluso a Lembo. Y que hicieron cargo al Polaco de toda la movida. Al noviecito de la nena. Pobirsky se la bancó como un señor. Sabía que si abría la boca, éramos capaces de matarlo.

Pero lo que más recuerdo, hasta el día de hoy, es la explicación que nos contó Marchetta, en clase, que le dio a la madre:

—Pero señora, debería haberlo pensado antes de mandar a la nena a un colegio como este, le dije. Acá todo lo que se enseña se lleva a la práctica, los chicos tienen ansia de demostrar que están a la altura de todo. ¿Usted se piensa que lo hicieron con maldad? Para nada, señora, al contrario, se les habrá escapado un poco. Mire cómo será el asunto que cuando pregunté por los responsables incluso la gordita levantó la mano. Señora, tiene que entender que en un colegio de varones hay ciertas situaciones que no son más que cosas de pibes.