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viernes, 21 de noviembre de 2014

EXTRAÑOS EN LA NOCHE (Antonio Muñoz Molina)


Habría dado cualquier cosa por no encontrar la foto en el periódico, en la sección de sucesos. Aquella cara redonda y vulgar que no parecía que pudiera pertenecer al recuerdo de nadie y a la que nadie, ni siquiera él, que la había tenido frente a sí una sola noche de su vida, podía darle un nombre, y cuando pasó la página tan apresuradamente como si enterrara con el pie a un pequeño animal venenoso y miró otros titulares y alzó los ojos para observar a la gente que desayunaba en torno suyo, en las otras mesas de la cafetería, comprendió que ya era demasiado tarde y que él sí había seguido recordándola, aunque nunca hubiera sabido su nombre, a pesar de los meses y de su voluntad de olvidar, y que aquella cara que deseaba no haber visto jamás volvía a mirarlo igual que la primera y única noche, fea y absorta, corrompida por la soledad y la desgracia, con sus acuosos ojos detenidos en él como si lo hubiera elegido entre una multitud.

Apuró el café con leche, que se le había quedado tibio, y llamó al camarero con un gesto de autoridad laboriosamente forjado y perfectamente inútil, porque el camarero ni reparó en él. Habría dado cualquier cosa por no abrir esa mañana el periódico, pero ya era demasiado tarde, como siempre en su vida. Aquella cara le traía consigo el vaticinio de la mala suerte, la negra, decía él cuando se desesperaba; la ingrata sensación de que sería vano todo lo que hiciera, de que aquello de lo que venía escapando desde que tuvo uso de razón lo perseguía de nuevo y volvía a encontrarlo aunque se hubiera escondido en las populosas calles y en las cafeterías de Madrid, buscándolo siempre con la tenacidad de un perro vil y rechazado, como aquel malhechor cojo que nunca dejaba en paz al héroe de una serie en blanco y negro de la televisión. Uno se cree que está a salvo, se descuida, y de pronto todo lo que tenía se le deshace entre los dedos. Mira una foto y un titular en un periódico y le vuelven el miedo y el remordimiento de siempre, y los camareros de los bares le pierden el respeto y no hacen caso a su llamada. Para no rendirse del todo dejó unas monedas junto a la taza de café y se levantó temiendo que sospecharan que intentaba irse sin pagar, pero quién se atrevería a desconfiar de él, con su traje gris claro, con su cartera negra donde guardaba los catálogos y los talonarios de pedidos; quién iba a imaginar que él sí conocía a esa mujer del periódico. Hay que imponerse, pensaba; quien tiene cara de víctima será sacrificado. Añadió una considerable propina a la cantidad exacta que había dejado para pagar el desayuno y estuvo a punto de fingir que olvidaba el periódico sobre la mesa. Lo recogió en el último instante como si eliminara la prueba de un delito. Pero quién iba a acusarlo, de qué: también él ignoraba el nombre de la mujer de la foto, porque ella se había negado a decírselo, y si se lo hubiera dicho posiblemente lo habría olvidado igual que se olvidan la mayor parte de las caras y de los nombres.

Ahora, sin embargo, lo recordaba todo, y no le hacía falta abrir de nuevo el periódico para ver la cara como de carne muerta que iluminaron una noche de varios meses atrás las luces del hotel de Madrid donde pasó unas pocas horas con ella, sin desearla, sin saber su nombre, sabiendo únicamente que nunca más volverían a encontrarse. "Extraños en la noche", dijo él, mientras la miraba y no sabía qué decirle, sentado junto a ella en la cama, oyéndola respirar. Recordaba que entonces fue cuando la desconocida le sonrió por primera vez y que le había contado, mintiendo, sin la menor duda, que en otro tiempo bailó mucho esa canción. "Soy muy romántica", le dijo, "ésa ha sido siempre mi desgracia". Pero no, no quería acordarse, no quería sentir otra vez aquella culpa semejante a un regusto de vómito de la que había tardado tanto tiempo en librarse, como de los residuos de una borrachera, de una de esas noches abyectas cuyo maleficio sigue durando bajo la luz del día. Como siempre que descubría un error en sus actos pasados, se arrepintió minuciosamente de cada una de las cosas que había hecho esa mañana, de los azares y de las decisiones que lo condujeron al momento en que miró la página de sucesos. Se arrepentía de haber nacido pobre, de no haber acabado el último curso de la escuela, de no haberse buscado una colocación fija mientras estuvo a tiempo. Se arrepentía de no haber encontrado a la mujer de su vida, de viajar solo y de vivir solo, de abandonar algunas noches la habitación de un hotel para internarse por calles oscuras en busca de mujeres. Pero pensó que no quería sentir compasión de sí mismo, menos que nunca ahora, cuando notaba que tal vez había empezado a librarse de la predestinación al infortunio. Ya no dormía en pensiones ni acurrucado en el coche como en los peores tiempos; ya lo invitaban con los gastos pagados a las convenciones de la empresa y algunos directivos lo llamaban por su nombre de pila, y ahora estaba en Madrid, caminando Gran Vía abajo con su traje gris claro y su cartera en la mano, y a las dos y media lo esperaba un cliente para celebrar una comida de negocios, no en un restaurante de lujo, desde luego, pero sí en esos lugares ante cuya puerta se detenía uno o dos años atrás para mirar las listas de manjares que no podía permitirse.

"No sé quién es", pensó, "nadie lo sabe, yo no la he visto nunca". Tiraría el periódico, pero le gustaba llevarlo bajo el brazo cuando iba a una reunión. Arrancarla la página donde estaba la foto; al fin y al cabo, él nunca leía los sucesos. Tampoco leía los deportes. Buscaba los artículos de fondo, las crónicas internacionales. Años atrás, cuando era más joven, se había comprado un robusto cuaderno de hojas rayadas que parecía un libro de contabilidad y le dio el nombre de archivo, y cuando veía una foto o una noticia interesante en el periódico la recortaba y la pegaba en el cuaderno, escribiendo debajo la fecha. Había observado que otros viajantes sólo compraban diarios deportivos, si los compraban, que muchos ni siquiera eso, y advertía, con un oculto sentimiento de superioridad, que eran incapaces de mantener una conversación sobre política. Él, en cambio, se sabía los nombres de los dirigentes de las principales potencias y podía repetirlos en voz alta igual que repetía, cuando iba solo en el coche, las capitales de África, por ejemplo, o los ríos de España con sus principales afluentes. Recordaba con orgullo, con una nostalgia casi dolorosa, que en la escuela solían elogiarlo por su buena memoria. Nunca olvidaba el nombre de un cliente. Odiaba el fútbol y la televisión, opio del pueblo, había leído en una revista, alimento de esclavos. Y en las pensiones, al principio, y luego en los hostales de una y hasta de dos estrellas que pudo frecuentar cuando empezó a librarse de la mala suerte, se quedaba leyendo hasta después de medianoche los libros que compraba un poco al azar en los tenderetes de ocasión, enciclopedias de mecánica o de ciencias naturales o de vida sexual, grandes biografías, que le gustaban más que las novelas, porque trataban de hombres y mujeres reales, Napoleón, madame Curie —la descubridora del radio—, Hillary —el que escaló por primera vez el Everest—, Stalin, Winston Churchill. Tenía un diccionario de bolsillo, que manejaba asiduamente para enriquecer su vocabulario, y durante algún tiempo había seguido un curso de taquigrafía por correspondencia, esfuerzo inútil, porque pasaba la mayor parte del año fuera de su casa —más de una vez ni siquiera la tuvo— y no había manera de que le enviasen regularmente las lecciones ni de que le devolvieran sus ejercicios corregidos. A lo que sí aprendió fue a escribir a máquina. Su padre le había dicho siempre que el saber no ocupaba lugar y que un hombre que supiera mecanografía era: más capaz que nadie de abrirse paso en la vida. Se compró una máquina portátil, de segunda mano, con la que le regalaron un método, y al cabo de un ano de repetir sin falta todos los ejercicios aprendió a escribir usando los 10 dedos. Llevaba consigo la máquina en todos los viajes: la usaba para pasar a limpio las hojas de pedidos. Aquella noche que ahora no quería recordar, la mujer se quedó mirando la máquina, que estaba abierta sobre una mesa baja, y le preguntó para qué le servía. Entonces él dijo la primera mentira, sin premeditación, todavía sin remordimiento:

—Soy escritor. Trabajo por mi cuenta.

—Pero no tienes cara de escritor.

—¿Has visto alguno?

—Se puso serio porque le habían herido las palabras de ella.

—No.

La mujer se replegó en sí misma, débil de pronto, como si tuviera miedo.

—Pues entonces.

Era posible que ella en ningún momento le hubiera mentido. Lo único que hacía cuando deseaba que él no supiera algo era guardar silencio. Y eso mismo estaba haciendo ahora, pensó, cuando se detuvo en otro bar y desplegó el periódico sobre el mostrador de aluminio y no tuvo ni siquiera que buscar la página, que apareció ante él como si obedeciera a una voluntad que no era la suya. Allí estaba la cara, abajo, a la izquierda, la clase de fotografía y de noticia en la que nadie repara, sólo él; que vivía hipnotizado por el papel impreso, por el prestigio de los titulares y de las palabras escritas, un reino que miraba de lejos y del que se había excluido como de esos restaurantes y bares de lujo a cuyos ventanales iluminados alguna vez se acercó de noche para mirar las caras de la gente exótica que habitaba en ellos y escuchar el rumor de la porcelana y de los cubiertos de plata y las copas de cristal. Fue la cara lo primero que vio, y la reconoció enseguida, aunque la foto, desde luego, había sido tomada varios años atrás. El peinado era antiguo, más antiguo todavía que cuando él la conoció; el pelo liso y una especie de diadema o pañuelo ceñido por encima de la frente que le hizo acordarse de las primeras locutoras de la televisión, de mujeres dotadas en su recuerdo de una juventud anacrónica que anunciaban electrodomésticos o productos de limpieza y participaban en concursos; madres y esposas felices que daban pasos de vals sobre un suelo recién abrillantado. Pero incluso entonces ella debió de ser una parodia, y lo supo. Bastaba mirar su fotografía para comprenderlo, esa pesada y torpe lozanía de los pómulos, esa manera de sonreír apretando los labios para mantener los dientes escondidos, el pelo lacio subrayando la anchura de la cara. Pero por alguna razón ella guardó esa fotografía y la siguió conservando después de perderlo todo o de despojarse de todo, porque no tenía nada cuando la encontraron tirada sin conocimiento a la puerta de un hotel. "Mujer desconocida lleva un mes en estado de coma", decía el periódico. Volvió a leer los detalles con avidez y repulsión, como si tocara y oliera de nuevo aquel cuerpo blando y deshecho que una vez lo envolvió y que temblaba sobre él como una estatua de cieno. Imaginó los grandes muslos abiertos sobre la acera, la curiosidad de la gente que miraba y no se detenía, la camilla y los hombres de uniforme blanco, la sirena abriendo paso en el tráfico hacia el hospital donde ella estaba ahora exactamente igual que hacía un mes, cuando la recogieron en la calle, respirando con los ojoscerrados, con un tubo de plástico incrustado en la nariz.

Hacia las seis de la tarde, el 22 de febrero, una mujer cae desmayada ante el vestíbulo de un hotel, rueda las escaleras hacia la calle. El recepcionista afirma —imagino que con alivio— que no es uno de los huéspedes. Nadie en la vecindad sabe nada de ella; abren su bolso buscando algún documento y no encuentran nada en él, sólo una fotografía que se le parece vagamente, una foto pequeña, en blanco y negro, como de carné. En todo ese tiempo nadie la ha reclamado, nadie entre esa gente que acude a la policía y recorre las salas de los hospitales en busca de algún familiar perdido había sabido identificarla. De cuando en cuando abría los ojos, leyó, y parecía que recobraba el conocimiento, movía los labios como si quisiera decir algo, tal vez su nombre, pero la enfermera que la atendía no había logrado comprender ninguna de las cuatro o cinco palabras que se desvanecieron en sus labios como pompas de aire. Se removía en la cama, los ojos fijos en el techo o en la cara de un médico, y luego los cerraba otra vez y durante varios días no daba más señales de vida que el ruido monótono de su respiración y los latidos que fosforecían como puntos de luz quebrando sobre una pantalla verde oscuro la línea impasible de su ritmo cardiaco.

"Pero yo tampoco sé quién es", dijo, como si se disculpara ante alguien, tampoco él podía salvarla, y seguía sintiéndose oscuramente culpable, como en la mañana de aquel día que se despertó en la cama de un hotel y no supo dónde estaba ni quién respiraba a su lado, una mujer desconocida, echada en el respaldo, fumando un agrio cigarrillo negro que llenaba la habitación de un olor a noche innoble y a humo sucio y enfriado. La resaca y la falta de sueño agravaron la desventura de su despertar, y no quiso abrir los ojos ni moverse bajo las sábanas, súbitamente abrumado por el recuerdo de la noche anterior, de la que sólo le separaban dos o tres horas, porque también recordaba que cuando miró por última vez el reloj antes de dormirse eran casi las siete y ya había una helada luz gris en la ventana. "Cierra las cortinas", le pidió ella, desesperada y suplicando; "no quiero ver la luz no quiero que se haga de día". El se levantó, cerró los postigos y echó las cortinas, y la habitación volvió a quedar sumida en la penumbra, iluminada sólo por la luz del cuarto de baño. No odiaba el día, pensó él, le tenía miedo, le daba terror igual que a los vampiros, temía que la claridad le cegara los ojos. Y cuando él se vistió y recogió furtivamente sus cosas, la mujer le dijo que si le permitía quedarse un poco más en la habitación. Seguía sentada en la cama, sujetando la sábana sobre sus pechos grandes y caídos con un gesto que parecía imitado de las escenas eróticas del cine, llevándose continuamente un cigarrillo a los labios con la mano izquierda. El cenicero que había sobre la mesa de noche estaba lleno de colillas y en la habitación duraba todavía una vaga luz de amanecer, aunque se oían automóviles y voces al otro lado de las cortinas echadas, muy gruesas, de un color marrón que a él se le antojó inmundo. Le dijo que sí, que podía quedarse. Se disculpó por su premura, explicándole algo sobre un compromiso de trabajo. Le prometió, porque ella se lo había pedido, que le dejaría sus señas en recepción: ahora no podía anotárselas, no llevaba bolígrafo, mintió, haciendo como que lo buscaba en los bolsillos interiores de su chaqueta. Temió que ella sí tuviera uno. Pero si lo tenía prefirió no decírselo y aceptar la mentira.

Viendo la foto del periódico se acordó de su cara cuando antes de salir volvió a mirarla para decirle adiós. Pagó la cuenta, recelando miradas de desprecio o de burla en los empleados de la recepción, subió a su coche y esa misma mañana abandonó Madrid, y de cuando en cuando se olía las manos o la ropa para comprobar que se iba diluyendo el olor de aquella mujer, deseando que al mismo tiempo que se borraban de su piel los rastros de la noche desapareciera de su memoria el recuerdo de lo que le había sucedido, no una culpa abstracta ni un obsesivo arrepentimiento, sino una sensación puramente física de vergüenza, la misma conciencia de estar sucio y haber sido manchado que todas las mañanas acudía a él en ese tiempo en que dormía en el coche porque no tenía dinero para pagar una pensión y se lavaba la cara y se afeitaba ante el espejo del retrete de cualquier bar de carretera.

Desde el principio supo que aquella mujer estaba condenada, y si tuvo miedo y sintió náuseas y una especie de piedad —la había abrazado, había fingido que la deseaba— fue porque sospechó en su encuentro la señal odiosa de un destino común. También él se había arrojado solo a una noche en la que nadie ni nada lo esperaban, y había bebido con hombres y mujeres a los que no conocía, y regresado al hotel casi tambaleándose por las calles de una ciudad que siempre le seria hostil y que al mismo tiempo se le figuraba poblada de promesas y de cuerpos que resplandecerían cuando los alcanzara como las luces de los clubes. Pudo no haber salido esa noche, como le sugería una parte de sí mismo a la que no hizo caso aunque supiera que se arrepentiría más tarde; pudo haberse quedado en su habitación repitiendo ejercicios de mecanografía en su máquina portátil o leyendo una de esas vidas que le servían de exaltación y de consuelo, vidas de hombres que habían empezado exactamente igual que él, desde la misma nada y la pobreza, que se rebelaron y perseveraron contra el infortunio y supieron alcanzar la cima del mundo, gobernar países o ejércitos, descubrir la máquina de vapor, o la dinamita, o la electricidad, o escalar la montaña más inaccesible de la Tierra. Lo había hecho otras veces, en otras ciudades. Cenaba en un restaurante barato, se concedía una sobremesa de cigarro puro y sol y sombra mirando la televisión, y no quería fijarse en las mujeres que caminaban por la calle, sin pensar en todo el tiempo que llevaba sin acariciar a ninguna. Salía del restaurante con las manos en los bolsillos, fumando todavía, y se encaminaba al hotel, desesperado, tranquilo, más extranjero que un perro, premeditando las tareas de la mañana siguiente, calculando los porcentajes que obtendría de cada venta que hiciera, ventas mezquinas, en droguerías de segundo orden, donde los dueños usaban guardapolvos grises y había siempre un denso olor infantil a sosa cáustica y a detergentes de marcas desaparecidas muchos años atrás.

Empleaba la parte más enérgica de su voluntad en arrepentirse de lo que ya era irreparable. Si no hubiera salido aquella noche por segunda vez del hotel, si no le hubiera dado tanto miedo de pronto la habitación vacía, con la maleta abierta sobre la cama, con su ropa sucia tirada por el suelo, como las habitaciones de todos los hoteles donde había vivido desde hacía tanto tiempo que ya no recordaba la sensación de poseer un lugar que fuera únicamente suyo. A las tres de la madrugada lo habían dejado solo, después de una cena larguísima y de una borrosa travesía por locales nocturnos de los que sólo recordaba la violencia de la música, el gusto y la saciedad del alcohol y el brillo de los ojos de las mujeres, que a él nunca lo miraban. En el silencio y en el frío de la calle las palabras confusas que había dicho y escuchado seguían sonando en el interior de su conciencia como el estrépito del mar. Procuró caminar bien erguido mientras cruzaba el vestíbulo en dirección al ascensor, perdido en una exaltadora embriaguez de porcentajes y cifras, de propósitos que olvidaba casi a la misma velocidad con que los iba formulando su imaginación. Estaba claro que la mala suerte no existía, que uno se ganaba a pulso el fracaso o el éxito y que sólo los débiles o los privilegiados podían permitirse la desesperación. Se sentó en la cama, excitado, nervioso, incapaz de tranquilizarse y dormir. Al otro lado de la ventana, en la calle, palpitaba la noche de la ciudad, circulaban los taxis, caminaban mujeres de tacones altos y medias oscuras.

Debió haber hecho lo mismo que otras veces, quedarse en la habitación, aceptar que también esa noche la pasaría solo, leyendo alguna biografía, pasando a máquina sus hojas de pedido. Podía haberse concedido el deleite secreto y casi siempre melancólico de mirar una de esas revistas que de cuando en cuando compraba en los quioscos y que venían envueltas en celofán y contenían fotos de mujeres desnudas, de mujeres que se retorcían abiertas en ofrecimientos imposibles y parecía que fijaban en él sus pupilas dilatadas por el doloroso deseo y la locura. Hubo tal vez un momento en que pudo no hacer lo que hizo, pero también hubo otro en el que estuvo a punto de no encontrar en el periódico la cara de la mujer a quien conoció aquella noche. Imaginó cuerpos y palabras que sólo había oído en las películas y recordó esa canción antigua que le gustaba tanto porque era como una película, Extraños en la noche, un hombre y una mujer que están solos y se buscan aunque únicamente cuando se miran por primera vez saben que han pasado toda la vida buscándose. Él nunca dejaba de esperar la aparición de una mujer así, la había buscado en todas las ciudades, todas y cada una de las noches, en las barras de los bares y en los vestíbulos de los hoteles, incluso en esos turbios clubes cuyas luces se encienden al atardecer a un lado de las carreteras, en reservados con pegajosos divanes de plástico y en habitaciones donde sólo había un colchón desnudo sobre el suelo de cemento y donde todo sucedía tan rápida y tan desalentadoramente como una cruda transacción.

Pudo haberse quedado en el hotel, al fin y al cabo ya eran casi las cuatro de la madrugada, y él bien sabía lo que era caminar a esa hora por ciudades sin nadie, pero volvió a ponerse la chaqueta y guardó en ella el dinero y el carné de identidad —a uno lo pueden arrestar si no va documentado—, y cuando pisó la calle de nuevo le pareció que revivía. Vio bares con los cierres metálicos echados, vio rostros hostiles que le dieron miedo, hombres encogidos en huecos de portales que dormían envueltos en trapos de muladar y hojas de periódicos. En una esquina, una muchacha muy delgada tiritaba como si estuviera muriéndose de frío y un hombre la insultaba y la sacudía por los hombros, levantándole con violencia la cara, señalándole imperiosamente algo, el portal o la ventana de una casa donde había encendida una luz.

La noche se retiraba como una furiosa marea que dejara tras de sí una escoria de despojos. Él caminaba aún, sin rendirse, sin saber dónde estaba ni hacia dónde iba. Encontró un bar abierto, aunque del todo vacío, y bebió con desgana una cerveza tibia. Había fumado tanto que tenía como acolchada la lengua y le daba asco el sabor del tabaco. Volvió a la calle y siguió caminando, vencido y no resignado, esperando que al otro lado de la próxima esquina hubiera un nuevo bar abierto o una larga acera poblada de mujeres inmóviles.

Eran las cuatro y media cuando el azar de sus pasos, y no su voluntad extinguida, le devolvió a la cercanía del hotel. Pensó que estaba a salvo, que no le importaba la soledad, sino la certidumbre de tener una habitación donde dormir unas pocas horas, hasta el fin de la noche. De día todo le resultaba mucho más fácil de aceptar. Pediría que le sirvieran el desayuno en la habitación, y antes de las once, las once y media a lo sumo, estaría en la carretera, limpio de resaca y de todo arrepentimiento, mirando en el espejo retrovisor cómo se alejaban y se desvanecían los edificios de Madrid. Entonces vio a la mujer. La vio venir lentamente hacia él desde el fondo de la calle, sin rasgos todavía, sin volumen, cobrando forma a medida que se le acercaba, como si no fuese una mujer verdadera, sino una encarnación de su avaricioso y solitario deseo nacida de la nada, de la oscuridad nocturna.

Tal vez ella no le había visto aún. Venía con la cabeza baja y los brazos cruzados y no llevaba bolso, no parecía una de esas mujeres que rondan hasta muy tarde las puertas de los hoteles y se acercan a uno para pedirle fuego. Pero él, oscilando un poco todavía por culpa del alcohol, se detuvo a esperarla y encendió un cigarrillo, queriendo distinguir su cara en la sombra, preguntándose si seria ella quien le dirigiría primero la palabra, si pasaría a su lado sin mirarle y sin que él se atreviera a decirle nada. Antes de que llegara junto a 61 ya había comprendido que no era deseable. Caminaba pesadamente sobre unos tacones torcidos, como si no hubiera descansado en mucho tiempo; tenía las caderas anchas y su falda descubría unas rodillas carnosas, y cuando su cara ingresó en el espacio iluminado por las cristaleras del hotel se dio cuenta de que ya no era joven y de que nunca había sido hermosa, pero ya estaba muy cerca y lo mirada sabiendo que él se había detenido para esperarla. Se quedó quieta, se limpió la boca y la nariz con el dorso de la mano. Tenía los ojos húmedos y manchados de rimel. Estaba parada frente a él, sin hacer nada ni decirle nada, llorando, mirándolo tan fijamente como si le pidiera la explicación de su dolor. Debió escapar entonces, darse la vuelta y huir de aquella cara estragada por la fealdad y las lágrimas y del ruido del llanto, pero no lo hizo. Le preguntó qué le pasaba, adónde iba, y la mujer no le contestó, y siguió mirándolo y se limpió otra vez la nariz, temblando, con los brazos cruzados. Sacó el paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo. La mujer se lo puso en los labios, pero no aspiró cuando él le dio fuego, como si no recordara que se disponía a fumar.

—Quiero una copa —dijo—. La última.

—Es muy tarde. Ya está todo cerrado.

—Quiero una copa, una sola.

—Estoy parando aquí, en este hotel. Podemos tomarla en mi habitación.

—Quiero una copa en un bar —la mujer hablaba siempre en el mismo tono, sin responder a lo que él le decía, sin oírlo.

—No hay bares abiertos por aquí. Son casi las cinco de la madrugada.

—No me importa. No tengo reloj.

—¿Te han robado?

—Tenía un bolso y un reloj, pero los he dejado en algún sitio.

—¿Vives cerca de aquí?

—No vivo aquí. No soy de aquí.

—¿De dónde vienes?

—No tengo ganas de acordarme. Tengo ganas de tomar una copa.

—No hay bares. Sube a mi habitación. La tomaremos allí.

—¿Tienes guardada una botella? —la mujer sonrió, le brillaron los ojos.

—Nos la subirán si la pido. Es un hotel muy bueno.

Él la tomó del brazo. La mujer lo rechazó con un gesto instintivo, como si la rozara un hocico húmedo.

—No soy una de ésas. No pienses que quiero acostarme contigo.

—Lo siguió a una cierta distancia, como avergonzada. El pidió la llave al recepcionista de noche y no se atrevió a mirarlo a los ojos. Tampoco la miró a ella mientras subían en el ascensor. La mujer había reclinado la cabeza contra la superficie metálica y seguía respirando muy fuerte y limpiándose de cuando en cuando la nariz, sorbiendo de una manera impúdica. Él nunca supo por qué la había invitado a subir. No era deseo y ni siquiera lástima, sino un extraño sentimiento de no estar allí, de que no era verdad lo que le sucedía. Actuaba como a través de la niebla de un estado hipnótico, y cuando entraron en la habitación y cerró la puerta se dio cuenta de que ya no estaba borracho y no le quedaba ni la disculpa del alcohol.

—Pediré las copas —dijo, sentándose en la cama, junto al teléfono.

Levantó el auricular y se acordó de que no había llegado a descubrir qué se hacía para pedir algo. La mujer seguía en pie y examinaba sin agrado la maleta abierta, los libros, la máquina de escribir. Era posible que también ella se arrepintiera de sus actos y que se preguntara qué estaba haciendo a las cinco de la madrugada en la habitación de un desconocido, un hombre un poco gordo y no muy joven que vestía un traje gris y la miraba sin hablarle, sosteniendo todavía el teléfono, como si no recordara que había llamado a recepción para pedir unas bebidas.

—Me prometiste que conseguirías una copa —dijo ella con una avidez sin esperanza, sedienta, mordiéndose los labios.

—No cogen el teléfono —él escuchaba monótonamente la señal en su oído y no se decidía a colgar—. Se habrá dormido el portero.

—Me has mentido. Querías traerme aquí y me has engañado.

—Oiga —en el auricular, muy lejos, había sonado una voz soñolienta—. Quiero pedir unas bebidas.

—No servimos en las habitaciones a estas horas —dijo la voz, y la comunicación se cortó abruptamente, como si alguien hubiera colgado el teléfono en un rapto de ira.

—No hay copas —dijo él, abrumado por la vejación, por el ridículo. Sin duda, ahora el portero estaría murmurando un insulto, acordándose de él, de esa mujer fea y madura que lo acompañaba.

—Vuelve a llamar —ella permanecía inmóvil, moviendo sólo los labios al hablar, no los ojos ni los músculos de su cara ancha y como aplastada, sin maquillaje, sin color, sin rasgos precisos que uno pudiera luego recordar—. Llama otra vez y dile que le pagarás el doble.

—No hay copas —repitió él, levantándose, deseando que la mujer se fuera de allí o al menos que se moviera o hiciera algo—. Bebe agua si quieres. Hay un vaso limpio en el lavabo.

—Dame de beber —de pronto, el cuerpo blando de ella pareció que se deshacía y él se encontró sosteniéndola, aprisionado por sus brazos, sofocado por el contacto de su cara, que otra vez humedecían las lágrimas—. Dame una copa o me moriré.

Se desprendió de ella, la obligó a sentarse en la cama. Fue al cuarto de baño a buscar un vaso de agua y cuando volvió la mujer seguía en la misma actitud, pero ahora estaba fumando. Fumaba cigarrillos negros con filtro, una marca que él no había visto desde muchos años atrás, Celtas emboquillados. Le extrañó que siguieran vendiéndose —los asociaba a su adolescencia— y que los fumara una mujer.

—No quiero agua —ella rechazó el vaso sin mirarlo—. Quiero bebida de verdad. Me prometiste que la conseguirías. Pero te equivocas si piensas que me acostaré contigo.

—No pensaba pedírtelo.

—Mientes. Siempre mentís. Habías salido a la calle para buscar una mujer.

Pero era cierto que no pensaba tocarla y que seguramente ningún hombre lo desearía. Pensó borrosamente que esa cara y ese cuerpo nunca habían sido enaltecidos por una mirada de deseo, y eso le hizo acordarse de sí mismo y de su propio cuerpo, cuando salía mojado de la ducha y se miraba en un espejo, cuando sufría una especie de retardado estertor y dejaba caer al suelo, junto a la cama, una revista con fotografías en color de mujeres desnudas. Tenía sueño, quería cerrar los ojos y que cuando volviera a abrirlos esa mujer ya no estuviera en la habitación. Pero se sentó junto a ella y le tocó los pómulos mojados con las yemas de los dedos.

—Hablaremos si quieres —le dijo, pero no era cierto que quisiera hablar: sentía que estaba repitiendo por obligación el diálogo de una película o de un libro—. Cuéntame qué te pasa. A lo mejor es lo mismo que a mí, que estás sola o que te ha dejado alguien.

—¿Estás casado?

—No tengo a nadie —él había empezado a acariciarle el cuello.

—Seguro que estás casado —la mujer se apartó—. Tienes cara de eso. Engañas a tu mujer. Mañana le dirás que te dormiste pronto y que la echaste de menos.

—Ojalá lo estuviera.

—Mentira —ella encendió otro de sus cigarrillos negros—. Siempre mentís.

—Para qué iba a mentirte. Estoy tan solo como tú.

—Si eso fuera verdad, te habrías vuelto loco.

Al murmurar esas palabras la mujer sostuvo su mirada con tanta fijeza que él sintió un acceso de terror y pensó que ella sí se había vuelto loca, que había escapado de algún lejano hospital psiquiátrico y andaba ahora de noche y de día por las calles de Madrid como esos mendigos enajenados que hablan solos en voz alta y bracean como si pelearan con los fantasmas invisibles del aire. Pero ni aquella noche ni nunca llegó a saber nada de su vida, porque ella no le quiso decir su nombre v pesar del miedo él no creyó que hubiera perdido la razón. Posiblemente la razón era lo único que le quedaba, la lucidez ante un desastre ignorado que él temió que se le contagiaría si le permitía quedarse unos minutos o unas horas más a su lado. La vio hundir la cara entre las manos, sentada sobre la cama, con las piernas abiertas; la oyó de nuevo sorber y respirar muy hondo, y emitir una larga queja que sonó como el aullido de un animal golpeado. Le acarició la cara sin deseo, con repugnancia; la empujó hasta tenderla y le quitó con dificultad los zapatos, porque tenía hinchados los pies, y entonces ella lo atrajo hacia sí y lo hizo hundirse sobre su cuerpo estremecido, buscando su piel y su vientre bajo la ropa, con los ojos cerrados, con las manos suaves y húmedas asidas a su cuello, como si tuviera miedo de perderlo.

Al cabo de unos minutos se rindió, apartándolo de ella, que se quedó medio desnuda y despeinada, buscando a tientas un cigarrillo en la mesa de noche. "Es imposible", dijo cuando lo encendió, "estoy seca". Él se encogió al otro lado de la cama, apretando los párpados, queriendo no oírla ni oler el humo de su cigarrillo ni el sudor de su cuerpo, deseando sobre todas las cosas no volver a mirarla y ni siquiera ver su propia cara en los espejos. Dos horas más tarde, cuando se despertó, la mujer permanecía exactamente en la misma actitud, recostada en la almohada, fumando. "Yo no duermo", le había dicho, "lo único que yo hago de noche es fumar y no dormir".

Así la imaginó luego muchas veces, cuando a él mismo le llegaba el insomnio en los hoteles de otras ciudades, sentada en la cama, sujetándose la sábana sobre los pechos, esperando el amanecer con las cortinas cerradas para eludir la afrenta de la luz. Pensaba en ella, y rechazaba su recuerdo porque le traía la pesadumbre de la mala suerte y del miedo a que también él fuera exterminado algún día por la soledad, a que lo despidieran del trabajo y acabara tirado por las calles como los borrachos y los locos, como las mujeres que andaban solas hasta la madrugada y una tarde cualquiera perdían el conocimiento y eran llevadas en estado de coma .a un hospital donde nadie iría a identificarlas. Derribada en el suelo, pensó, en medio de la gente que se apartaría mirándola de soslayo para no detenerse, con un bolso vacío, sin dinero y sin nombre, tan despojada de todo propósito como cuando él la conoció. No, a él no le correspondía ni una parte de culpa, no había razón para que lo agobiara el remordimiento. Pero al salir de la cafetería, cuando tiró el periódico en una papelera, sintió que ese gesto también participaba de la universal injuria a la que ella fue sacrificada, a la que él mismo no era inmune.

Consultó su reloj. Tenía el coche aparcado muy cerca, sabía la dirección del hospital. Hasta las dos y media no debía acudir a ninguna cita de trabajo. Ya estaba acostumbrado a conducir por Madrid y calculaba correctamente las distancias. Pensó, aunque sin orgullo, que si ella pudiera verlo ahora no lo reconocería. En la puerta del hospital estuvo a punto de volverse. AI fin y al cabo no tenía ningún vínculo con aquella mujer y lo ignoraba todo sobre ella. Un médico joven le estrechó la mano y lo condujo a un pabellón de camas blancas y alineadas donde todos los cuerpos eran como bultos inmóviles. "Han venido ya tres personas esta mañana", dijo el médico. "Por lo de la foto del periódico. No sabe usted cuánta gente desaparece cada día".

El médico se detuvo y señaló la cabecera de una cama. Allí estaba la mujer, su cara ancha y aplastada, la tenue línea de vello sobre el labio superior. En contraste con la blancura de la almohada, su piel tenía una sucia tonalidad amarilla. Un tubo transparente desaparecía en la comisura izquierda de su boca. "Ayer tarde pareció que se despertaba", dijo el médico. "Se quedó un rato con los ojos abiertos, pero le pasé la mano por delante y no movió las pupilas".

Él se sentó con el aire grave de un pariente que visita a un enfermo, vigilando el movimiento casi imperceptible de su pecho bajo el embozo, incómodo, deseando marcharse y sin saber decir que se iba, que esa mujer no era la que buscaba. Preguntó si le quedaba mucho tiempo de vida. Unas horas, una semana, un año, cualquiera sabe, dijo el médico. Pero era muy difícil que recobrara el conocimiento. Preguntó qué harían con ella si cuando muriera aún no la había identificado nadie, y el médico volvió a encogerse de hombros. Iría a la fosa común, aunque era posible que su cuerpo fuera útil para las prácticas en la facultad. Explicó algo que él no quiso entender sobre la escasez de cadáveres y el mal estado en que llegaban los pocos que procedían de donaciones o de ventas. "De ventas voluntarias, imagínese", precisó.

Se puso en pie, se inclinó sobre la cama para mirarla de cerca, temiendo cobardemente que abriera los ojos y lo reconociera. Pero los ojos permanecieron cerrados y notó que las órbitas se movían con lento desasosiego bajo la piel de los párpados. Qué habría hecho en los últimos meses, adónde fue aquella mañana, cuando se quedó sola en la habitación del hotel. Advirtió que el médico lo estaba observando con una atención peculiar, como si sospechara. "No la conozco", dijo, "en la foto del periódico se parecía un poco a una mujer de mi familia". El médico asintió, volvió a estrecharle la mano antes de que se marchara, pero él pensó que no lo había creído, que estaba seguro de que la conocía y lo dejaba irse, como a un ladrón mezquino al que no vale la pena detener.


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